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– Con la mayor discreción, como ordenó don Cayo -dijo Molina-. Otros dos se regresaron a Ica. Sólo queda uno en el hospital. Un tal Téllez.

– Sáquelo cuanto antes de Arequipa -dijo Lozano-. Y lo mismo al par que yo le mandé. Esa gente no debe continuar ahí.

– Hipólito ya se fue, a pesar de mis órdenes -dijo Molina-. Pero Pantoja está en la clínica, grave. No podrá moverse durante algún tiempo, señor.

– Ah, ya entiendo -dijo Cayo Bermúdez-. Bueno, en las circunstancias actuales lo comprendo muy bien. Es una solución, sí, de acuerdo. ¿Dónde firmo?

– No pareces muy triste, Cayo -dijo el comandante Paredes-. Lo siento mucho pero no te pude apoyar. En cuestiones políticas, la amistad a veces hay que ponerla de lado.

– No me des explicaciones, yo entiendo de sobra -dijo Cayo Bermúdez-. Además, hace tiempo que quería largarme, tú lo sabes. Sí, salgo mañana temprano, en avión.

– No sé cómo voy a sentirme de Ministro de Gobierno -dijo el comandante Paredes-. Lástima que no te quedes aquí para darme consejos, con la experiencia que tienes.

– Te voy a dar un buen consejo -sonrió Cayo Bermúdez-. No te fíes ni de tu madre.

– Los errores se pagan muy caros en política -dijo el comandante Paredes-. Es como en la guerra, Cayo.

– Es verdad -dijo Cayo Bermúdez-. No quiero que se sepa que viajo mañana. Guárdame el secreto, por favor.

– Te tenemos un taxi que te llevará hasta Camaná, allá puedes descansar un par de días antes de continuar a Ica, si quieres -dijo Molina-. Y mejor ni abras la boca sobre lo que te pasó en Arequipa.

– Está bien -dijo Téllez-. Yo Feliz de salir de acá cuanto antes.

– ¿Y qué pasa conmigo? -dijo Ludovico-. ¿Cuándo me despachan a mí?

– Apenas puedas pararte -dijo Molina-. No te asustes, ya no hay de qué. Don Cayo ya salió del gobierno, y la huelga va a terminar.

– No me guarde usted rencor, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Las presiones eran muy fuertes. No me dieron chance para actuar de otro modo.

– Claro que sí, doctorcito -dijo Cayo Bermúdez-. No le guardo rencor. Al contrario, estoy admirado de lo hábil que ha sido. Llévese bien con mi sucesor, el comandante Paredes. Lo va a nombrar a usted Director de Gobierno. Me preguntó mi opinión y le dije tiene pasta para el cargo.

– Aquí estaré siempre para servirlo, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Aquí tiene sus pasajes, su pasaporte. Todo en orden. Y por si no lo veo, que tenga buen viaje, don Cayo.

– Entra hermano, te tengo grandes noticias -dijo Ludovico-. Adivina, Ambrosio.

– No fue para robarle, Ludovico -dijo Ambrosio-. No, tampoco por eso. No me preguntes por qué lo hice, hermano, no te lo voy a decir. ¿Me vas a ayudar?

– ¡Me metieron al escalafón! -dijo Ludovico-. Anda volando a comprar una botella de algo y tráetela a escondidas, Ambrosio.

– No, él no me mandó, él ni sabía -dijo Ambrosio-. Conténtate con eso, yo la maté. Se me ocurrió a mí solito, sí. Él le iba a dar la plata para que se largara a México, él se iba a dejar sangrar toda la vida por esa mujer. ¿Me vas a ayudar?

– Oficial de Tercera, Ambrosio, División de Homicidios -dijo Ludovico-. ¿Y sabes quién vino a darme el notición, hermano?

– Sí, por hacerle un bien a él, para salvarlo a él -dijo Ambrosio-. Para demostrarle mi agradecimiento, sí. Ahora quiere que me vaya. No, no es ingratitud, no es maldad. Es por su familia, no quiere que esto lo manche. Él es buena gente. Que tu amigo Ludovico te aconseje y yo le doy una gratificación, dice, ¿ves? ¿Me vas a ayudar?

– El señor Lozano en persona, imagínate -dijo Ludovico-. De repente se me apareció en el cuarto y yo pasmado, Ambrosio, ya te figuras.

– Él te regala diez mil, y yo diez mil, de mis ahorros -dijo Ambrosio-. Sí, está bien, me iré de Lima y nunca más te daré cara, Ludovico. Está bien, me llevo a Amalia también. No volveremos a pisar esta ciudad, hermano, de acuerdo.

– El sueldo es dos mil ochocientos, pero el señor Lozano va a hacer que reconozcan mi antigüedad en el cuerpo -dijo Ludovico-. Hasta tendré mis bonificaciones, Ambrosio.

– ¿A Pucallpa? -dijo Ambrosio-. ¿Pero qué voy a hacer allá, Ludovico?

– Ya sé que Hipólito se portó muy mal -dijo el señor Lozano-. Vamos a darle un puestecito para que se pudra en vida.

– ¿Y sabes dónde lo van a mandar? -se rió Ludovico-. ¡A Celendín!

– Pero quiere decir que también a Hipólito lo van a meter al escalafón -dijo Ambrosio.

– Y qué importa, si tiene que vivir en Celendín -dijo Ludovico-. Ah, hermano, estoy tan contento. Y te lo debo a ti también, Ambrosio. Si no hubiera pasado a trabajar con don Cayo, seguiría de cachuelero. Es algo que te estoy debiendo, hermano.

– Con la alegría te has curado, hasta te mueves -dijo Ambrosio-. ¿Cuándo te dan de alta?

– No hay apuro, Ludovico -dijo el señor Lozano-. Cúrate con calma, tómate esta temporadita en el hospital como unas vacaciones. No puedes quejarte. Duermes todo el día, te traen la comida a la cama.

– La cosa no es tan color de rosa, señor -dijo Ludovico-. ¿No ve que mientras estoy aquí no gano nada?

– Vas a recibir tu sueldo íntegro todo el tiempo que estés aquí -dijo el señor Lozano-. Te lo has ganado, Ludovico.

– Los asimilados sólo cobramos por trabajito, señor Lozano -dijo Ludovico-. Yo no estoy en el escalafón, no se olvide.

– Ya estás -dijo el señor Lozano-. Ludovico Pantoja, Oficial de Tercera, División de Homicidios. ¿Cómo te suena eso?

– Casi salto a besarle las manos, Ambrosio -dijo Ludovico-. ¿De veras, de veras me metieron al escalafón, señor Lozano?

– Hablé de ti con el nuevo Ministro, y el Comandante sabe reconocer los servicios -dijo el señor Lozano-. Sacamos tu nombramiento en veinticuatro horas. Vine a felicitarte.

– Perdóneme, señor -dijo Ludovico-. Qué vergüenza, señor Lozano. Pero es que la noticia me ha emocionado tanto, señor.

– Llora nomás, no te avergüences -dijo el señor Lozano-. Ya veo que le tienes cariño al cuerpo y eso está muy bien, Ludovico.

– Tienes razón, hay que celebrarlo, hermano -dijo Ambrosio-. Voy a traer una botella. Ojalá no me chapen las enfermeras.

– Qué caliente debe estar el senador Arévalo ¿no, señor? -dijo Ludovico-. Su gente es la que sufrió más. Le mataron a dos y a otro lo golpearon duro.

– Tú mejor olvídate de todo eso, Ludovico -dijo el señor Lozano.

– Qué me voy a olvidar, señor -dijo Ludovico-. ¿No ve cómo me dejaron? Una paliza así se recuerda toda la vida.

– Pues si no te olvidas, no sé para qué me he dado tanto trabajo por ti -dijo el señor Lozano-. No has comprendido nada, Ludovico.

– Me está usted asustando, señor -dijo Ludovico- ¿Qué es lo que tengo que comprender?

– Que eres todo un Oficial de Investigaciones, uno igual a los que salen de la Escuela -dijo el señor Lozano-. Y un Oficial no puede haber hecho trabajos de matón contratado, Ludovico.

– ¿Volver al trabajo? -dijo don Emilio Arévalo-. Tú lo que vas a hacer ahora es recuperarte, Téllez. Unas semanitas con tu familia, ganando jornal completo. Sólo cuando estés enterito volverás a trabajar.

– Esos trabajos los hacen los asimilados, los pobres diablos sin preparación -dijo el señor Lozano-. Tú nunca has sido matón, tú has hecho siempre operaciones de categoría. Eso es lo que dice tu hoja de servicios. ¿O quieres que borre todo eso y ponga fue cachuelero?

– No tienes nada que agradecerme, hijo -dijo don Emilio Arévalo-. Se portan bien conmigo y yo me porto bien, Téllez.

– Ahora sí comprendo, señor Lozano -dijo Ludovico-. Perdóneme, no me daba cuenta. Nunca fui asimilado, nunca fui a Arequipa.

– Porque alguien podría protestar, decir no tiene derecho a estar en el escalafón -dijo el señor Lozano-. O sea que olvídate de eso, Ludovico.

– Ya me olvidé, don Emilio -dijo Téllez-. Nunca salí de Ica, me rompí la pierna montando una mula. No sabe qué bien me cae esa gratificación, don Emilio.

– Pucallpa por dos razones, Ambrosio -dijo Ludovico-. Ahí está el peor puesto de policía del Perú. Y, segundo, porque ahí tengo un pariente que puede darte trabajo. Tiene una compañía de ómnibus. Ya ves que te la pongo en bandeja, hermano.

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