DESDE la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú? Los canillitas merodean entre los vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de la tarde y él echa a andar, despacio, hacia la Colmena. Las manos en los bolsillos, cabizbajo, va escoltado por transeúntes que avanzan, también, hacia la Plaza San Martín. El era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento. Piensa: ¿en cuál? Frente al Hotel Crillón un perro viene a lamerle los pies: no vayas a estar rabioso, fuera de aquí. El Perú jodido, piensa, Carlitos jodido, todos jodidos. Piensa: no hay solución. Ve una larga cola en el paradero de los colectivos a Miraflores, cruza la Plaza y ahí está Norwin, hola hermano, en una mesa del Bar Zela, siéntate Zavalita, manoseando un chilcano y haciéndose lustrar los zapatos, le invitaba un trago. No parece borracho todavía y Santiago se sienta, indica al lustrabotas que también le lustre los zapatos a él. Listo jefe, ahoritita jefe, se los dejaría como espejos, jefe.
– Siglos que no se te ve, señor editorialista -dice Norwin-. ¿Estás más contento en la página editorial que en locales?
– Se trabaja menos -alza los hombros, a lo mejor había sido ese día que el Director lo llamó, pide una Cristal helada, fría reemplazar a Orgambide, Zavalita?, él había estado en la Universidad y podría escribir editoriales ¿no, Zavalita? Piensa: ahí me jodí-. Vengo temprano, me da mi tema, me tapo la nariz y en dos o tres horas, listo, jalo la cadena y ya está.
– Yo no haría editoriales ni por todo el oro del mundo -dice Norwin-. Estás lejos de la noticia y el periodismo es noticia, Zavalita, Convéncete. Me moriré en policiales, nomás. A propósito ¿se murió Carlitos?
– Sigue en la clínica, pero le darán de alta pronto -dice Santiago-. Jura que va a dejar el trago esta vez.
– ¿Cierto que una noche al acostarse vio cucarachas y arañas? -dice Norwin.
– Levantó la sábana y se le vinieron encima miles de tarántulas, de ratones -dijo Santiago-. Salió calato a la calle dando gritos.
Norwin se ríe y Santiago cierra los ojos: las casas de Chorrillos son cubos con rejas, cuevas agrietadas por temblores, en el interior hormiguean cachivaches y polvorientas viejecillas pútridas, en zapatillas, con varices. Una figurilla corre entre los cubos, sus alaridos estremecen la aceitosa madrugada y enfurecen a las hormigas, alacranes y escorpiones que la persiguen. La consolación por el alcohol; piensa, contra la muerte lenta los diablos azules. Estaba bien, Carlitos, uno se defendía del Perú como podía.
– El día menos pensado yo también me voy a encontrar a los bichitos -Norwin contempla su chilcano con curiosidad, sonríe a medias-. Pero no hay periodista abstemio, Zavalita. El trago inspira, convéncete.
El lustrabotas ha terminado con Norwin y ahora embetuna los zapatos de Santiago, silbando. ¿Cómo iban las cosas por última Hora?, ¿qué se contaban esos bandoleros? Se quejaban de la ingratitud, Zavalita, que viniera alguna vez a visitarlos, como antes. O sea que ahora tenías un montón de tiempo libre, Zavalita, ¿trabajabas en otro sitio?
– Leo, duermo siestas -dice Santiago-. Quizá me matricule otra vez en Derecho.
– Te alejas de la noticia y ya quieres un título -Norwin lo mira apenado-. La página editorial es el fin, Zavalita. Te recibirás de abogado, dejarás el periodismo. Ya te estoy viendo hecho un burgués.
– Acabo de cumplir treinta años -dice Santiago-. Tarde para volverme un burgués.
– ¿Treinta, nada más? -Norwin queda pensativo-. Yo treintaiséis y parezco tu padre. La página policial lo muele a uno, convéncete.
Caras masculinas, ojos opacos y derrotados sobre las mesas del Bar Zela, manos que se alargan hacia ceniceros y vasos de cerveza. Qué fea era la gente aquí, Carlitos tenía razón. Piensa: ¿qué me pasa hoy?
El lustrabotas espanta a manazos a dos perros que jadean entre las mesas.
– ¿Hasta cuándo va a seguir la campaña de "La Crónica" contra la rabia? -dice Norwin-. Ya se ponen pesados, esta mañana le dedicaron otra página.
– Yo he hecho todos los editoriales contra la rabia -dice Santiago-. Bah, eso me fastidia menos que escribir sobre Cuba o Vietnam. Bueno, ya no hay cola, voy a tomar el colectivo.
– Vente a almorzar conmigo, te invito -dice Norwin-. Olvídate de tu mujer, Zavalita. Vamos a resucitar los buenos tiempos.
Cuyes ardientes y cerveza helada, el "Rinconcito Cajamarquino" de Bajo el Puente y el espectáculo de las vagas aguas del Rimac escurriéndose entre rocas color moco, el café terroso del Haití, la timba en casa de Milton, los chilcanos y la ducha en casa de Norwin la apoteosis de medianoche en el bulín con Becerrita que conseguía rebajas, el sueño ácido y los mareos y las deudas del amanecer. Los buenos tiempos, puede que ahí.
– Ana ha hecho chupe de camarones y eso no me lo pierdo -dice Santiago-. Otro día, hermano.
– Le tienes miedo a tu mujer -dice Norwin-. Uy; qué jodido estás, Zavalita.
No por lo que tú creías, hermano. Norwin se empeña en pagar la cerveza, la lustrada, y se dan la mano. Santiago regresa al paradero, el colectivo que toma es un Chevrolet y tiene la radio encendida, Inca Cola refrescaba mejor, después un vals, ríos, quebradas, la veterana voz de Jesús Vásquez, era mi Perú.
Todavía hay embotellamientos en el centro, pero República y Arequipa están despejadas y el auto puede ir de prisa, un nuevo vals, las limeñas tenían alma de tradición. ¿Porqué cada vals criollo sería tan, tan huevón? Piensa: ¿qué me pasa hoy? Tiene el mentón en el pecho y los ojos entrecerrados, va como espiándose el vientre: caramba, Zavalita, te sientas y esa hinchazón en el saco. ¿Sería la primera vez que tomó cerveza? ¿Quince, veinte años atrás? Cuatro semanas sin ver a la mamá, a la Teté. Quién iba a decir que Popeye se recibiría de arquitecto, Zavalita, quién que acabarías escribiendo editoriales contra los perros de Lima. Piensa: dentro de poco seré barrigón. Iría al baño turco, jugaría tenis en el Terrazas, en seis meses quemaría la grasa y otra vez un vientre liso como a los quince. Apurarse, romper la inercia, sacudirse. Piensa: deporte, ésa es la solución. El parque de Miraflores ya, la Quebrada, el Malecón, en la esquina de Benavides maestro. Baja, camina hacia Porta, las manos en los bolsillos, cabizbajo, ¿qué me pasa hoy? El cielo sigue nublado, la atmósfera es aún más gris y ha comenzado la garúa: patitas de zancudos en la piel, caricias de telarañas. Ni siquiera eso, una sensación más furtiva y desganada todavía. Hasta la lluvia andaba jodida en este país. Piensa: si por lo menos lloviera a cántaros. ¿Qué darían en el Colina, en el Montecarlo, en el Marsano? Almorzaría, un capítulo de "Contrapunto”, que iría languideciendo y lo llevaría en brazos hasta el sueño viscoso de la siesta, si dieran una policial como "Rififí", una cowboy como "Río Grande".
Pero Ana tendría su dramón marcado en el periódico, qué me pasa hoy día. Piensa: si la censura prohibiera las mexicanadas pelearía menos con Ana. ¿Y después de la vermouth? Darían una vuelta por el Malecón, fumarían bajo las sombrillas de cemento del Parque Necochea sintiendo rugir el mar en la oscuridad, volverían a la Quinta de los duendes de la mano, peleamos mucho amor, discutimos mucho amor, y entre bostezos Huxley. Los dos cuartos se llenarían de humo y olor a aceite, ¿estaba con mucha hambre, amor? El despertador de la madrugada, el agua fría de la ducha, el colectivo, la caminata entre oficinistas por la Colmena, la voz del Director, ¿preferías la huelga bancaria, Zavalita, la crisis pesquera o Israel? Tal vez valdría la pena esforzarse un poco y sacar el título.
Piensa: dar marcha atrás. Ve los muros ásperos color naranja, las tejas rojas, las ventanitas con rejas negras de las casas de duende de la Quinta. La puerta del departamento está abierta, pero no aparece el Batuque, chusco, brincando, ruidoso y efusivo. ¿Por qué dejas abierta la casa cuando vas al chino, amor? Pero no, ahí está Ana, qué te pasa, viene con los ojos hinchados y llorosos, despeinada: se lo habían llevado al Batuque, amor.
– Me lo arrancharon de las manos -solloza Ana-. Unos negros asquerosos, amor. Lo metieron al camión. Se lo robaron, se lo robaron.
La besa en la sien, cálmate amor, le acaricia el rostro, cómo había sido, la lleva del hombro hacia la casa, no llores sonsita.
– Te llamé a La Crónica" y no estabas -Ana hace pucheros-. Unos bandidos, unos negros con caras de forajidos. Yo lo llevaba con su cadena y todo. Me lo arrancharon, lo metieron al camión, se lo robaron.
– Almuerzo y voy a la perrera a sacarlo -la besa de nuevo Santiago-. No le va a pasar nada, no seas sonsa.
– Se puso a patear, a mover su colita -se limpia los ojos con el mandil, suspira-. Parecía que entendía, amor. Pobrecito, pobrecito.
– ¿Te lo arrancharon de las manos? -dice Santiago-. Qué tal raza; voy a armar un lío.
Coje el saco que ha arrojado sobre una silla y da un paso hacia la puerta, pero Ana lo ataja: que almorzará primero rapidito, amor. Tiene la voz dulce, hoyuelos en las mejillas, los ojos tristes, está pálida.
– Ya se enfriaría el chupe -sonríe, le tiemblan los labios-. Me olvidé de todo con lo que pasó, corazón. Pobrecito el Batuquito.
Almuerzan sin hablar, en la mesita pegada a la ventana que da al patio de la Quinta: tierra color ladrillo, como las canchas de tenis del Terrazas, un caminito sinuoso de grava y, a la orilla, matas de geranios. El chupe se ha enfriado, una película de grasa tiñe los bordes del plato, los camarones parecen de lata. Estaba yendo al chino de San Martín a comprar una botella de vinagre, corazón, y de repente frenó a su lado un camión y se bajaron dos negros con caras de bandidos, de forajidos de lo peor, uno le dio un empujón y el otro le arranchó la cadena y antes de que ella se diera cuenta ya lo habían metido a la perrera, ya se habían ido. Pobrecito, pobre animalito. Santiago se pone de pie: esos abusivos lo iban a oír. ¿Veía, veía? Ana solloza de nuevo también él tenía miedo de que lo mataran, amor.
– No le harán nada corazón -besa a Ana en la mejilla, un sabor instantáneo a carne viva y a sal-.
Lo traigo ahorita, vas a ver.
Trota hasta la farmacia de Porta y San Martín, pide prestado el teléfono y llama a "La Crónica". Contesta Solórzano, el de judiciales: qué carajo iba a saber dónde quedaba la perrera, Zavalita.