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Ideogramas verdes luminosos parpadeaban quién eres en torno a él como una quién eres orgía de luciérnagas abrió los ojos no podía recordar se sentía muy quién eres confuso desconcertado incierto empezó a recordar la misión quién eres aquel descenso inacabable la torre espacial las bom… realizó el equivalente mental de morderse la lengua no debo ni siquiera pensar en las ni siquiera pensar quién eres NI SIQUIERA PENSAR quién eres pero qué pesado que quién soy nombre apellido edad lugar de nacimiento graduación número de serie quién eres

Poco a poco su cerebro empezó a aclararse.

Estaba en una cámara, iluminada por una luz pálida y difusa, como lunar. No podía apreciar el tamaño ni las distancias, aunque…

La cabeza del robot estaba salpicada de piltrafas y un repugnante líquido lechoso. Consternado, se dio cuenta de que faltaban las patas y el brazo izquierdo. Tampoco tenía las ametralladoras, ni tampoco las NI SIQUIERA PENSAR.

– ¿Quién eres? -dijo alguien, sobresaltándolo.

– Yo… -La voz de Lucas era un graznido bronco.

– Tú. ¿Quién eres?

– ¿Y tú?

– Mentenúcleo. ¿Quién eres?

– ¿Qué has dicho? Mente… ¿qué?

– Mentenúcleo. ¿Quién eres?

La voz le llegaba de su cabeza. No había ninguna criatura viviente, ni ningún otro objeto, en aquella habitación blanca.

– Yo… Lucas. Me llamo Lucas Gimeno.

– ¿Quién eres?

– ¡Ya te lo he dicho!

– Me has dicho cómo te llamas. ¿Quién eres?

– Soy… oh. Pues… un hombre, supongo.

– ¿Supones que eres un hombre?

– No. Yo… soy un hombre. Un ser humano. Un Homo sapiens. Un descendiente de Adán y Eva.

– ¿Es Adanyeva tu mentenúcleo?

– ¿Cómo?

– ¿Es Adanyeva tu mentenúcleo?

– No comprendo. ¿Te importaría formular tu pregunta de otro modo? -Mientras pudiera mantener el interrogatorio en ese nivel…

Hubo una pausa, como si el interrogador estuviera meditando.

– ¿Cuánto tú está aquí y ahora?

– Que cuánto… ¿qué de qué?

– ¿Cuánto tú está aquí y ahora?

– No entiendo ni una palabra.

– ¿Cuánto tú…

– Espera, espera, espera. Empieza diciéndome quién eres tú.

– Mentenúcleo.

– Ya me lo has dicho antes.

– Lo sé. ¿Quién eres?

– Yo… demontre, ya te lo he dicho. Un ser humano.

– ¿Es Adanyeva tu mentenúcleo?

– Que si Adán y Eva… espera un momento.

Empezaba a entender. Aunque no sabía qué.

– Lo de Adán y Eva… bueno, es una leyenda. O una alegoría. Charles Darwin…

– ¿Es Charlesdarwin tu mentenúcleo?

– No. ¿Qué es una mentenúcleo?

Su interrogador pareció impacientarse por primera vez.

– ¿Me tomas por un noconsciente?

– ¡No, no, no! No era mi intención ofenderte. Es sólo que… ¿dónde estás?

– Aquí.

– Con eso no me dices nada.

Silencio. Lucas intentó otra pregunta:

– ¿Puedes venir a mi presencia?

– ¿Porqué?

– Porque… sólo por… no, olvida eso. ¿En qué punto exacto de la torre estás?

– Tu pregunta carece de sentido. No estoy en un lugar dado en un momento dado.

– ¿Eres un fantasma?

– No. Soy mentenúcleo.

Lucas permaneció un momento en silencio, desconcertado. Le parecía estar interpretando una obra de teatro del absurdo, en la que él no se supiera sus líneas de diálogo.

– Has dicho que eres «Mentenúcleo». ¿A qué te refieres, eres una mentenúcleo o la mentenúcleo?

– Tu pregunta carece de sentido. No hay distinción entre la singularidad en la multiplicidad y la pluralidad en la unidad, a excepción de las limitantes causales que implica el espacio-tiempo.

Más y más curioso, se dijo, como Alicia en el País de las Maravillas. Una vaga idea empezó a cosquillearle el fondo del cerebro.

– ¿Tiene un perro la naturaleza de Buda? -preguntó, recordando el viejo koan del Zen.

Ahora era el turno de su interrogador de sentirse desconcertado. Hubo un silencio.

– ¿Qué es «Buda»?

– Un sabio maestro que vivió hace mucho. Verás, era un príncipe que, al ver a…

– ¿Qué es «perro»?

– Un animal. Una forma de vida de la Tierra. Ladra a los gatos, muerde a los carteros, le gustan los huesos…

– ¿Y tiene la naturaleza de Buda?

– Ahí está la gracia de la pregunta. Tanto si dices sí como si dices no, cometes un error, y sigues envuelto en el velo de Maya, la ilusión de los sentidos.

Ahora trágate eso, pensó.

– ¿Es Buda tu mentenúcleo?

– ¿Otra vez? Ya te lo he dicho. Ni sí ni no, y al mismo tiempo sí y no.

Su interrogador permaneció un buen rato callado. -¿Quién eres?

Lucas resopló.

– Así no llegamos a ninguna parte. ¿Cuál es tu intención al hacerme esa pregunta?

– Tú sólo eres un individuoisla. Quiero hablar con tu mentenúcleo.

– Bueno -¿un individuoisla? -, pues no puedes. Yo soy yo, y punto. Silencio.

– Estás mintiendo -dijo la voz-. Tú sólo eres un individuoisla. Quiero hablar con tu mentenúcleo. -No es posible. -¿Porqué? -Porque no tengo. -¿No eres consciente? -Claro que lo soy.

– Entonces estás mintiendo. Basta de diversión. -¿Te parece esto divertido?

Silencio. Esta vez se prolongó largo tiempo. Su interrogador parecía haberse desinteresado de él.

Sandra y Karl llevaban una eternidad descendiendo con movimientos de zombi, casi tan maquinales como conducir o ir en bicicleta. Los robots requerían muy poca atención. Sin embargo, no dejaban de mirar y remirar en todas direcciones.

– Pobre Lucas -se lamentaba Sandra.

Se habían refugiado a dormir, haciendo un difícil equilibrio entre dos vigas en X. Karl, alterado, demasiado inquieto para descansar, estuvo a punto de gritarle.

En lugar de eso, dijo suavemente:

– No te angusties por él, Sandra, no podemos hacer nada…

– … porque La Misión Está Por Encima De Todo -completó ella, masticando la frase-. ¡Pues será todo lo militar que quieras, pero es asqueroso!

– Exacto. Pero no es culpa nuestra que nos veamos así. Lo único que podemos hacer, lo único, es que su muerte no sea del todo inútil.

Karl tampoco podía dejar de pensar en Lucas, a pesar de que era absurdo sentirse culpable por aquello. Pero la razón es así de irracional.

– Karl…

– ¿Hmmm?

– ¿Desde cuándo os conocíais?

– Desde… desde niños. Allí en Marte… bien, no hay espacios abiertos para jugar. Todo está bajo cúpula o es subterráneo. Y hasta los quince años no puedes salir a la superficie. Estábamos juntos a todas horas.

– ¿No hay trajes de vacío infantiles?

– ¿A la velocidad a que crece un niño? Sus padres se arruinarían comprando nuevas tallas cada seis meses.

– Ah.

– Para nosotros, tener edad para llevar el traje es… no sé, como sacar el carnet de conducir en la Tierra. Después de eso ya puedes empezar a…

Su gentileza congénita le sujetó la lengua en el último milisegundo.

– … a ser adulto.

– Hace tiempo que no veo a mis amigos de la infancia -dijo Sandra, nostálgica-. Es bonito criarse juntos.

Karl tuvo que esforzarse en hacer memoria. Aquello parecía tan, tan lejano…

– ¿Seguimos? -dijo, al cabo de un rato, con más aspereza de la necesaria.

Lenov recibió imágenes de la tormenta: aunque no parecía gran cosa desde el espacio, aquel monstruo hubiera barrido media Eurasia, allá en la Tierra. La tempestad crecía, alzándose sobre las nubes amarillentas y tomando un color bermejo; absorbía materia orgánica de las capas inferiores y la desparramaba sobre los cirros de amoníaco. Estaba claro que aquel movimiento era un proceso normal en Júpiter.

¿Sería lo bastante normal, como para que la insignificante navecilla terrestre sobreviviera a una de las peores cosas que Júpiter podía ofrecer? Lenov recordó que la Gran Mancha Roja había existido durante al menos cuatro siglos.

Júpiter les deparó otra sorpresa.

Lenov había aprovechado para dormir las horas que faltaban para el encuentro. Su sueño duró casi un día joviano entero, del que le despertó un extraño golpeteo regular.

Se despejó de repente, alarmado. ¿Qué podía ser?

Las portillas estaban muy oscuras, apenas entraba una luz plomiza. Con mano temblorosa, encendió los focos exteriores.

Al instante se echó a reír.

– Hoshikaze, aquí hay algo para/vosotros -llamó-. Está lloviendo.

Gruesos goterones brillaban fugazmente como plata en el haz del proyector, en medio de una niebla espesa. El enorme globo impedía que se mojase la góndola, pero las tensas celdillas de gas tamborileaban bajo las gotas. El calor del mismo evaporaba la lluvia, formando aquella espesa qeblina. Por precaución, subió la potencia del calentador de aire.

Tomó una muestra del líquido. Era amoníaco con algo de agua disuelta, ácido sulfhídrico y una sopa diluida de moléculas orgánicas.

Esta vez, Sandra y Karl no procedían tan alegremente como al principio. Vigilaban la aproximación de más alienígenas, y se ocultaban cuando veían moverse algo.

Vieron pasar varías agrupaciones de monstruos. No fueron vistos; la inmensidad de la torre proporcionaba cientos de escondrijos.

El camuflaje de los robots de combate funcionaba bien, al parecer.

En un momento dado, se vieron sorprendidos por algo insólito.

– Hay algo que sube -exclamó Sandra.

– ¿Dónde?

– Allí.

La garra señalaba un punto hacia bajo. Karl miró en aquella dirección y enfocó la visión.

Era un objeto enorme, de las dimensiones de un elevador. Pero se movía mucho más despacio.

– ¿Qué puede ser?

– No lo sé.

En torno al cuerpo se movían las pequeñas manchas luminosas de los alienígenas.

– ¿Nos escondemos?

– Tardarán en llegar -dijo Sandra, pensativa-. ¿Cuántas bombas te quedan? -Dos. -A mí tres. Creo que deberíamos colocarlas todas.

– ¿Estamos lo bastante bajo? -No.

– Quizá sea mejor escondernos y esperar.

– ¿Y si nos descubren?

Karl no dijo nada. Pero estaba lo bastante aterrado como para hacer estallar sus bombas manualmente. Sandra debió adivinar su pensamiento.

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