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CUATRO

I

– ¿LAS Binbambún? -dice Ambrosio-. Nunca las vi. ¿Por qué me lo pregunta, niño?

Piensa: Ana, la Polla, las Binbambún, los amores de tigre de Carlitos y la China, la muerte del viejo, la primera cana: dos, tres, diez años, Zavalita. ¿Habían sido los cabrones de Última Hora los primeros en explotar la Polla como noticia? No, habían sido los de La Prensa. Era una apuesta nueva y al principio los aficionados a las carreras seguían fieles a las dupletas. Pero un tipógrafo acertó un domingo nueve de los diez caballos ganadores y obtuvo los cien mil soles de la Polla. “La Prensa” lo entrevistó: sonreía entre sus familiares, brindaba en torno a una mesa crispada de botellas, se arrodillaba ante la imagen del Señor de los Milagros. A la semana siguiente el juego de la Polla duplicó y la Última Hora, fotografió en primera plana a dos comerciantes iqueños enarbolando eufóricos la cartilla premiada, y a la siguiente, los cuatrocientos mil soles del premio los ganó, solo, un pescador del Callao que había perdido un ojo de joven en una riña de bar. La apuesta siguió creciendo y en los periódicos comenzó la cacería de los triunfadores.

Arispe destacó a Carlitos para cubrir la información de la Polla y al cabo de tres semanas "La Crónica" había perdido todas las primicias: Zavalita, tendrá que encargarse usted, Carlitos no da pie con bola. Piensa: si no hubiera sido por la Polla no habría habido ningún accidente y a lo mejor seguirías soltero, Zavalita.

Pero estaba contento con esa comisión; no había mucho que hacer, y, gracias a lo invertebrado del trabajo, podía robarle muchas horas al diario. Los sábados en la noche debía montar guardia en la oficina central del Jockey Club para averiguar a cuánto ascendían las apuestas, y en la madrugada del lunes ya se sabía si el ganador de la Polla era uno o varios y en qué oficina se había vendido la cartilla premiada. Se iniciaba entonces la búsqueda del afortunado. Los lunes y los martes llovían las llamadas a la redacción de dateros oficiosos y había que estar yendo de un lado a otro en la camioneta, con Periquito, verificando los rumores.

– Por la pintarrajeada ésa que está ahí -dice Santiago-. Se parece a una de las Binbambún que se llamaba Ada Rosa.

Con el pretexto de rastrear la pista a presuntos ganadores de la Polla, podías ausentarte del periódico, Zavalita, meterse a algún cine, ir al Patio y al Bransa a tomar un café con gente de otros diarios, o acompañar a Carlitos a los ensayos de la compañía de mamberas que estaba formando el empresario Pedrito Aguirre y en la que bailaba la China. Piensa: las Binbambún.

Hasta entonces sólo había estado enamorado, piensa, pero desde entonces infectado, intoxicado de la China.

Por ella hacía publicidad a las Binbambún escribiendo espontáneas crónicas artístico-patrióticas que deslizaba en la página de espectáculos: ¿por qué teníamos que contentarnos con esas mamberas cubanas y chilenas que eran artistas de segunda, habiendo en el Perú muchachas tan capaces de convertirse en estrellas? Por ella se: zambullía resueltamente en el ridículo: sólo les faltaba la oportunidad y el apoyo del público, era una cuestión de prestigio nacional, todos al estreno de las Binbambún. Con Norwin, con Solórzano, con Periquito iban al Teatro Monumental a ver los ensayos y ahí estaba la China, Zavalita, su cuerpo cimarrón de fieras nalgas, su llamativa cara pícara, sus ojos malvados, su voz ronca. Desde la desierta platea polvorienta y con pulgas, la veían discutir con Tabarín, el coreógrafo marica, y la perseguían en el remolino de siluetas del escenario, aturdidos de mambo, de rumba, de huaracha y de subi: es la mejor de todas Carlitos, bravo Carlitos. Cuando las Binbambún comenzaron a presentarse en teatros y cabarets, la foto de la China aparecía cuando menos una vez por semana en la columna de espectáculos, con leyendas que la ponían por las nubes. A veces, después de las funciones, Santiago acompañaba a Carlitos y a la China a comer al Parral, a tomar una copa en algún bar de aire luctuoso. Durante esa época, la pareja se había llevado muy bien, y una noche en el Negro-Negro Carlitos puso la mano en el brazo de Santiago: ya pasamos la prueba difícil, Zavalita, tres meses sin tormentas, cualquier día me caso con ella. Y otra noche, borracho: estos meses he sido feliz, Zavalita. Pero los líos recomenzaron cuando la Compañía de las Binbambún se disolvió y la China empezó a bailar en "El Pingüino", una boite que abrió Pedrito Aguirre en el centro. En las noches, al salir de “La Crónica”, Carlitos arrastraba a Santiago por los portales de la Plaza San Martín, por Ocoña, hasta el viscoso recinto tétricamente decorado de "El Pingüino". Pedrito Aguirre no les cobraba consumo mínimo, les rebajaba las cervezas y les aceptaba vales. Desde el Bar, observaban a los experimentados piratas de la noche limeña tomar al abordaje a las mamberas.

Les mandaban papelitos con los mozos, las sentaban en sus mesas. Algunas veces, cuando llegaban, la China ya había partido y Pedrito Aguirre daba una palmada fraternal a Carlitos: se había sentido mal, se fue acompañando a Ada Rosa, le avisaron que su madre está en el hospital. Otras, la encontraban en una velada mesa del fondo, escuchando las risotadas de algún príncipe de la bohemia, ovillada en las sombras junto a algún elegante maduro de patillas canosas, bailando apretada en los brazos de un joven apolíneo. Y ahí estaba la cara demudada de Carlitos: su contrato la obliga a atender a los clientes Zavalita, o en vista de las circunstancias vámonos al bulín Zavalita, o sólo sigo con ella por masoquismo Zavalita. Desde entonces, los amores de Carlitos y la China habían vuelto al carnicero ritmo anterior de reconciliaciones y rupturas, de escándalos y pugilatos públicos. En los entreactos de su romance con Carlitos, la China se exhibía con abogados millonarios, adolescentes de buen apellido y semblante rufianesco y comerciantes cirrosos. Acepta lo que venga con tal que sean padres de familia, decía venenosamente Becerrita, no tiene vocación de puta sino de adúltera. Pero esas aventuras sólo duraban pocos días, la China acababa siempre por llamar a “La Crónica”. Ahí las sonrisas irónicas de la redacción, los guiños pérfidos sobre las máquinas de escribir, mientras Carlitos, la cara ojerosa besando el teléfono, movía los labios con humildad y esperanza. La China lo tenía en la bancarrota total, se andaba prestando dinero de medio mundo y hasta la redacción llegaban cobradores con vales suyos. En el Negro-Negro le cancelaron el crédito, piensa, a ti te estaría debiendo lo menos mil soles, Zavalita.

Piensa: veintitrés, veinticuatro, veinticinco años. Recuerdos que reventaban como esos globos de chicle que hacía la Teté, efímeros como los reportajes de la Polla cuya tinta habría borrado el tiempo, Zavalita, inútiles como las carillas aventadas cada noche a los basureros de mimbre.

– Qué va a ser una artista ésa -dice Ambrosio-. Se llama Margot y es una polilla más conocida que la ruda. Todos los días cae por “La Catedral”.

QUETA estaba haciendo tomar al gringo de lo lindo: whisky tras whisky para él y para ella copitas de vermouth (que eran té aguado). Te conseguiste una mina de oro, le había dicho Robertito, ya llevas doce fichas. Queta sólo entendía pedazos confusos de la historia que el gringo le venía contando con risotadas y mímica. Un asalto a un banco o a una tienda o a un tren que él había visto en la vida real o en el cine o leído en una revista y que, ella no comprendía por qué, le provocaba una sedienta hilaridad. La sonrisa en la cara, una de sus manos rodeando el cuello pecoso, Queta pensaba mientras bailaban ¿doce fichas, nada más? Y en eso asomó Ivonne tras la cortina del Bar, hirviendo de rimmel y de colorete. Le guiñó un ojo y su mano de garras plateadas la llamó. Queta acercó la boca al oído de vellos rubios: ya vuelvo, amor, espérame, no te vayas con nadie. ¿What, qué, did you say?, dijo él risueño, y Queta apretó su brazo con afecto: ahorita, volvía ahorita. Ivonne la esperaba en el pasadizo, con la cara de las grandes ocasiones: uno importantísimo, Quetita.

– Está ahí en el saloncito; con Malvina -le examinaba el peinado, el maquillaje, el vestido, los zapatos-. Quiere que vayas tú también.

– Pero yo estoy ocupada -dijo Queta, señalando hacia el Bar-. Ese…

– Te vio desde el saloncito, le gustaste -reverberaron los ojos de Ivonne-. No sabes la suerte que tienes.

– ¿Y ése, señora? -insistió Queta-. Está consumiendo mucho y…

– Con guante de oro, como a un rey -susurró ávidamente Ivonne-. Que se vaya contento de aquí, contento de ti. Espera, déjame arreglarte, te has despeinado.

Lástima, pensó Queta, mientras los dedos de Ivonne revoloteaban en su cabeza. Y después, mientras avanzaba por el pasillo ¿un político, un militar, un diplomático? La puerta del saloncito estaba abierta y al entrar vio a Malvina arrojando su fustán sobre la alfombra. Cerró la puerta pero al instante ésta volvió a abrirse y entró Robertito con una bandeja; se deslizó por la alfombra doblado en dos, el rostro lampiño desplegado en una mueca servil, buenas noches. Colocó la bandeja en la mesita, salió sin enderezarse, y entonces Queta lo oyó:

– Tú también, buena moza, tú también. ¿No tienes calor?

Una voz sin emoción, reseca, ligeramente déspota y borracha.

– Qué apuro, amorcito -dijo, buscándole los ojos, pero no se los vio. Estaba sentado en el sillón sin brazos, bajo los tres cuadritos, parcialmente oculto por la sombra de esa esquina de la habitación donde no llegaba la luz de la lámpara en forma de colmillo de elefante.

– No le basta una, le gustan de a dos -se rió Malvina-. Eres un hambriento ¿no, amorcito? Un caprichosito.

– De una vez -ordenó él, vehemente y sin embargo siempre glacial-. Tú también, de una vez. ¿No te mueres de calor?

No, pensó Queta, y recordó con nostalgia al gringo del Bar. Mientras se desabotonaba la falda, veía a Malvina, desnuda ya: un rombo tostado y carnoso desperezándose en una pose que quería ser provocativa bajo el cono de luz de la lámpara y hablando sola. Parecía tomadita y Queta pensó: ha engordado. No le sentaba, se le caían los senos, ahorita la vieja la mandaría a tomar baños turcos al Virrey.

– Apúrate, Quetita -palmoteaba Malvina, riéndose-. El caprichosito no aguanta más.

– El malcriadito, dirás -murmuró Queta, enrollando despacio sus medias-. Ni siquiera sabe dar las buenas noches tu amigo.

Pero él no quería bromear ni hablar. Permaneció callado, balanceándose en el sillón con un mismo movimiento obsesivo e idéntico, hasta que Queta terminó de desnudarse. Como Malvina, se había quitado la falda, la blusa y el sostén, pero no el calzón. Dobló su ropa sin prisa y la acomodó sobre una silla.

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