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En la ingravidez, Osato flotó hacia la bodega del transbordador, donde Susana comprobaba el estado de los delfines. Dos cetáceos flotaban en un tanque cilindrico transparente, en el que vagaban enormes burbujas.

– ¿Qué tal el despegue?

Osato Takeuchi era una mujer enorme. Casi dos metros de altura, dotada de la complexión de un levantador de pesos. Vestía una ajustada camiseta azul que se apretaba contra sus gigantescos pechos, y dejaba al aire sus musculosos brazos. Antes del Exterminio había sido campeona de sumo femenino, en Marte.

Susana giró la cabeza hacia ella. Su cuerpo inició una lenta rotación en sentido contrario.

– Lo aguantaron mejor que yo -dijo-. No sienten la aceleración dentro del agua. ¿Es siempre así?

– ¿El mareo, quiere decir? -Osato se ancló en uno de los soportes del tanque-. Es un efecto de la ingravidez.

– Se quejan de desorientación. -Susana señaló al tanque-. No saben dónde es arriba.

– Pasará cuando lleguemos a la gran nave.

– Me alegro. Ya es bastante difícil explicarles qué es el vuelo atmosférico. En cuanto al viaje espacial… uf.

– ¿Es realmente necesario hacerlo?

Susana frunció el ceño.

– Suponga que unos seres extraños le meten en una jaula y, sin previo aviso, le dan un paseíto por la cuarta dimensión. ¿No agradecería que al menos le informasen de lo que le hacen?

– Claro, claro… -La japonesa trató de cortarle-. Si puede dejarlos solos, le agradecería que me acompañase a la cabina de mando.

Susana echó un último vistazo a los delfines y silbó algo.

La gigantesca nave era muy extraña. Y enorme; una esfera de color bronce mate, de unos novecientos metros de diámetro. Su superficie estaba dividida en diez sectores de polo a polo, formados por placas hexagonales de tamaños decrecientes. Al igual que el pequeño transbordador en el que viajaban, no parecía un objeto construido.

En el polo, como un ojo gigantesco, había un enorme portalón circular rodeado de un reborde cóncavo. Alrededor de éste se levantaban dos filas concéntricas de enormes espinas doradas. Susana calculó que cada una alcanzaría los cincuenta metros de longitud.

– ¿Qué son? -preguntó señalándolas.

– Los sentidos de la nave.

¡Los sentidos! Qué rara expresión.

La nave crecía ante sus ojos, como un pequeño planeta. Para completar la semejanza, incluso giraba con lentitud.

– Una revolución y media por minuto -murmuró Osato-. Eso son ocho grados y medio por segundo, más o menos. Con cuatrocientos cincuenta metros de radio, una aceleración de un g en el ecuador.

La compuerta mediría muy bien dos veces la eslora del transbordador. Se abrió, deslizándose en dos mitades; ahora el ojo tenía una pupila que emitía una luz azulada. El transbordador se deslizó hacia la abertura.

Una enorme cámara aparecía ante él, girando lentamente como un descomunal tubo de la risa. En las paredes había una serie de abrazaderas o grúas, sin duda para amarrar cualquier nave auxiliar que llegase.

El transbordador atravesó la entrada con una leve sacudida, como si chocase con algo elástico. Suavemente, se deslizó hacia el centro de aquel hangar; mientras, la compuerta se cerró con un gran estruendo de metal rechinante.

Dos abrazaderas lo rodearon con suavidad, tirando hasta hacerlo descender poco a poco sobre la pared del cilindro. Susana sintió que la fuerza centrífuga la apresaba, al acercarse al suelo curvo.

– Podemos salir -dijo el piloto-. Presión de media atmósfera. Hay oxígeno en proporción adecuada.

– ¿Pero qué dice? No pueden haber llenado el hangar tan rápido -exclamó Susana. Osato se volvió a ella.

– ¿No ha oído cerrarse el portalón? Eso quiere decir aire.

– Tiene razón, pero… -No supo qué decir.

– Es una especie de… bueno, barrera de fuerza o algo así, que impide que escapen las moléculas de aire, pero no los objetos mayores. ¿Se ha dado cuenta de que la nave pareció tropezar con algo al entrar? Era la presión del aire al otro lado. Como al meter la mano en el agua; hay una leve resistencia en la superficie, como una membrana invisible, debido a…

– Sé lo que es la tensión superficial -dijo Susana, algo irritada.

Salieron de la cabina, cerrando la puerta a su espalda y abrieron la esclusa. Un remolino de viento los zarandeó, mientras se igualaban las presiones de ambos lados. Indudablemente, había aire.

La cámara era una antesala cilindrica, la mitad de larga que ancha. Susana distinguió compuertas de varios tamaños, y una especie de planchas deslizantes, grúas y otras cosas. Le recordaba la cubierta de un portaaviones. La seudogravedad era débil, como un quinto de g aproximadamente.

Osato la condujo a una puertecita, en la base del cilindro opuesta a la entrada.

– Detrás del mamparo hay un hangar -explicó-. Esta antecámara es sólo para lanzar o recibir naves auxiliares. Las compuertas son, obviamente, una medida de segundad, por si falla el quién-sabe-qué que retiene el aire.

Susana se sintió inquieta. No le gustaba que su vida dependiera de un artefacto que ella no pudiera controlar. Y ahora, los colonos marcianos admitían no tener ni idea de cómo funcionaba aquel sello invisible.

Tras la cámara cilindrica, se abría el hangar de quinientos metros de largo, repleto de transbordadores como el que les había traído; debía haber una veintena, si no más. Parecía el aparcamiento de un centro comercial un sábado por la tarde.

Por el suelo había unos raíles, sin duda para remolcar las naves a la antecámara. La iluminación procedía de racimos de tubos luminosos, agrupados en el eje de la cámara.

– Nada de esto estaba aquí, por supuesto -aclaró la japonesa-. El casco crece prácticamente vacío, excepto los motores.

Siguieron a lo largo de la generatriz del cilindro, con pasos ágiles por la baja gravedad. Susana calculó que caminaron unos trescientos metros; más o menos, estaban casi en el centro de la esfera.

Llegaron a una abertura en el suelo curvo, de la que arrancaba una rampa descendente que bajaron. Los condujo a una especie de galería colgante o balcón sobre el bosque… Se asomaron a la barandilla y contemplaron el paisaje desde una altura de unos trescientos metros.

Bajo ellos se desplegaban, como si lo observaran desde un globo, grandes parches verdes, un pequeño lago, fuentes e hileras de arbolitos. El suelo se curvaba como un valle.

Gradualmente, Susana se fue haciendo una imagen. El interior de la esfera escondía un hábitat toroidal, como un donut dentro de un pomelo. El torus estaba situado justo bajo el ecuador, el lugar adecuado para disfrutar de la máxima gravedad.

La antesala y el hangar formaban un cilindro a lo largo del eje de rotación, del polo al centro de la esfera. El cilindro encajaba en el agujero del torus. ¿Qué habría en el resto del volumen de la esfera? ¿Almacenes, combustible, motores? Preguntó a Osato.

– No lo sabemos con certeza. Bueno, en realidad hay grandes tanques esféricos para combustible. Los llenamos de agua y… eso es todo, la nave funciona.

– Pero los motores…

– No tenemos ni idea. Son de fusión, evidentemente, pero no sabemos cuál es su aspecto, o su tecnología. Están encerrados en una especie de cápsula, de unos cien metros de diámetro, cerca de la popa de la nave.

– ¿Nunca han intentado abrir esa cápsula?

– Sííí. La explosión creó un falso amanecer en todo un hemisferio de Marte. No hemos vuelto a intentarlo desde entonces.

Ahora se encontraban debajo del hangar cilindrico, sobre una galería anular de tres metros de alto, que colgaba de la parte interna del torus. Un breve paseo les permitiría contemplar todo aquel mundillo a vista de pájaro.

La luz que iluminaba el paisaje emanaba de debajo de la galería. Eran como moscas sobre la pantalla de una lámpara.

– Éste es el modelo de mayor tamaño. Existen otros dos más, menores. En Marte se están produciendo ahora docenas de naves como esta, para evacuar a todo aquel que quiera abandonar la Tierra.

– ¿Para llevarlos a dónde?

– ¿Cómo dice?

– Si va a evacuar a toda esa cantidad de gente de la Tierra… ¿dónde los llevaran? No creo que las instalaciones de Marte puedan admitir un gran número de refugiados. ¿Dónde piensan meter a toda esa gente?

La enorme mujer la miró un rato; luego se encogió de hombros.

– No me lo pregunte a mí, yo sólo trabajo aquí.

– ¿Y tienen pensado evacuar también a los delfines?

Osato alzó las cejas.

– ¿Le sorprende?

– No estoy acostumbrada a tanta generosidad por parte de los humanos.

– Lo dice como si usted no fuera humana.

– Sólo por un error evolutivo. ¿Por qué ese repentino interés por los delfines?

– Ha acertado. No se trata de altruismo ni nada parecido. Los necesitamos. Necesitamos a los delfines para pilotar naves como ésta.

– Sí, eso fue lo que me dijo Kramer. Pero no lo entiendo, ¿porqué?

– No sé por qué. Simplemente es así como funcionan. Necesitan ser controladas por un sistema nervioso vivo, con capacidad para orientarse en un entorno tridimensional. Los transbordadores pueden manejarse con un ordenador de los nuestros, pero una nave grande es otra cosa. Ahí es donde son indispensables los delfines.

Los corredores de la nave eran circulares, con refuerzos anillados en las paredes; Susana se sentía una rata caminando por la tráquea de un gigante muerto. No existían cámaras de la forma habitual, todas eran redondeadas, como visceras que buscasen el máximo espacio entre las cuadernas. Los mamparos, en los lugares en que no estaban cubiertos por aparatos o algún producto de factura humana, eran de una sustancia que recordaba más al cuerno o a la quitina que al plástico. No había luces, excepto los tubos instalados por los humanos.

Oh, por supuesto, la nave no estaba viva en sentido estricto. Pero, según afirmaban Osato y Kramer, había crecido y se había desarrollado. No era un simple objeto inerte.

Pero era inimaginable que la evolución hubiera producido un vehículo espacial. La única explicación era la ingenética.

La sala de mandos no se parecía a nada de lo que Susana había esperado. Estaba situada bajo el hangar cilindrico, pero se accedía a ella desde la galería sobre el torus. Un diseño extraño, pero extraña era la nave.

La sala era esférica, de atmósfera muy húmeda, y en su pared no había ni un solo instrumento, ni siquiera una portilla. En su centro flotaba un delfín sujeto por un complicado arnés; una especie de chorros de aspersión mojaban su fina piel. Del muro salían unos cables blancos que se adherían a su cuerpo, con terminaciones en forma de ventosa.

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