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– ¿Se llevaron a su perro? -el boticario adelanta una cabeza solícita-. La perrera queda en el Puente del Ejército. Vaya rápido, a mi cuñado le mataron su chihuahua, un animalito carísimo.

Trota hasta Larco, toma un colectivo, ¿cuánto costaría la carrera desde el Paseo Colón hasta el Puente del Ejército?, cuenta en su cartera ciento ochenta soles. El domingo estarían ya sin un centavo, una lástima que Ana dejara la Clínica, mejor no iban al cine a la noche, pobre Batuque, nunca más un editorial sobre la rabia. Baja en el Paseo Colón, en la Plaza Bolognesi encuentra un taxi, el chofer no conocía la perrera señor. Un heladero de la Plaza Dos de Mayo los orienta: más adelante, un letrerito cerca del río, Depósito Municipal de Perros, era allí. Un gran canchón rodeado de un muro ruin de adobes color caca -el color de Lima, piensa, el color del Perú-, flanqueado por chozas que, a lo lejos, se van mezclando y espesando hasta convertirse en un laberinto de esteras, cañas, tejas, calaminas. Apagados, remotos gruñidos. Hay una escuálida construcción junto a la entrada, una plaquita dice Administración. En mangas de camisa, con anteojos, calvo, un hombre dormita en un escritorio lleno de papeles y Santiago golpea la mesa: se habían robado a su perro, se lo habían arranchado a su señora de las manos, el hombre respinga asustado, carajo esto no se iba a quedar así.

– Qué es eso de entrar a la oficina echando carajos -el calvo se frota los ojos estupefactos y hace muecas-. Más respeto.

– Si le ha pasado algo a mi perro la cosa no se va a quedar así -saca su carnet de periodista, golpea la mesa otra vez-. Y los tipos que agredieron a mi señora lo van a lamentar, le aseguro.

– Cálmese un poco -revisa el carnet, bosteza, el disgusto de su cara se disuelve en aburrimiento beatífico-. ¿Recogieron a su perrito hace un par de horas? Entonces estará entre los que trajo ahorita el camión.

Que no se pusiera así, amigo periodista, no era culpa de nadie. Su voz es desganada, soñolienta como sus ojos, amarga como los pliegues de su boca: jodido, también. A los recogedores se les pagaba por animal, a veces abusaban, qué se le iba a hacer, era la lucha por los frejoles. Unos golpes sordos en el canchón, aullidos como filtrados por muros de corcho.

El calvo sonríe a medias y sin gracia, abúlicamente se pone de pie, sale de la oficina murmurando. Cruzan un descampado, entran a un galpón que huele a orines. Jaulas paralelas, atestadas de animales que se frotan unos contra otros y saltan en el sitio, olfatean los alambres gruñen. Santiago se inclina ante cada jaula, no era ése, explora la promiscua superficie de hocicos, lomos, rabos tiesos y oscilantes; aquí tampoco. El calvo va a su lado, la mirada perdida, arrastrando los pies.

– Compruebe, ya no hay donde meterlos -protesta, de repente-. Después nos ataca su periódico, qué injusticia. La Municipalidad afloja miserias, tenemos que hacer milagros.

– Carajo -dice Santiago-. Tampoco aquí.

– Paciencia -suspira el calvo-. Quedan cuatro galpones más.

Salen de nuevo al descampado. Tierra removida, hierbajos, excrementos, charcas pestilentes. En el segundo galpón una jaula se agita más que las otras, los alambres vibran y algo blanco y lanudo rebota, sobresale, se hunde en el oleaje: menos mal, menos mal.

Medio hocico, un pedacito de rabo, dos ojos encarnados y llorosos: Batuquito. Todavía estaba con su cadena, no tenían derecho, qué tal concha, pero el calvo calma, calma, iba a hacer que se lo saquen. Se aleja a pasos morosos y, un momento después, vuelve seguido de un sambo bajito de overol azul: a ver, que se sacara al blanquiñoso ése, Pancras. El sambo abre la jaula, aparta a los animales, atrapa al Batuque del pescuezo, se lo alcanza a Santiago. Pobre, estaba temblando, pero lo suelta y da un paso atrás, sacudiéndose.

– Siempre se cagan -ríe el sambo-. Su manera de decir estamos contentos de salir de la prisión.

Santiago se arrodilla junto al Batuque, le rasca la cabeza, le da a lamer sus manos. Tiembla, gotea pis, se tambalea borracho y sólo en el descampado. Comienza a brincar y a hurgar la tierra, a correr.

– Acompáñeme, vea en qué condiciones se trabaja -toma a Santiago del brazo, ácidamente le sonríe-. Escríbase algo en su periódico, pida que la Municipalidad nos aumente la partida.

Galpones malolientes y en escombros, un cielo gris acero, bocanadas de aire mojado. A cinco metros de ellos una oscura silueta, de pie junto a un costal, forcejea con un salchicha que protesta con voz demasiado fiera para su mínimo cuerpo y se retuerce histérico: ayúdalo, Pancras. El sambo bajito corre, abre el costal, el otro zambulle adentro al salchicha. Cierran el costal con una cincha, lo colocan en el suelo y el Batuque comienza a gruñir, tira de la cadena gimiendo, qué te pasa, mira espantado; ladra ronco. Los hombres tienen ya los garrotes en las manos, ya comienzan uno-dos a golpear y a rugir, y el costal danza; bota, aúlla enloquecido, uno-dos rugen los hombres y golpean. Santiago cierra los ojos, aturdido.

– En el Perú estamos en la edad de piedra, mi amigo -una sonrisa agridulce despierta la cara del calvo-. Mire en qué condiciones se trabaja, dígame si hay derecho.

El costal está quieto, los hombres lo apalean un rato más, tiran al suelo los garrotes, se secan las caras, se frotan las manos.

– Antes se los mataba como Dios manda, ahora no alcanza la plata -se queja el calvo-. Escríbase un articulito, amigo periodista.

– ¿Y sabe usted lo que se gana aquí? -dice Pancras, accionando; se vuelve hacia el otro-. Cuéntaselo tú, el señor es periodista, que proteste en su periódico.

Es más alto, más joven que Pancras. Da unos pasos hacia ellos y Santiago puede verle al fin la cara: ¿qué? Suelta la cadena, el Batuque echa a correr ladrando y él abre la boca y la cierra: ¿qué?

– Un sol por animal, don -dice el sambo-. Encima hay que llevarlos al basural donde los queman. Apenas un sol, don.

No era él, todos los negros se parecían, no podía ser él. Piensa: ¿por qué no va a ser él? El sambo se agacha, levanta el costal, sí era él, lo lleva hasta un rincón del descampado, lo arroja entre otros costales sanguinolentos, vuelve balanceándose sobre sus largas piernas y sobándose la frente. Era él, era él. Cumpa, le da un codazo Pancras, ándate a almorzar de una vez.

– Aquí se quejan, pero cuando salen en el camión a recoger se pasan la gran vida -gruñe el calvo-. Esta mañana se cargaron al perrito del señor que tenía correa y estaba con su ama, conchudos.

El sambo alza los brazos, era él: ellos no habían salido esta mañana en el camión, don, se las habían pasado tirando palo. Piensa: él. Su voz, su cuerpo son los de él, pero parece tener treinta años más. La misma jeta fina, la misma nariz chata, el mismo pelo crespo. Pero ahora, además, hay bolsones violáceos en los párpados, arrugas en su cuello, un sarro amarillo verdoso en los dientes de caballo. Piensa: eran blanquísimos. Qué cambiado, qué arruinado. Está más flaco, más sucio, muchísimo más viejo, pero ése es su andar rumboso y demorado, ésas sus piernas de araña. Sus manazas tienen ahora una corteza nudosa y hay un bozal de saliva alrededor de su boca. Han desandado el canchón, están en la oficina, el Batuque se refriega contra los pies de Santiago. Piensa: no sabe quien soy. No se lo iba a decir, no le iba a hablar.

Qué te iba a reconocer, Zavalita, tenías ¿dieciséis, dieciocho? y ahora eras un viejo de treinta. El calvo pone papel carbón entre dos hojas, garabatea unas líneas de letra arrodillada y avara. Recostado contra el vano, el sambo se lame los labios.

– Una firmita aquí, mi amigo; y en serio, dénos un empujoncito, pida en "La Crónica, que nos aumenten la partida -el calvo mira al sambo-: ¿No te ibas a almorzar?

– ¿Se podría un adelanto? -da un paso y explica, con naturalidad-. Los fondos andan bajos, don.

– Media libra -bosteza el calvo-. No tengo más.

Guarda el billete sin mirarlo y sale junto a Santiago. Un río de camiones, ómnibus y automóviles atraviesa el Puente del Ejército, ¿qué cara pondría si?, en la neblina los montones terrosos de casuchas de Fray Martín de Porres, ¿se echaría a correr?, se divisan como en sueños. Mira al sambo a los ojos y él lo mira:

– Si me mataban a mi perro, creo que yo los mataba a ustedes -y trata de sonreír.

No, Zavalita, no te reconoce. Escucha con atención y su mirada es turbia, distante y respetuosa. Además de envejecer se habría embrutecido también. Piensa: jodido, también.

– ¿Se lo recogieron esta mañana al lanudito? -un brillo inesperado estalla un instante en sus ojos-. Sería el negro Céspedes, a ése no le importa nada. Se mete a los jardines, rompe las cadenas, cualquier cosa con tal de ganarse su sol.

Están al pie de la escalera que sube a Alfonso Ugarte; el Batuque se revuelca en la tierra y ladra al cielo ceniza.

– ¿Ambrosio? -sonríe, vacila, sonríe-. ¿No eres Ambrosio?

No se echa a correr, no dice nada. Mira con expresión anonadada y estúpida y, de pronto, hay en sus ojos una especie de vértigo.

– ¿Te has olvidado de mí? -vacila, sonríe, vacila-. Soy Santiago, el hijo de don Fermín.

Las manazas se alzan, ¿el niño Santiago, don?, se inmovilizan como dudando entre estrangularlo y abrazarlo, ¿el hijo de don Fermín? Tiene la voz rota de sorpresa o emoción y parpadea, cegado. Claro, hombre ¿no lo reconocía? Santiago en cambio lo reconoció apenas lo vio en el canchón: qué decía, hombre: Las manazas se animan, pa su diablo, viajan de nuevo por el aire, cuánto había crecido Dios mío, palmean los hombros y la espalda de Santiago, y sus ojos ríen, por fin: qué alegría, niño.

– Parece mentira verlo hecho un hombre -lo palpa, lo mira, le sonríe-. Lo veo y no me lo creo, niño.

Claro que lo reconozco, ahora sí. Se parece usted a su papá; también su poquito a la señora Zoila.

¿Y la niña Teté?, y las manazas van y vienen, ¿emocionadas, asustadas?, ¿y el señor Chispas?, de los brazos a los hombros a la espalda de Santiago, y sus ojos parecen tiernos y reminiscentes y su voz porfía por ser natural. No eran grandes las casualidades? ¡Dónde venían a encontrarse, niño! Y después de tanto tiempo, pa su diablo.

– Este trajín me ha dado sed -dice Santiago-. Ven, vamos a tomar algo. ¿Conoces algún sitio por aquí?

– Conozco el sitio donde como -dice Ambrosio-. "La Catedral", uno de pobres, no sé si le gustará.

– Si tienen cerveza helada me gustará -dice Santiago-. Vamos, Ambrosio.

Parecía mentira que el niño Santiago tomara ya cerveza, y Ambrosio ríe, los recios dientes amarillo verdosos al aire: el tiempo volaba, caracho. Suben la escalera, entre los corralones de la primera cuadra de Alfonso Ugarte hay un garaje blanco de la Ford, y en la bocacalle de la izquierda asoman, despintados por la grisura inexorable, los depósitos del Ferrocarril Central. Un camión cargado de cajones oculta la puerta de "La Catedral". Adentro, bajo el techo de calamina, se apiña en bancas y mesas toscas una rumorosa muchedumbre voraz. Dos chinos en mangas de camisa vigilan desde el mostrador las caras cobrizas, las angulosas facciones que mastican y beben, y un serranito extraviado en un rotoso mandil distribuye sopas humeantes, botellas, fuentes de arroz. Mucho cariño, muchos besos, mucho amor, truena una radiola multicolor, y al fondo, detrás del humo, el ruido, el sólido olor a viandas y licor y los danzantes enjambres de moscas, hay una pared agujereada -piedras, chozas, un hilo de río, el cielo plomizo, y una mujer ancha, bañada en sudor, manipula ollas y sartenes cercada por el chisporroteo de un fogón. Hay una mesa vacía junto a la radiola, entre la constelación de cicatrices del tablero se distingue un corazón flechado, un nombre de mujer: Saturnina.

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