– Si te pones terco me voy a enojar -dijo Queta-. Anda vete de una vez.
– ¿Por un beso? -se atragantó él, desorbitado-. ¿Se podría?
Balanceó sus largos brazos como si fuera a colgarse del árbol, metió una mano al bolsillo, trazó una circunferencia veloz y Queta vio los billetes. Los vio bajar hasta su mano y sin saber cómo ya estaban allí; arrugados y apretados entre sus propios dedos. Él echó una ojeada hacia el interior y lo vio inclinar la pesada cabeza y sintió en el cuello una adhesiva ventosa. La abrazó con furia pero no trató de besarla en la boca y, apenas la sintió resistir, se apartó.
– Está bien, valía la pena -lo oyó decir, risueño y reconocido, los dos carbones blancos danzando en las cuencas-. Alguna vez le traeré esos quinientos.
Abrió la puerta y salió y Queta quedó un momento mirando atontada los dos billetes azules que bailoteaban entre sus dedos.
CARILLAS borroneadas y tiradas al cesto, piensa, semanas y meses borroneados y tirados al. Ahí estaban, Zavalita: la estática redacción con sus chistes y chismes recurrentes, las conversaciones giratorias con Carlitos en el "Negro-Negro", las visitas de ladrón al mostrador de las boites. ¿Cuántas veces se habían amistado, peleado y reconciliado Carlitos y la China?
¿Cuándo las borracheras de Carlitos se habían convertido en una sola borrachera crónica? En esa gelatina de días, en esos meses malaguas, en esos años líquidos que se escurrían de la memoria, sólo un hilo delgadísimo al que asirse. Piensa: Ana. Habían salido juntos una semana después que Santiago dejó "La Maison de Santé" y vieron en el cine San Martín una película con Columba Domínguez y Pedro Armendáriz y comieron embutidos en un restaurant alemán de la Colmena; el jueves siguiente, chilí con carne en el "Cream Rica" del jilton de la Unión y una de toreros en el Excélsior.
Luego todo se atomizaba y confundía, Zavalita, tés en las vecindades del Palacio de Justicia, caminatas por el Parque de la Exposición, hasta que, de pronto, en el invierno de menuda garúa y neblina pertinaz, esa anodina relación hecha de menús baratos y melodramas mexicanos y juegos de palabras había adquirido una vaga estabilidad. Ahí estaba el "Neptuno", Zavalita: el oscuro local de ritmos sonámbulos, sus parejas ominosas bailando en las tinieblas, las estrellitas fosforescentes de las paredes, su olor a trago y adulterio.
Estabas preocupado por la cuenta, hacías durar el vaso avaramente, calculabas. Ahí se besaron por primera vez, empujados por la poca luz, piensa, la música y las siluetas que se manoseaban en la sombra: estoy enamorado de ti, Anita. Ahí tu sorpresa al sentir su cuerpo que se abandonaba contra el tuyo, yo también de ti Santiago, ahí la avidez juvenil de su boca y el deseo que te anegó. Se besaron largamente mientras bailaban, siguieron besándose en la mesa, y, en el taxi en que la llevaba a su casa, Ana se dejó acariciar los senos sin protestar. No hizo una broma en toda la noche, piensa. Había sido un romance desganado y semiclandestino, Zavalita. Ana se empeñaba en que fueras a almorzar a su casa y tú nunca podías, tenias un reportaje, un compromiso, la semana próxima, otro día.
Una tarde los encontró Carlitos en el "Haití" de la Plaza de Armas y puso cara de asombro al verlos de la mano y a Ana recostada en el hombro de Santiago. Había sido la primera pelea, Zavalita. ¿Por qué no le habías presentado a tu familia, por qué no quieres conocer a la mía, por qué ni siquiera a tu amigo íntimo le habías contado, te avergüenza estar conmigo? Estaban en la puerta de "La Maison de Santé" y hacía frío y tú te sentías aburrido: ya sé por qué te gustan tanto los melodramas mexicanos, Anita. Ella dio media vuelta y se entró a la clínica, sin despedirse.
Los primeros días después de esa pelea había sentido un delicado malestar, una quieta nostalgia. ¿El amor, Zavalita? Entonces nunca habías estado enamorado de Aída, piensa. ¿O era el amor ese gusano en las tripas que sentías años atrás? Piensa: entonces nunca de Ana, Zavalita. Volvió a salir con Carlitos y Milton y Solórzano y Norwin; una noche les contó bromeando sus amoríos con Ana y les inventó que se acostaban.
Luego, un día, antes de ir al diario se bajó en el paradero del Palacio de Justicia y se presentó en la clínica.
Sin premeditarlo, piensa, como de casualidad. Se reconciliaron en el zaguán de la entrada, entre gente que llegaba y salía, sin tocarse ni las manos, hablando en secreto, mirándose a los ojos. Me porté mal Anita, yo me porté mal Santiago, no sabes lo mal que me he Anita, y yo he llorado todas las Santiago. Se reunieron de nuevo al anochecer, en un cafetín de chinos con borrachitos y losetas cubiertas de aserrín, y hablaron horas, sin soltarse las manos, ante dos tazas de café con leche intactas. Pero tú habías debido contarle antes, Santiago, cómo se le iba a ocurrir que te llevabas mal con tu familia, y él le contaba de nuevo, la Universidad, la Fracción, "La Crónica", la tirante cordialidad con sus padres y hermanos. Todo menos lo de Aida, Zavalita, menos lo de Ambrosio, lo de la Musa.
¿Por qué le habías contado tu vida? Desde entonces se veían casi a diario y habían hecho el amor una semana o mes después, una noche, en una casa de citas de la Urbanización Las Margaritas. Ahí estaba su cuerpo tan delgado que se contaban sus huesos de la espalda, sus ojos asustados, su vergüenza y tu confusión al saber que era virgen. Nunca más te traería aquí Anita, te quería Anita. Desde entonces habían hecho el amor en la pensión de Barranco, una vez por semana, la tarde que doña Lucía hacía visitas. Ahí esos ansiosos amores sobresaltados de los miércoles, los remordimientos de Ana cada vez y su llanto cuando limpiaba la cama, Zavalita.
Don Fermín iba de nuevo a la oficina mañana y tarde y Santiago almorzaba con ellos los domingos.
La señora Zoila había consentido que Popeye y la Teté anunciaran su compromiso y Santiago prometió asistir a la fiesta. Era sábado, tenía su día libre en “La Crónica”, Ana estaba de guardia. Se hizo planchar el terno más presentable, se lustró él mismo los zapatos, se puso camisa limpia y a las ocho y media un taxi lo llevó a Miraflores. Ruido de voces y música sobrevolaba el muro del jardín y venía hasta la calle, sirvientas con guardapolvos espiaban desde los balcones vecinos el interior de la casa. Había autos estacionados a ambos lados de la pista, algunos montados en las veredas, y avanzabas pegado al muro, alejándote de la puerta, bruscamente indeciso, sin animarte a tocar el timbre ni a partir. A través de la verja del garaje vio sesgado el jardín: una mesita con un mantel blanco, un mayordomo haciendo guardia, parejas conversando alrededor del estanque. Pero el grueso de los invitados estaban en la sala y en el comedor y en los visillos de las ventanas se dibujaban sus siluetas. De adentro salían la música y las voces. Reconoció la cara de esa tía, el perfil de ese primo, y rostros que parecían fantasmales.
De pronto apareció el tío Clodomiro y se fue a sentar en la mecedora del jardín, solo. Ahí estaba, las manos y las rodillas juntas, mirando a las muchachas de tacones altos, a los muchachos de corbata que comenzaban a cercar la mesa de mantel blanco. Pasaban delante de él y afanosamente les sonreía. ¿Qué hacías ahí, tío Clodomiro, por qué venías donde nadie te conocía, donde los que te conocían no te querían? ¿Aparentar, a pesar de los desaires que te hacían, que eras de la familia, que tenías familia?, piensa. Piensa: a pesar de todo te importaba la familia, querías a la familia que no te quería? ¿O es que la soledad era todavía peor que la humillación, tío? Estaba ya decidido a no entrar pero no se marchaba. Paró un auto en la puerta y vio bajar a dos muchachas que, sujetándose el peinado, esperaron que el que manejaba estacionara y viniera. A él sí lo conocías, piensa: Tony, el mismo jopo danzarín sobre la frente, la misma risa de lorito.
Los tres entraron a la casa riéndose y ahí la absurda impresión que se reían de ti, Zavalita. Ahí esos súbitos salvajes deseos de ver a Ana. Desde la bodega de la esquina explicó a la Teté por teléfono que no podía salir de “La Crónica”: pasaría un ratito mañana y abrázalo a mi cuñado, Teté. Ay, qué aguado eras, supersabio, cómo les hacías esta perrada. Llamó a Ana por teléfono, fue a verla y conversaron un rato en la puerta de "La Maison de Santé".
Unos días después ella lo había llamado a “La Crónica” con voz vacilante: tenía que darte una mala noticia, Santiago. La esperó en el cafetín de los chinos y la vio llegar toda sofocada, con el abrigo sobre el uniforme, la cara larga: se iban a Ica, amor. Su padre había sido nombrado director de una Unidad Escolar, ella trabajaría quizás en el Hospital Obrero de allá. No te había parecido tan grave, Zavalita, y la habías consolado: irías a verla cada semana, ella también podría venir, Ica estaba tan cerca.
EL PRIMER día que trabajó de chofer en Transportes Morales, antes de partir a Tingo María, Ambrosio había llevado a Amalia y Amalita Hortensia a sacudirse un rato por las desniveladas calles de Pucallpa en la abollada camioneta azul llena de remiendos, cuyos guardafangos y parachoques estaban sujetos con sogas para no salir despedidos en los baches.
– Comparándola con los carros que había manejado aquí, era para llorar -dice Ambrosio-. Y sin embargo le digo que los meses que tuve “El rayo de la montaña” fueron felices, niño.
"El rayo de la montaña" había sido acondicionado con bancas de madera y en ella podían entrar, bien apretados, doce pasajeros. La perezosa vida de las primeras semanas se había vuelto desde entonces una activa rutina: Amalia le preparaba de comer, acomodaba el fiambre en la guantera de la carcocha y Ambrosio, en camiseta, una gorrita con visera, un pantalón en harapos y zapatillas de jebe, partía a Tingo María a las ocho de la mañana. Desde que él había comenzado a viajar, Amalia, después de tantos años, se había vuelto a acordar de la religión, empujada un poco por doña Lupe que le había regalado estampitas para la pared y la había arrastrado a la misa del domingo. Si no había inundaciones ni se malograba la carcocha, Ambrosio llegaba a Tingo María a las seis de la tarde; dormía en un colchón bajo el mostrador de Transportes Morales y al día siguiente regresaba a Pucallpa a las ocho. Pero ese horario se había cumplido rara vez, siempre se quedaba plantado por el camino y había viajes que duraban un día. El motor estaba cansado, Amalia, todo el tiempo se paraba a tomar fuerzas. Llegaba a la casa con tierra de los pies a los pelos y mortalmente extenuado. Se derrumbaba en la cama, y mientras ella le preparaba de comer, él, fumando, un brazo como almohada, tranquilo, exhausto, le contaba sus mañas para reparar las averías, los pasajeros que había tenido, las cuentas que le haría a don Hilario. Y, lo que más lo divertía, Amalia, las apuestas con Pantaleón.