– O sea que ahora vas a estar viajando a Tingo María todo el tiempo -había dicho Amalia.
– Sí, y no podré controlar el negocio -había respondido Ambrosio-. Tienes que estar con los ojos bien abiertos, contar todos los cajones que salgan. Para eso la tienes ahí, tan cerca. Puedes vigilar sin salir de la casa.
– Está bien -había repetido Amalia-. Pero me da no sé qué.
– Total, que durante meses me las pasé arrancando, frenando y acelerando -dice Ambrosio-. Manejaba la carcocha más vieja del mundo, niño. Se llamaba "El Rayo de la Montaña".
– O SEA que usted fue el primero en casarse, niño -dice Ambrosio-. Les dio el ejemplo a sus hermanos.
De "La Maison de Santé" fue a la pensión de Barranco a afeitarse y cambiarse de ropa y luego a Miraflores. Eran sólo las tres de la tarde, pero vio el auto de don Fermín cuadrado en la puerta de calle. El mayordomo lo recibió con cara seria: los señores habían estado preocupados por lo que no vino a almorzar el domingo, niño. No estaban la Teté ni el Chispas. Encontró a la señora Zoila viendo televisión en el cuartito que había hecho acondicionar debajo de la escalera para la canasta de los jueves.
– Ya era hora -murmuró, estirándole la cara fruncida-. ¿Vienes a ver si estamos vivos?
Trató de desenojarla con bromas -estabas de buen humor, Zavalita, libre del encierro de la Clínica-, pero ella, mientras echaba continuas ojeadas involuntarias a su tele-teatro, siguió riñéndolo: el domingo habían puesto tu asiento, la Teté y Popeye y el Chispas y Cary se habían quedado hasta las tres esperándote, deberías ser más considerado con tu padre que está enfermo. Sabiendo que cuenta los días para verte, piensa, sabiendo cómo lo resiente que no vengas. Piensa: había hecho caso a los médicos, no iba a la oficina, descansaba, creías que estaba restablecido del todo.
Y sin embargo esa tarde viste que no, Zavalita. Estaba en el escritorio, solo, con una manta en las rodillas sentado en el sillón de costumbre. Hojeaba una revista y cuando vio entrar a Santiago le sonrió con afectuoso rencor. La piel todavía bruñida del verano se había avejentado, aparecido en su cara un extraño rictus y era como si en pocos días hubiera perdido diez kilos. Estaba sin corbata, con una casaca de pana abierta y unas puntas de vello canoso asomaban por el cuello de la camisa. Santiago se sentó a su lado.
– Tienes muy buena cara, papá -dijo, besándolo-. ¿Cómo te sientes?
– Mejor, pero tu madre y el Chispas me hacen sentirme un inútil -se quejó don Fermín-. Sólo me dejan ir un ratito a la oficina y me obligan a dormir siestas y a pasar las horas aquí, como un inválido.
– Sólo hasta que te repongas completamente -dijo Santiago-. Después te podrás desquitar, papá.
– Ya les advertí que sólo aguanto este régimen de fósil hasta fin de mes -dijo don Fermín-. Desde el primero, vuelvo a mi vida normal. Ahora ni me entero cómo andan las cosas.
– Deja que se ocupe el Chispas, papá -dijo Santiago-. ¿Acaso no lo está haciendo tan bien?
– Sí, lo hace bien -sonrió don Fermín, asintiendo-. Él dirige ahora todo, prácticamente. Es serio, tiene buen tino. Lo que pasa es que no me resigno a ser una momia.
– Quién iba a decir que el Chispas resultaría todo un hombre de negocios -se rió Santiago-. Después de todo, fue una suerte que lo botaran de la Naval.
– El que no lo está haciendo muy bien eres tú, flaco -dijo don Fermín, con el mismo tono cariñoso y un dejo de cansancio-. Ayer fui a tu pensión y la señora Lucía me dijo que no habías ido a dormir varios días.
– Estuve en Trujillo, papá -había bajado la voz, piensa, hecho un ademán como diciendo entre tú y yo, tu madre no sabe nada-. Me mandaron hacer un reportaje. Me sacaron volando y no tuve tiempo de avisarles.
– Ya estás grande para reñirte o darte consejos -dijo don Fermín, con suavidad siempre afectuosa y algo apenada-. Además, ya sé que no serviría de nada.
– No creerás que me he dedicado a la mala vida, papá -sonrió Santiago.
– Hace tiempo que me andan dando algunas noticias alarmantes -dijo don Fermín, sin cambiar de expresión-. Que te ven en bares, en boites. Y no en los mejores sitios de Lima. Pero como eres tan susceptible, ya ni me atrevo a preguntarte nada, flaco.
– Voy alguna que otra vez, como todo el mundo -dijo Santiago-. Tú sabes que no soy jaranista, papá. ¿No te acuerdas cómo tenía que insistir la mamá para que fuera a fiestas de chico?
– De chico -se rió don Fermín-. ¿Te sientes viejísimo ya?
– No vas a hacer caso de los chismes de la gente -dijo Santiago-. Soy muchas cosas pero no eso, papá.
– Es lo que yo creía, flaco -dijo don Fermín, después de una larga pausa-. Al principio pensé que se divierta un poco, incluso le hará bien. Pero ya son muchas veces que me vienen a decir lo vimos aquí, allá, con copas, con gente de lo peor.
– No tengo ni tiempo ni plata para dedicarme a jaranista -dijo Santiago-. Es absurdo, papá.
– No sé qué pensar, flaco -se había puesto serio, Zavalita, había agravado la voz-. Pasas de un extremo a otro, es difícil entenderte. Mira, creo que preferiría que terminaras de comunista antes que de borrachín y de badulaque.
– Ninguna de las dos cosas, papá, puedes estar tranquilo -dijo Santiago-. Hace años que no sé lo que es política. Leo todo el diario menos las noticias políticas. No sé ni quien es Ministro, ni quien es senador. Yo mismo pedí que no me mandaran a hacer informaciones políticas.
– Dices eso con un resentimiento terrible -murmuró don Fermín-. ¿Te pesa tanto no haberte dedicado a tirar bombas? No me lo reproches a mí. Yo te di un consejo, nada más, y acuérdate que te has pasado la vida dándome la contra. Si no te has hecho comunista, será porque en el fondo no estabas tan seguro de eso.
– Tienes razón, papá -dijo Santiago-. No me pesa nada, no pienso nunca en eso. Sólo te estaba tranquilizando. Ni comunista ni badulaque, no te preocupes.
Conversaron de otras cosas, en la cálida atmósfera de libros y maderas del escritorio, viendo caer el sol enrarecido por las primeras neblinas del invierno oyendo a lo lejos las voces del tele-teatro, y poco a poco don Fermín había ido tomando ánimos para abordar el tema eterno y repetir la ceremonia celebrada tantas veces, Zavalita: vuelve a la casa, recíbete de abogado, trabaja conmigo.
– Ya sé que no te gusta que te hable de eso -fue la última vez que trató, Zavalita-. Ya sé que me arriesgo a espantarte de la casa de nuevo si te hablo de eso.
– No digas adefesios, papá -dijo Santiago.
– ¿Cuatro años no es bastante, flaco? -¿se había resignado desde entonces, Zavalita?- ¿Ya no te has hecho bastante daño, ya no nos has hecho bastante daño?
– Pero si me he matriculado, papá -dijo Santiago-. Este año…
– Este año me vas a meter el dedo a la boca como los pasados -lo había seguido rumiando hasta el final, secretamente, la esperanza de que volvieras, Zavalita?- Ya no te creo, flaco. Te matriculas, pero no pisas la Universidad ni das exámenes.
– Los años pasados tuve mucho trabajo -insistió Santiago-. Pero ahora voy a asistir a clases. He arreglado mi horario para acostarme temprano y…
– Te has acostumbrado a trasnochar, a tu sueldito, a tus amigos jaranistas del periódico y ésa es tu vida -sin cólera, sin amargura, Zavalita, con una tierna pesadumbre-. ¿Cómo voy a dejar de repetirte que no puede ser, flaco? Tú no eres eso que quieres demostrarte que eres. No puedes seguir siendo un mediocre, hijo.
– Tienes que creerme, papá -dijo Santiago-. Te juro que esta vez es cierto. Iré a clases, daré exámenes.
– Ahora no te lo pido por ti, sino por mí -don Fermín se inclinó, le puso la mano en el brazo-. Arreglaremos un horario que te permita estudiar y ganarás más que en “La Crónica”. Ya es hora de que te pongas al corriente de todo. En cualquier momento yo me muero y entonces tú y el Chispas tendrán que sacar adelante la oficina. Tu padre te necesita, Santiago.
No estaba enfurecido, ni esperanzado ni ansioso como otras veces, Zavalita. Estaba deprimido, piensa, repetía las frases de siempre por rutina o terquedad, como quien juega las últimas reservas en una sola mano sabiendo que también ahora va a perder. Tenía un brillo descorazonado en los ojos y las manos unidas sobre la manta.
– Sólo te serviría de estorbo en la oficina, papá-dijo Santiago-. Sería un verdadero problema para ti y para el Chispas. Sentiría que me están pagando un sueldo de favor. Además, no hables de morirte. Tú mismo acabas de decirme que te sientes mucho mejor.
Don Fermín estuvo cabizbajo unos segundos, luego alzó la cara y sonrió, empeñosamente: estaba bien, no quería fregarte más la paciencia con lo mismo, flaco. Piensa: sólo decirte que me darías la alegría más grande de la vida si un día entras por esa puerta y me dices renuncié al periódico, papá. Pero se calló, porque había llegado la señora Zoila, jalando un carrito con tostadas y tacitas de té. Vaya, por fin se había acabado el tele-teatro, y comenzó a hablar de Popeye y la Teté. Estaba preocupada, piensa, Popeye quería casarse el próximo año pero la Teté era una criatura, ella les aconsejaba esperen un tiempito más. La vieja de tu madre no quiere ser abuela todavía, bromeaba don Fermín. ¿Y el Chispas y su enamorada, mamá? Ah Cary estaba muy bien, encantadora, vivía en la Punta hablaba inglés. Y tan seriecita, tan formalita. Hablaban de casarse el próximo año, también.
– Menos mal que a pesar de tus locuras todavía no te ha dado por ahí -dijo cautelosamente la señora Zoila-. Supongo que tú no estarás pensando en casarte ¿no?
– Pero tendrás enamorada -dijo don Fermín-. Quién es, cuéntanos. No se lo diremos a la Teté, para que no te vuelva loco.
– No tengo, papá -dijo Santiago-. Palabra que no.
– Pues deberías, qué esperas -dijo don Fermín-. No querrás quedarte solterón, como el pobre Clodomiro.
– La Teté se casó unos meses después que yo -dice Santiago-. El Chispas, un año y pico después.
YA SABÍA que vendría, pensó Queta. Pero le pareció increíble que se hubiera atrevido. Era medianoche pasada, no se podía dar un paso, Malvina estaba borracha y Robertito sudaba. Borrosas en la medialuz envenenada de humo y chachachá, las parejas oscilaban en el sitio. De rato en rato, Queta distinguía en distintos puntos del Bar o en el saloncito o en los cuartos de arriba los disforzados chillidos de Malvina. Él seguía en la puerta; grande y asustado, con su flamante terno marrón a rayas y su corbata roja, los ojos yendo y viniendo. Buscándote, pensó Queta, divertida.