– Adiestradora en el Cosmos -silbó Tik-Tik.
Tuvo que hacer un esfuerzo de concentración para entender lo que el delfín le decía. Su mente estaba ocupada por una marea de miedos y sensaciones. Y todos nacían de aquella miserable bola de hielo.
Susana había preparado un sencillo mensaje a partir de una docena de variaciones lógicas (diseñadas por ella misma) de los ideogramas marcianos, que podría traducirse por: «¿Hay alguien ahí?» No era muy original, de acuerdo, pero se enfrentaba a la imposibilidad de transmitirlo por otros medios que no fueran la radio común. No sabía con qué clase de órganos sensoriales contarían los hipotéticos receptores. Había acudido a la cabina de pilotaje, allí estaban las conexiones entre la nave y los delfines, y ella esperaba encontrar, con la ayuda de Tik-Tik, un canal de emisión, o algo parecido.
– Adiestradora en el Cosmos -repitió Tik-Tik.
Tomó el silbato que siempre colgaba de su cuello.
– Oigo.
– El pequeño-raro mundo hace ruido nuevo. Me pregunto si es/no es grave, peligroso.
– No lo sé.
No supo qué pensar. ¿Qué significaría lo que él llamaba ruido nuevo?
– Comunícate con Máquina-Que-Piensa.
– Oído.
En la sala de juegos, los guardias de la Kobayashi estaban siguiendo las operaciones en el cometa, a través de los monitores. O pretendiendo hacerlo. El aburrimiento empezaba a hacer mella en ellos. La cabo Oji Toragawa leía un librofilm; Kiyoko Fujisama jugaba al go (y perdía, por cierto) con George Martínez. Joe Michaelson jugaba al gin-rummy con el sargento Fernández. Shimada Osato practicaba la meditación zen. En cuanto a Diana Sanders y Masuto Tadeo, nadie sabía dónde estaban.
El padre Álvaro se había quedado dormido en su silla del observatorio. Se despertó, sin saber por qué, un presentimiento, una sensación de que algo estaba a punto de ocurrir. Se llevó la mano a su grueso cuello, estaba dolorido y entumecido. Se levantó, y se acercó a las pantallas de lectura de los sismógrafos repartidos por todo el cometa.
– ¡Jesucristo misericordioso! -gritó, y se abalanzó hacia el intercomunicador.
Benazir sintió algo a través de sus botas.
– Qué raro… -musitó Benazir, y levantó una mano indicándole a Ono que se detuviera. La japonesa obedeció extrañada. ¿Qué estaba pasando? Flotaba como un globo a unos cinco metros sobre la astrónoma.
– Benazir…
– Shhh…
La astrónoma deseaba comprender qué era aquello. Era un raro cosquilleo, como hormigas ascendiendo por sus piernas. Se agachó hasta tocar con sus manos enguantadas la superficie de hielo.
La sargento miró a su alrededor desde su posición privilegiada. Pequeños copos de nieve se elevaban en torno a Benazir. La japonesa empezó a asustarse.
– Benazir, sal de ahí.
Benazir intentó escuchar, a través del suave zumbido de su traje, a través de los latidos de su corazón. Aguantó la respiración. Pero no oía nada, únicamente un débil cosquilleo…
– Benazir… -Calla.
Tuvo una idea. Se tendió sobre el suelo hasta medio enterrar su casco en la crujiente superficie. Si los micrófonos exteriores podían…
Era muy débil. Como los ecos de una tormenta muy lejana. O como el retumbo que se oye al apoyarse los pulgares sobre los oídos.
Ono descendió hacia ella, sus brazos extendidos para coger a la astrónoma por la mochila.
Benazir se había agachado aún más, hasta colocarse a cuatro patas sobre el hielo. O no la oía, o no hacía caso a sus llamadas. Ono se dispuso a elevarse con ella, como un águila atrapando a un becerro.
– Benazir…
– Comandante -dijo el padre Álvaro por el intercomunicador-, apaguen el máser, algo raro está…
Yuriko dio la voz de alarma. Okedo se volvió hacia ella.
– ¿Qué sucede…?
– Comandante… -dijo la voz del sacerdote.
– Calle -le cortó Okedo, olvidando su habitual cortesía.
Yuriko estaba leyendo un mensaje del ordenador.
– Algo está… una vibración… En todas partes, afecta a todo el cometa.
– Kenji, deten el rayo -dijo Okedo.
Kenji desconectó el máser y observó la pantalla. Allí no se apreciaba nada, pero Yuriko estaba mirando con mucha atención los caracteres que aparecían en su terminal. Palideció.
Golpeó con el puño el grueso botón de alerta y la sirena aulló.
– ¡Informa de una vez, Yuriko! -ordenó Okedo.
– Creo que es un ataque, comandante.
– Ono, Benazir, alejaos de la superficie -dijo Okedo con voz tranquila por la radio-. Vania, lo siento, en un momento así debes abandonar…
Pero el ruso no estaba allí. Había salido tan aprisa del puente que sus sandalias adherentes no lograron agarrarse al suelo. Iba flotando hacia la cámara de descompresión, medio chocando con las paredes.
Fernández exclamó «mierda», soltó las cartas y se lanzó como un rayo al intercom. No pudo comunicar con el puente.
– Mierda, mierda, mierda… ¡Que alguien busque a Masuto y Diana, y que vengan aunque estén follando! ¡De prisa!
Liz Thorn y Jerry Williams formaban el equipo de rescate. Su única misión era permanecer en el hangar, con el traje espacial puesto, listos para salir a una orden del comandante Okedo. Ambos tenían bastante experiencia con los trajes espaciales. Cuando la alarma sonó, se pusieron de inmediato los cascos y se prepararon junto al esqueleto.
– Equipo de rescate -dijo la voz de Okedo-, prepárense para salir cuando lo ordene.
– ¿Qué pasa?
– ¡Ahora no!
La vibración se había transformado en pocos segundos en un bramido horroroso, que parecía avanzar hacia ella como un tren de mercancías. Benazir decidió poner espacio por medio, y cuanto antes. Intentó elevarse; descubrió que en su actual posición esto no le era posible. La vibración era muy fuerte, y el suelo bajo ella parecía desmenuzarse. Era como intentar ponerse en pie sobre arenas movedizas.
– ¿Adónde? -preguntó Shikibu al teniente.
– Con Benazir y Ono. Hemos de recogerlas.
Harris dijo:
– Mi teniente, con todo respeto, ¿puedo pregun…?
– ¡La grieta, Mike, la grieta! ¿No te has dado cuenta?
– ¿La…?
– Es blanco. Hielo blanco, cuando en la superficie hay materia orgánica marrón, rojiza, qué se yo…
– No comp…
– El hielo no se ha evaporado, Mike. No ha tenido tiempo. Y estamos cerca del Sol. Mierda, no nos hemos dado cuenta de que es reciente. Este jodido cometa está a punto de resquebrajarse. ¡Jenny, trata de contactar con la nave! ¡Dale caña, Shikibu!
Las manos de Ono estaban a punto de cerrarse sobre la mochila de Benazir, cuando vio moverse algo en el borde de su campo de visión. Se volvió hacia allí, y gritó.
Era como si un gran tiburón avanzara bajo el hielo elevando con su aleta un surtidor de hielo pulverizado. Otra imagen le vino a la mente: el penacho de un tren avanzando por una planicie inmensa. Ono vio que no era el único. Otras columnas de hielo serpenteaban hasta donde alcanzaba la vista. Comprendió que se estaban abriendo enormes grietas por toda la superficie del diminuto mundo.
Benazir vio el frente de hielo pulverizado avanzar hacia ella como una bestia enfurecida. Aunque era imposible, creyó oírla rugir un segundo antes de que la alcanzara.
Hubo un crujido, y Benazir se sintió empujada hacia atrás por una mano gigantesca, envuelta en una nube de hielo y vapor. Su cuerpo chocó violentamente contra el de Ono, y ambas mujeres se vieron lanzadas hacia el espacio, como si un géiser monstruoso hubiese nacido bajo sus pies.
– ¡Butsu! -gritó Shikibu.
El cometa entero había estallado como una gran carcasa de artificio. En un silencio tan absoluto como horrible, varias explosiones menores sucedieron a la primera, como si cada uno de los grandes pedazos se desmenuzara a su vez. Parecía imposible que nada pudiera permanecer vivo en medio de aquella catástrofe.
De repente comprendió que ellos no eran inmunes. Las voces de los cuatro guardias le aturdían los oídos. Oyó al teniente ordenar silencio a gritos.
Un bloque enorme, tan enorme como una montaña, se alzaba ante ellos. Shikibu calculó que iban a chocar con él. Accionó los chorros laterales para esquivarlo. Casi lo logró. El esqueleto pasó rozando, y con un crujido se partió en dos. Shikibu se vio lanzada fuera del estrafalario vehículo. Enormes bloques de hielo aceleraban girando locamente junto a su cuerpo. Había perdido de vista a los demás, envuelta en aquella niebla… Soltó un grito aterrado. Fue golpeada una y otra vez por grandes trozos de hielo que rebotaban contra su traje, y éste a su vez contra fragmentos mayores, como una hoja de papel arrastrada por un huracán. Una gran pieza le golpeó la espalda, cortándole la respiración. El traje crujió.
Cálmate, cálmate, cálmate, cálmate. De nada serviría si reviento como un globito en el vacío. Vaya si es difícil ponerse el traje uno mismo, Lenov casi se dislocó el codo, ahora, por fin, traje operativo, vaya voz de lata que tiene, pero es un buen mecanismo, no sales al espacio con la bragueta desabrochada, el botón de vaciado de emergencia, Lenov lo oprime, un huracán en miniatura barre la cámara. Luz roja. Ya podía salir.
– Mayday. Disfunción de traje. Pérdida de aire. Incremento presión. Mayday. Disfunción de traje. Pérdida de aire. Incremento presión. Mayday. Disfunción de traje. Pérdida de aire. Incremento presión…
Shikibu se dio cuenta de que era el suyo. Hacía frío y se llenaba de niebla. Los oídos le zumbaban como si le taladrasen los tímpanos con dos barrenas… trató de tragar saliva.
Susana se precipitó como una flecha en la cubierta. Los guardias parecían presa de la histeria. Nadie les informaba de nada en medio del desbarajuste. Agarró el brazo del sargento Fernández.
– No lo sé, querida, pero creo que voy a tener trabajo extra. Susana se puso de puntillas, tratando de ver algo en los monitores.
– Shikibu, fuga -informó Kenji con voz seca-. Harris, fuga. Shimizu, perdido contacto radial. Johnston, perdido contacto radial, informó fuga antes de enmudecer. De los demás no hay noticia.