– La señora no permite negros -dijo Martha, a su lado-. Sácalo, Robertito.
– Es el matón de Bermúdez -dijo Robertito-. Voy a ver. La señora dirá.
– Sácalo sea quien sea -dijo Martha-. Esto se va a desprestigiar. Sácalo.
El muchachito con una sombra de bigote y chaleco de fantasía que la había sacado a bailar tres veces seguidas sin dirigirle la palabra, volvió a acercarse a Queta y articuló con angustia ¿subimos? Sí, dame para el cuarto y anda subiendo, era el doce, ella iría a pedir la llave. Se abrió paso entre la gente que bailaba, llegó frente al sambo y vio sus ojos: ígneos, asustados. ¿Qué quería, quién lo había mandado aquí? Apartó la vista, volvió a mirarla y oyó apenas buenas noches.
– La señora Hortensia -susurró él, con voz avergonzada, desviando los ojos-. Que ha estado esperando que la llamara.
– He estado ocupada -no te mandó, no sabía mentir, viniste por mí-. Dile que la llamaré mañana.
Dio media vuelta, subió, y, mientras le pedía la llave del doce a Ivonne, pensaba se irá pero va a volver. La esperaría en la calle, un día la seguiría, por fin se atrevería y se le acercaría temblando. Bajó media hora después y lo vio sentado en el Bar, de espaldas a las parejas del salón. Bebía mirando las siluetas de senos protuberantes que Robertito había dibujado con tizas de colores en las paredes; sus ojos blancos revoloteaban en la penumbra, brillantes e intimidados y las uñas de la mano que aferraba el vaso de cerveza parecían fosforescentes. Se atrevió, pensó Queta. No se sintió sorprendida, no le importó. Pero sí a Martha, que estaba bailando y gruñó ¿viste? al pasar Queta a su lado, ahora se permitían negros aquí. Despidió en la entrada al muchachito del chaleco, volvió al Bar y Robertito le servía al sambo otra cerveza. Quedaban muchos hombres sin pareja, arrinconados y de pie, mirando, y ya no se oía a Malvina. Cruzó la pista, una mano la pellizcó en la cadera y ella sonrió sin detenerse, pero antes de llegar al mostrador se le interpuso una cara hinchada de ojos añejos y cejas hirsutas: ven a bailar.
– La señorita está conmigo, don -musitó la voz ahogada del sambo; estaba junto a la lámpara y la pantalla de luceros verdes le daba en el hombro.
– Me acerqué primero -vaciló el otro, considerando el largo cuerpo inmóvil-. Pero está bien, no peleemos.
– No estoy con éste sino contigo -dijo Queta, tomando de la mano al hombre-. Ven; vamos a bailar.
Lo jaló a la pista, riéndose por adentro, pensando ¿cuántas cervezas para atreverse?, pensando te voy a enseñar, ya vas a ver, ya verás. Bailaba y sentía a su pareja tropezando, incapaz de seguir la música, y veía los ojos añejos espiando descontrolados al sambo que, siempre de pie, miraba ahora parsimoniosamente las figuras de la pared y la gente de los rincones. Terminó la pieza y el hombre quiso retirarse. ¿No le tendría miedo al morenito, no?, podían bailar otra. Suelta, se había hecho tarde, tenía que irse. Queta se rió, lo soltó, fue a sentarse a una de las banquetas del Bar y un instante después el sambo estaba a su lado. Sin mirarlo, adivinó su cara descompuesta por la confusión, sus gruesos labios abriéndose.
– ¿Ya me llegó mi turno? -dijo, espesamente-. ¿Ya se podría bailar?
Lo miró a los ojos, seria, y lo vio bajar la cabeza en el acto.
– ¿Y qué pasa si se lo cuento a Cayo Mierda? -dijo Queta.
– No está -balbuceó él, sin alzar la frente, sin moverse-. Se ha ido de gira al Sur.
– ¿Y qué pasa si cuando vuelva le digo que viniste y quisiste meterte conmigo? -insistió Queta, con paciencia.
– No sé -dijo el sambo, suavemente-. A lo mejor nada. O me botará. O me hará meter preso o peores cosas.
Levantó un segundo la vista, como rogándome si quiere escúpame pero no le cuente pensó Queta, y la desvió. ¿Era mentira entonces que la loca lo hubiera mandado con ese encargo?
– Era verdad -dijo el sambo; dudó un momento y añadió, todavía cabizbajo-. Pero no me mandó que me quedara.
Queta se echó a reír y el sambo alzó la vista: ígneos, blancos, esperanzados, asustados. Robertito se había acercado e interrogó mudamente a Queta frunciendo los labios; ella le indicó con un gesto que estaba bien.
– Si quieres conversar conmigo tienes que pedir algo -dijo, y ordenó-: Para mí vermouth.
– Tráigale un vermouth a la señorita -repitió el sambo-. Para mí, lo mismo de antes.
Queta vio la media sonrisa irónica de Robertito al alejarse, y descubrió a Martha, al fondo de la pista, mirándola indignada por sobre el hombro de su pareja, y vio las pupilas excitadas y censoras de los solitarios de los rincones, clavadas en ella y el sambo. Robertito trajo la cerveza y la copita de té ralo y al irse le guiñó un ojo como diciéndole te compadezco o no es culpa mía.
– Yo me doy cuenta -murmuró el sambo-. Usted no me tiene ninguna simpatía.
– No porque seas negro, a mí me importa un pito -dijo Queta-. Porque eres sirviente del asqueroso de Cayo Mierda.
– No soy sirviente de nadie -dijo el sambo, tranquilo-. Sólo soy su chofer.
– Su matón -dijo Queta-. ¿El otro que anda contigo en el auto es de la policía? ¿Tú también eres de la policía?
– Hinostroza sí es de la policía -dijo el sambo-. Yo sólo soy su chofer.
– Si quieres, puedes ir a decirle a Cayo Mierda que yo digo que es un asqueroso -sonrió Queta.
– No le gustaría -dijo él, lentamente, con respetuoso humor-. Don Cayo es muy orgulloso. No se lo diré, usted tampoco le dice que vine y así quedamos empatados.
Queta lanzó una carcajada: ígneos, blancos, codicioso, alentados pero todavía inseguros y miedosos.
¿Cómo se llamaba? Ambrosio Pardo y sabía que ella se llamaba Queta.
– ¿Cierto que Cayo Mierda y la vieja Ivonne son ahora socios? -dijo Queta-. ¿Que tu patrón es ahora también el dueño de esto?
– Qué voy a saber yo -murmuró él; e insistió, con suave firmeza-. No es mi patrón, es mi jefe.
Queta bebió un trago de té frío, hizo una mueca de disgusto, rápidamente vació la copa al suelo, cogió el vaso de cerveza, y mientras los ojos de Ambrosio giraban hacia ella sorprendidos, bebió un corto trago.
– Te voy a decir una cosa -dijo Queta-. Me cago en tu patrón. No le tengo miedo. Me cago en Cayo Mierda.
– Ni que estuviera con diarrea -se atrevió a susurrar él-. Mejor no hablemos de don Cayo, la conversación se está poniendo peligrosa.
– ¿Te has acostado con la loca de Hortensia? -dijo Queta y vio el terror aflorando violentamente a los ojos del sambo.
– Cómo se le ocurre -balbuceó, estupefacto-. No repita eso ni en broma.
– ¿Y cómo te atreves a querer acostarte conmigo entonces? -dijo Queta, buscándole los ojos.
– Porque usted -balbuceó Ambrosio, y la voz se le cortó; bajó la cabeza, confuso-. ¿Quiere otro vermouth?
– ¿Cuántas cervezas te has tomado para atreverte? -dijo Queta, divertida.
– Muchas, ya perdí la cuenta -Queta lo oyó sonreír, hablar con voz más íntima-. No sólo cervezas, hasta capitanes. Vine anoche también, pero no entré. Hoy sí porque la señora me dio ese encargo.
– Está bien -dijo Queta-. Pídeme otro vermouth y te vas. Mejor no vuelvas.
Ambrosio revolvió los ojos hacia Robertito: otro vermouth, don. Queta vio a Robertito conteniendo la risa, y a lo lejos, las caras de Ivonne y Malvina mirándola intrigadas.
– Los negros son buenos bailarines, espero que tú también -dijo Queta-. Por una vez en tu vida date el gusto de bailar conmigo.
Él la ayudó a bajar de la banqueta. La miraba ahora a los ojos con una gratitud canina y casi llorona. La enlazó apenas y no trató de pegarse. No, no sabía bailar, o no podía, se movía apenas y sin ritmo.
Queta sentía las educadas puntas de sus dedos en la espalda, su brazo que la sujetaba con temeroso cuidado.
– No te me pegues tanto -bromeó, divertida-. Baila como la gente.
Pero él no entendió y en vez de acercársele se separó todavía unos milímetros, murmurando algo. Qué cobarde es, pensó Queta, casi conmovida. – Mientras ella giraba, canturreaba, movía las manos en el aire y cambiaba de paso, él, meciéndose sin gracia en el sitio, tenía una expresión tan chistosa como las de las caretas de Carnaval que Robertito había colgado en el techo. Volvieron al Bar y ella pidió otro vermouth.
– Has hecho una estupidez viniendo -dijo Queta, amablemente-. Ivonne o Robertito o alguien se lo contará a Cayo Mierda y a lo mejor te metes en un lío.
– ¿Cree que? -susurró él, mirando alrededor, con una mueca estúpida. El idiota hizo todo los cálculos menos ése, pensó Queta, le malograste la noche.
– Seguro que sí -dijo-. ¿No ves que todos le tiemblan igual que tú? ¿No ves que parece que ahora es el socio de Ivonne? ¿Eres tan tonto que no se te ocurrió?
– Quisiera subir con usted -tartamudeó él: ígneos, rutilando en la cara plomiza, sobre la ancha nariz de ventanillas muy abiertas, los labios separados, los dientes blanquísimos brillando, la voz traspasada de susto-. ¿Se podría? -Y asustándose aún más-. ¿Cuánto costaría?
– Tendrías que trabajar meses para acostarte conmigo -sonrió Queta y lo miró con compasión.
– Aunque tuviera -insistió él-. Aunque fuera una vez. ¿Se podría?
– Se podría por quinientos soles -dijo Queta, examinándolo, haciéndole bajar los ojos, sonriendo. Más el cuarto que es cincuenta. Ya ves, no está al alcance de tu bolsillo.
Las bolas blancas de los ojos giraron un segundo, los labios se soldaron, abrumados. Pero la manaza se elevó y señaló lastimeramente a Robertito, que estaba al otro extremo del mostrador: ése había dicho que la tarifa era doscientos.
– La de las otras, yo tengo mi propia tarifa -dijo Queta-. Pero si tienes doscientos puedes subir con cualquiera de ésas. Menos Martha, la de amarillo. No le gustan los negros. Bueno, paga la cuenta y anda vete.
Lo vio sacar unos billetes de la cartera, pagarle a Robertito y guardarse el vuelto con una cara compungida y meditabunda.
– Dile a la loca que la voy a llamar -dijo Queta, amistosamente-. Anda, acuéstate con una de ésas, cobran doscientos. No tengas miedo, hablaré con Ivonne y no le dirá nada a Cayo Mierda.
– No quiero acostarme con ninguna de ésas -murmuró él-. Prefiero irme.
Lo acompañó hasta el jardincito de la entrada y allí él se paró de golpe, giró y, a la luz rojiza del farol, Queta lo vio vacilar, alzar y bajar y alzar los ojos, luchar con su lengua hasta que alcanzó a balbucear: le quedaban doscientos soles todavía.