– Yo ya almorcé, pero tú pide algo de comer -dice Santiago.
– Dos Cristales bien fresquitas -grita Ambrosio, haciendo bocina con sus manos-. Una sopa de pescado, pan y menestras con arroz.
No debiste venir, no debiste hablarle, Zavalita, no estás jodido sino loco. Piensa: la pesadilla va a volver. Será tu culpa, Zavalita, pobre papá, pobre viejo.
– Choferes, obreros de las fabriquitas de por aquí- Ambrosio señala el rededor, como excusándose-. Se vienen desde la avenida Argentina porque la comida es pasable y, sobre todo, barata.
El serranito trae las cervezas, Santiago sirve los vasos y beben a su salud niño, a la tuya Ambrosio, y hay un olor compacto e indescifrable que debilita, marea y anega la cabeza de recuerdos.
– Qué trabajo tan fregado te has conseguido, Ambrosio. ¿Hace mucho que estás en la perrera?
– Un mes, niño, y entré gracias a la rabia, porque estaban completos. Claro que es fregado, a uno le sacan el jugo. Sólo es botado cuando se sale a recoger en el camión.
Huele a sudor, ají y cebolla, a orines y basura acumulada, y la música de la radiola se mezcla a la voz plural, a rugidos de motores y bocinazos, y llega a los oídos deformada y espesa. Rostros chamuscados, pómulos salientes, ojos adormecidos por la rutina o la indolencia vagabundean entre las mesas, forman racimos junto al mostrador, obstruyen la entrada. Ambrosio acepta el cigarrillo que Santiago le ofrece, fuma, arroja el pucho al suelo y lo entierra con el pie.
Sorbe la sopa ruidosamente, mordisquea los trozos de pescado, coge los huesos y los chupa y deja brillantes escuchando o respondiendo o preguntando, y engulle pedacitos de pan, apura largos tragos de cerveza y se limpia con la mano el sudor: el tiempo se lo tragaba a uno sin darse cuenta, niño. Piensa: ¿por qué no me voy? Piensa: tengo que irme y pide más cerveza: Llena los vasos, atrapa el suyo y mientras habla, recuerda, sueña ó piensa, observa el círculo de espuma salpicado de cráteres, bocas que silenciosamente se abren vomitando burbujas rubias y desaparecen en el líquido amarillo que su mano calienta.
Bebe sin cerrar los ojos, eructa, saca y enciende cigarrillos, se inclina para acariciar al Batuque: cosas pasadas, qué carajo. Habla y Ambrosio habla, las bolsas de sus párpados son azuladas, las ventanillas de su nariz laten como si hubiera corrido, como si se ahogara, y después de cada trago escupe, mira nostálgico las moscas, escucha, sonríe o se entristece o confunde y sus ojos, a ratos, parecen enfurecerse o asustarse o irse; a ratos tiene accesos de tos. Hay canas entre sus pelos crespos, lleva sobre el overol un saco que debió ser también azul y tener botones, y una camisa de cuello alto que se enrosca en su garganta como una cuerda. Santiago ve sus zapatones enormes: enfangados, retorcidos, jodidos por el tiempo. Su voz le llega titubeante, temerosa, se pierde, cautelosa, implorante, vuelve, respetuosa o ansiosa o compungida, siempre vencida: no treinta, cuarenta, cien más. No sólo se había desmoronado, envejecido, embrutecido; a lo mejor andaba tísico también. Mil veces más jodido que Carlitos o que tú, Zavalita. Se iba, tenía que irse y pide más cerveza. Estás borracho, Zavalita, ahorita ibas a llorar. La vida no trataba bien a la gente en este país, niño, desde que salió de su casa había vivido unas aventuras de película. A él tampoco lo había tratado bien la vida, Ambrosio, y pide más cerveza. ¿Iba a vomitar? El olor a fritura, pies y axilas revolotea, picante y envolvente, sobre las cabezas lacias o hirsutas; sobre las crestas engomadas y las chatas nucas con caspa y brillantina, la música de la radiola calla y regresa, calla y regresa, y ahora, más intensas e irrevocables que los rostros saciados y las bocas cuadradas y las pardas mejillas lampiñas, las abyectas imágenes de la memoria están también allí: más cerveza. ¿No era una olla de grillos este país, niño, no era un rompecabezas macanudo el Perú? ¿No era increíble que los odriístas y los apristas que tanto se odiaban ahora fueran uña y carne, niño? ¿Qué diría su papá de esto, niño? Hablan y a ratos oye tímidamente, respetuosamente a Ambrosio que se atreve a protestar: tenía que irse, niño.
Está chiquito e inofensivo, allá lejos, detrás de la mesa larguísima que rebalsa de botellas y tiene los ojos ebrios y aterrados. El Batuque ladra una vez, ladra cien veces. Un remolino interior, una efervescencia en el corazón del corazón, una sensación de tiempo suspendido y tufo. ¿Hablan? La radiola deja de tronar, truena de nuevo. El corpulento río de olores parece fragmentarse en ramales de tabaco, cerveza, piel humana y restos de comida que circulan tibiamente por el aire macizo de "La Catedral", y de pronto son absorbidos por una invencible pestilencia superior: ni tú ni yo teníamos razón papá, es el olor de la derrota papá. Gentes que entran, comen, ríen, rugen, gentes que se van, y el eterno perfil pálido de los chinos del mostrador. Hablan, callan, beben, fuman, y cuando el serranito aparece allí, inclinado sobre el tablero erizado de botellas las otras mesas están vacías y ya no se escucha la radiola ni el crujido del fogón, sólo al Batuque ladrando, Saturnina. El serranito cuenta con sus dedos tiznados y ve la cara urgente de Ambrosio adelantándose hacia él: ¿se sentía mal, niño? Un poquito de dolor de cabeza, ya estaba pasando. Estás haciendo un papelón, piensa, he tomado mucho, Huxley, aquí lo tienes al Batuque sano y salvo, me demoré porque encontré a un amigo. Piensa: amor. Piensa: párate, Zavalita, ya basta. Ambrosio mete la mano al bolsillo y Santiago estira los brazos: ¿estaba cojudo, hombre?, él pagaba. Trastabillea y Ambrosio y el serranito lo sujetan: suéltenme, podía solo, se sentía bien. Pa su diablo, niño, no era para menos, si había tomado tanto. Avanza paso a paso entre las mesas vacías y las sillas cojas de "La Catedral", mirando fijamente el suelo chancroso: ya está, ya pasó. El cerebro se va despejando, va huyendo la modorra de las piernas, van aclarándose los ojos. Pero las imágenes están siempre ahí. Entreverándose en sus pies, el Batuque ladra, impaciente.
– Menos mal que le alcanzó la plata, niño. ¿De veras se siente mejor?
– Estoy un poco mareado, pero no borracho, el trago no me hace nada. La cabeza me da vueltas de tanto pensar.
– Cuatro horas, niño, no sé qué voy a inventar ahora. Puedo perder mi trabajo, usted no se da cuenta. En fin, se lo agradezco. Las cervecitas, el almuerzo, la conversación. Ojalá pueda corresponderle alguna vez, niño.
Están en la vereda, el serranito acaba de cerrar el portón de madera, el camión que ocultaba la entrada ha partido, la neblina borronea las fachadas y en la luz colar acero de la tarde fluye, opresivo e idéntico, el chorro de autos, camiones y ómnibus por el Puente del Ejército. No hay nadie cerca, los lejanos transeúntes son siluetas sin cara que se deslizan entre velos humosos. Nos despedimos y ya está, piensa, no lo verás más. Piensa: no lo he visto nunca, nunca he hablado con él, un duchazo, una siesta y ya está.
– ¿De veras se siente bien, niño? ¿No quiere que lo acompañe?
– El que se siente mal eres tú -dice, sin mover los labios-. Toda la tarde, las cuatro horas te has sentido mal.
– Ni crea, tengo muy buena cabeza para el trago -dice Ambrosio, y, un instante, ríe. Queda con la boca entreabierta, la mano petrificada en el mentón. Está inmóvil, a un metro de Santiago, con las solapas levantadas, y el Batuque, las orejas tiesas, los colmillos fuera, mira a Santiago, mira a Ambrosio, y escarba el suelo, sorprendido o inquieta o asustado. En el interior de "La Catedral" arrastran sillas y parece que baldearan el piso.
– Sabes de sobra de qué estoy hablando -dice Santiago-. Por favor, deja de hacerte el cojudo.
No quiere o no puede entender, Zavalita: no se ha movido y en sus pupilas hay siempre la misma porfiada ceguera, esa atroz oscuridad tenaz.
– Por si quería que lo acompañe, niño -tartamudea y baja los ojos, la voz-. ¿Quiere que le busque un taxi, es decir?
– En "La Crónica" necesitan un portero -y él también baja la voz-. Es un trabajo menos fregado que la perrera. Yo haré que te tomen sin papeles. Estarías mucho mejor. Pero, por favor, deja un ratito de hacerte el cojudo.
– Está bien, está bien -hay un malestar creciente en sus ojos, parece que su voz fuera a rasgarse en chillidos-. Qué le pasa, niño, por qué se pone así.
– Te daré todo mi sueldo de este mes -y su voz se entorpece bruscamente, pero no solloza; está rígido, los ojos muy abiertos-. Tres mil quinientos soles. ¿No es cierto que con esa plata puedes?
Calla, baja la cabeza y automáticamente, como si el silencio hubiera desatado un inflexible mecanismo, el cuerpo de Ambrosio da un paso atrás y se encoge y sus manos se adelantan a la altura del estómago, como para defenderse o atacar. El Batuque gruñe.
– ¿Se le ha subido el trago? -ronca, la voz descompuesta-. Qué le pasa, qué es lo que quiere.
– Que dejes de hacerte el cojudo -cierra los ojos y toma aire-. Que hablemos con franqueza de la Musa, de mi papá. ¿él te mandó? Ya no importa, quiero saber. ¿Fue mi papá?
Se le corta la voz y Ambrosio da otro paso atrás y Santiago lo divisa, agazapado y tenso, los ojos desorbitados por el espanto o la cólera: no te vayas, ven.
No se ha embrutecido, no eres un cojudo, piensa, ven, ven. Ambrosio ladea el cuerpo, agita un puño, como amenazando o despidiéndose.
– Me voy para que no se arrepienta de lo que está diciendo -ronca, la voz lastimada-. No necesito trabajo, sépase que no le acepto ningún favor, ni menos su plata. Sépase que no se merecía el padre que tuvo, sépasela. Váyase a la mierda, niño.
– Ya está, ya está, no me importa -dice Santiago-. Ven, no te vayas, ven.
Hay un rugido breve a sus pies, el Batuque mira también: la figurilla oscura se aleja pegada a las paredes de los corralones, destaca contra los ventanales lucientes del garaje de la Ford, se hunde en la escalerilla del Puente.
– Ya está -solloza Santiago, inclinándose, acariciando la rolita tiesa, el hocico ansioso-. Ya nos vamos, Batuquito.
Se incorpora, solloza de nuevo, saca un pañuelo y se limpia los ojos. Unos segundos permanece inmóvil, su espalda apoyada contra el portón de "La Catedral", recibiendo la garúa en la cara llena de lágrimas de nuevo. El Batuque se frota contra sus tobillos, le lame los zapatos, gruñe bajito mirándolo. Echa a andar, despacio, las manos en los bolsillos, hacia la Plaza Dos de Mayo, y el Batuque trota a su lado. Hay hombres tumbados al pie del monumento y a su alrededor un muladar de colillas, cáscaras y papeles; en las esquinas la gente toma por asalto los ómnibus maltrechos que se pierden envueltos en terrales en dirección a la barriada; un policía discute con un vendedor ambulante y las caras de ambos son odiosas y desalentadas y sus voces están como crispadas por una exasperación vacía. Da la vuelta a la Plaza, al entrar a la Colmena detiene un taxi: ¿su perrito no iría a ensuciar el asiento? No, maestro, no lo iba a ensuciar: a Miraflores, a la calle Porta. Entra, pone al Batuque en sus rodillas, esa hinchazón en el saco. Jugar tenis, nadar, hacer pesas, aturdirse, alcoholizarse como Carlitos. Cierra los ojos, tiene la cabeza contra el espaldar, su mano acaricia el lomo, las orejas, el hocico frío, el vientre tembloroso. Te salvaste de la perrera, Batuquito, pero a ti nadie vendrá a sacarte nunca de la perrera, Zavalita, mañana iría a visitar a Carlitos a la Clínica y le llevaría un libro, no Huxley. El taxi avanza por ciegas calles ruidosas, en la oscuridad oye motores, silbatos, voces fugitivas. Lástima no haberle aceptado a Norwin el almuerzo, Zavalita. Piensa: él los mata a palos y tú a editoriales. El era mejor que tú, Zavalita. Había pagado más, se había jodido más.