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Pero ¿y si todo era mentira?

El Universo no tendría sentido, la vida no significaría nada. Susana lo había dicho, el Universo es inconmensurablemente grande comparado con la minúscula partícula que era el Hombre, ¿por qué algo tan grande tenía que tener sentido para satisfacer a algo tan pequeño? Y si ese minúsculo ser considerara que no vale la pena vivir en un Universo así, ¿qué le importaría realmente a ese silencio cósmico…?

Susana era una científica, necesitaba pruebas y más pruebas, antes de admitir la más mínima parcela de realidad. Pero Markus y él no lo eran. Confiaban únicamente en sus mentes para llegar a comprender el mundo.

Y la mente del padre Álvaro ya no dudaba…

– Estamos ganando altura, Vania -anunció Semi.

– ¿Estás seguro?

– Nos empujan hacia arriba.

Sí, no había duda, ascendían. El Piccard crujía como si fuera a ser aplastado como un huevo en cualquier momento. Al principio, pensó que era lo que pretendían los monstruos. Pero no, les estaban llevando con delicadeza hacia capas más altas. Aquello abría una posibilidad, tan débil y remota que pensar en ella era una locura. Pero un humano jamás acepta su propia destrucción. Al ascender recobrarían el contacto con la Hoshikaze.

Eso ya era algo.

Ahora que las veía de cerca, se daba cuenta de que no eran exactamente ballenas. La reconstrucción de Susana no incluía aquellas enormes placas de su piel, ni aquellos orificios a ambos lados de la cabeza, que latían abriéndose y cerrándose. Ni tampoco aquella boca circular, sin rastro de dientes o barbas. Ni aquellas filas de pequeñas aletas triangulares que recorrían sus lomos. Decididamente, no eran ballenas.

– ¿Qué demonios hace ahí ese hombre? -exclamó Shikibu.

– ¿Qué? -Yuriko se volvió hacia ella, desviando su atención del Cousteau.

– El padre Álvaro está en el fondo del hangar, solo.

Shikibu pasó la imagen al monitor de Yuriko. La cámara estaba en una de las paredes del hangar, a la espalda del franciscano. Era un gran angular, y las líneas estaban muy deformadas en torno al religioso, que permanecía parado, flotando, aparentemente sin saber qué hacer.

– Conecta los altavoces -dijo Yuriko.

– Álvaro, ¿qué se supone que está haciendo? -La voz de Yuriko, resonando a su espalda, lo hizo volverse.

Sintiéndose como un niño pillado con la mano en la caja de galletas, se enfrentó a la lente que le observaba desde la pared.

– Yuriko… espero que el descenso de Susana continúe sin problemas. ¿No debería usted dedicarle toda su atención a ella?

– No está permitido permanecer en el hangar sin traje espacial. Por favor, salga de ahí.

Álvaro sonrió, sacudiendo la cabeza.

– Ha asumido usted muy rápidamente su papel de comandante. En realidad eso nos resulta fácil a los humanos, ¿verdad? Somos pequeños gusanos desnudos, nos avergonzaríamos de nosotros mismos, si no fuera por los disfraces que vamos colocando sobre nuestros hombros…

– ¿Qué dice? Abandone ese lugar, inmediatamente.

Yuriko tapó con la mano su micrófono, y se volvió hacia el teniente Shimizu.

– Creo que se ha vuelto loco… ¿puedes sacarlo de ahí? -Por supuesto, Yuriko. Entretenlo mientras llego.

La escotilla de acceso al hangar, situada en la parte alta de la crujía, se abrió. El padre Álvaro vio como el japonés negro salía de ella y, prescindiendo del ascensor, empezaba a descender a grandes saltos.

– Últimamente he tenido sueños terribles. Pesadillas que se iban volviendo más nítidas conforme mis dudas iban en aumento… ¡Quédese donde está, teniente, no dé un paso más!

Shimizu se detuvo y giró la cabeza hacia el sacerdote, colgando de la escalerilla con los brazos extendidos.

– No se preocupe por mí, padre -dijo, y siguió descendiendo a gran velocidad en la ingravidez.

– Usted no lo entiende, teniente -gritó Álvaro-, sin Dios, toda la podredumbre que llena mi interior, no tardará en aflorar a la superficie. Me transformaré en aquello que más odio…

Álvaro conectó su unidad impulsora, y salió disparado hacia la boca del túnel. Allí brillaba la tenue luminiscencia del extraño campo de fuerzas marciano.

– ¡No! -gritó Shimizu. Sujetándose con una mano, estiró cuanto pudo sus miembros e intentó atrapar al sacerdote cuando pasó frente a él. Demasiado lejos. Shimizu consideró la posibilidad de saltar sobre Álvaro para desviarlo; pero tampoco llevaba traje espacial, y la trayectoria e intenciones del religioso estaban muy claras…

Álvaro contempló con tranquilidad cómo el campo, dotado de una turbia luminosidad azulina, se abalanzaba hacia él. Abrió sus brazos en cruz e inspiró profundamente, llenando sus pulmones con una postrera bocanada de aire.

Luego atravesó el campo, zambulléndose limpiamente en la nada.

Cielo de un azul profundamente amargo con sabores y olores extraños diferentes a los del mar deslizándose pegajoso a sus flancos/las marejadas burbujeando hacen derivar imperceptiblemente al Cousteau.

– Aquí Cousteau… -informó Susana mientras luchaba por ordenar su mente-. Paracaídas desprendido… Globo hinchado… Estoy flotando a… ciento quince kilómetros.

En lo alto cuelgan finas guedejas blancas suaves como pelo de armiño/vendavales salados hendidos por tibios destellos azulencos chirriantes/

– Acabo de conectar el radiofaro; si Lenov está en algún lugar de este hemisferio, no tardaremos en localizarlo. -Si sigue vivo, fue lo que pensó.

Abajo se desenrolla el tapete de nubes de colores oscilando del blanquecino amarillento a tonos más fuertes ámbar anaranjados y azafrán en un intrincado revoltijo/flujos de aire como torrentes y ríos atmosféricos con sensaciones extáticas sobre la piel…

Susana se preguntó cómo su cerebro no había estallado. El metaéxtasis corría abundante por sus venas, había ingerido una dosis triple antes de introducirse en el Cousteau, y su sistema nervioso estaba hiperacelerado. Pero aun así, el ametrallado de información colmaba su cerebro y sus percepciones, hasta el umbral del sufrimiento. Se sentía como en una alucinación. O como la primera vez que probó a zambullirse en el espacio virtual.

Trató de hallar orden en aquel laberinto de imágenes/olores/sonidos/colores/flujos. Aunque las sensaciones le llegaban filtradas por el cerebro tecno-orgánico de la Cousteau, el impacto sensorial era desconcertante.

Aquello era tocar un piano diseñado para un pulpo.

Según habían asegurado los biotécnicos, los controles neurales marcianos facilitaban mucho las cosas. Pero aquellos estaban ajustados para el cerebro de un delfín.

Susana luchó por comprender aquel extraño mundo que se extendía bajo y sobre ella, por ordenar los mensajes que bombardeaban su dolorido cerebro.

Los compositores de música no hacen sonar más de tres notas a la vez; el oído humano no puede discriminar más que ésas. Ahora, Susana se sentía como si pudiera seguir una conversación entre dos personas, en una habitación llena de gente hablando…

Las corrientes atmosféricas eran un complejo diseño de muaré. Podía seguir individualmente cada remolino, cada aflujo de aire, cada racha. Podía concentrarse en el detalle, como una rutina fluyendo balsámicamente en un intrincado azul programa de ordenador. El detalle la conducía hacia estratos de una densidad cada vez mayor, solidificándose en torno como miel helada…

Rió como una chiquilla. Por primera vez en su vida se sentía realmente como un delfín. En una fantástica combinación de habilidades innatas y adquiridas, Susana empezó a volar/nadar en la inquieta atmósfera de Júpiter.

– Cousteau, ¿estás bien? -preguntó Shikibu por la radio-• Informa, Susana.

– Estoy bien. Estoy muy, muy bien.

– ¿Seguro? Nunca te había visto tan eufórica.

– Sí, puedes estar tranquila. ¿Puedes darme el informe atmosférico?

– Claro. Tienes delante tres o cuatro huracanes; son pequeños, de apenas cien kilómetros de radio. -Con un ojo en la pantalla, describió las posiciones.

– Creo que percibo uno de ellos. No, espera, son dos. Puedo evitarlos. Hay una corriente en chorro que serpentea entre ellos.

– ¿Estás segura? Los instrumentos no pueden indicarlo.

– Confía en mí.

Había vivido una experiencia similar durante unas vacaciones, años atrás en la Tierra… Estaba remontando un río en canoa. Como muchos antes que ella, le había parecido que la navegación fluvial sería más sencilla que la marítima. Ja.

Al poco tiempo, se sentía como un campeón de los cien metros lisos que tratase de recorrer un estrecho corredor atestado de gente.

La corriente era muy fuerte, demasiado para navegar a remo por el centro. Y en las márgenes se formaban remolinos, de los que sería muy difícil salir si la engullían. Debía estar muy alerta para advertirlos. Pero también debía aprovecharlos para que la empujasen río arriba, acercándose cautelosamente a ellos sin dejarse atrapar, rozando los bordes. Y, al mismo tiempo, cuidando de no encallar en un banco de arena o un tocón sumergido… Qué lejos estaba, en aquellos días, de suponer que repetiría la misma maniobra, en el mayor planeta del Sistema Solar.»

Poco a poco, su confusión fue organizándose.

La asombrosa formación empezó a crecer ante los ojos de Lenov. Las superballenas le empujaban directamente hacia ella.

Era un gran conjunto de esferas traslúcidas flotando sobre las nubes de Júpiter, unidas unas con otras por largos estolones, un fantasmagórico racimo de uvas resplandecientes. La noche había caído; el brillante resplandor de Ganímedes y Europa rivalizaba con el de aquel estrafalario objeto. Lenov se dio cuenta de que la agrupación era una fractal tetraédrica: de cada esfera salían tres ramas, rematadas a su vez por esferas de las que salían nuevos vastagos. Le recordaba una colonia de coral luminiscente, o una explosión congelada de fuegos artificiales.

¿Cómo se sostenía en el aire? O bien flotaba, o… aquellas superballenas habían dominado la antigravedad. Las esferas eran grandes, quizá de varios kilómetros de lado.

Conforme se acercaban, distinguió más detalles. Eran figuras menores y enigmáticas, de propósito ignorado: una especie de copas o parábolas transparentes, que se contraían y oscilaban como impulsadas por un invisible oleaje; varillas articuladas y bifurcadas; globos erizados de pequeños tentáculos; bloques romboidales de láminas superpuestas, como radiadores o condensadores de placas orgánicos… Lenov contemplaba todo esto como un niño en un almacén de juguetes.

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