Poco después se produjeron reveses y cambios encadenados, aunque él me los transmitía espaciadamente, sin duda por delicadeza: sólo cuando hacía algún tiempo que había ocurrido me comunicó la separación de Éliane. No me dio explicaciones lineales, pero a lo largo de nuestra charla -esta vez en Madrid, en una visita a un hermano que ahora vivía aquí- me las dio a entender, y entendí estas cuatro: un hijo muerto no une necesariamente, sino que a veces separa si la cara del uno no hace sino recordarle esa muerte al otro; los años de espera de algo concreto, un libro y su publicación, quedan justamente quebrados cuando lo esperado llega; lo que nace en la infancia no se acaba nunca, pero tampoco se cumple; el dolor propio no es que se pueda, se tiene que soportar, pero lo que no se puede es pedir que asistamos al que se inflige a sí mismo el otro, porque nunca veremos su necesidad. Aquella ruptura no supuso, con todo, el fin de la adoración: Xavier confiaba en que se demorara el divorcio, también en que Éliane no abandonara París, le ofrecían un trabajo excelente como decoradora en Montreal.
Más tarde me comunicó que su herencia o sus rentas habían llegado a su término (tal vez eran cantidades que el padre desviaba de los negocios de la familia y se cansó de seguir con la práctica). Hasta entonces su único trabajo remunerado había sido la traducción monumental de Burton, a cuyo cincuenta por ciento aún no había llegado; desconocía los horarios, por supuesto madrugar. Decidió ejercer entonces su carrera olvidada e inició las gestiones para hacerlo en París, de donde en ningún caso quería moverse mientras Éliane permaneciera allí. Esperó la nacionalidad y el doctorado de estado, tuvo que trabajar al principio como enfermero, luego en un dispensario (‘Hombres y mujeres, ancianos y adolescentes transformados en lampistería: allá voy para arbitrar entre horrores y bagatelas’). Estuvo a punto de incorporarse a Médecins du Monde o Médecins sans Frontières, organizaciones que lo habrían enviado una temporada a Africa o a Centroamérica con los gastos pagados pero sin darle un salario, de allí habría vuelto con los bolsillos sin peso. Ya no dispuso de todo su tiempo para escribir, y disminuyó la velocidad con que iba cubriendo su famoso ciento. De Éliane no quería hablar mucho, sí lo hacía en cambio de otras mujeres jóvenes o no tanto, entre ellas mi amiga italiana que yo le había presentado años atrás: según él ella fue muy cruel; según ella sólo se defendió: tras pasar una noche juntos él salió de la casa de ella para regresar a las pocas horas con su equipaje, ya dispuesto a vivir allí. Fue expulsado con indignación femenina. Yo escuché ambas versiones y no opiné, solamente lo lamenté.
Ya no era un autor inédito, pero su novela en España no tuvo ventas ni apenas reseñas, como era de prever. Cuando yo iba a París solíamos quedar a cenar o almorzar en el Balzar o en Lipp, y eso no cambió, pero ahora permitía que yo invitara, cuando él había impuesto siempre la ley de la hospitalidad: tú eres un forastero y esta es mi ciudad.
Seguía vistiendo bien -lo recuerdo mucho con gabardina elegante-, como si a eso no pudiera renunciar por educación, tal vez la única herencia del padre. Quizá, sin embargo, ya no combinaba los colores tan adecuadamente, como si eso hubiera dependido del excepcional sentido de Éliane para ellos y para cuanto fuera ornamento. Una vez la mencionó en una carta: ‘De la raíz separada de Éliane brotan con furia retoños de rayo por los que se me va la mitad de la vida’, dijo. Durante dos años en que no nos vimos cambió un poco físicamente, y con su tacto de siempre me lo advirtió: ‘No sólo estoy cansado mentalmente sino además en pésima forma física. Testigo de cargo es la alopecia galopante que me obliga a llevar gorra para protegerme del malhumorado otoño de esta latitud.’ Tuvo que trasladarse a un barrio más bien magrebí. En uno de mis viajes no contestaba al teléfono aunque yo sabía que estaba en París. Pensé que tal vez se lo habían cortado, cogí el metro y me presenté en su remota y desconocida casa, es decir, en lo que resultó ser su cuarto, tan exiguo y tan poco amueblado, paradero de la desolación. Pero en realidad de esa escena sólo recuerdo su cara de alegría al verme en el umbral. Sobre su mesa de trabajo había un vaso de vino.
Las cosas fueron mejorando un poco mientras yo me alejaba y viajaba a Italia y ya no a París, cuando viajaba. Xavier Comella encontró por fin un empleo perfecto para sus propósitos, si bien -en consonancia- no le procuraba demasiado dinero: médico interino o de reemplazo en un hospital, casi sólo trabajaba cuando lo precisaba o quería: siempre que cubriera un mínimo de suplencias al mes, quedaba a su voluntad aumentar el número según sus fuerzas o necesidades, y eso le permitió volver a tener tiempo para la impaciente ejecución de su obra. Esa impaciencia yo no la entendía muy bien, habida cuenta de que tras Vivisección nada más veía la luz: ni su novela Hécate, ni la titulada La Espada sin filo, ni su Tratado de la voluntad ni sus poemas que me mandaba a veces eran aceptados por ninguna editorial. Recuerdo dos versos de una ‘imaginaria’ que recibí: ‘Vigilia de tu geminado espíritu / Es el sueño en que por cuerpo me niego.’ Cuanto escribía seguía siendo difícilmente comprensible, cuanto escribía tenía brío. Yo lo leía poco, él seguía traduciendo la Anatomía.
Hacía ya diez u once años que nos conocíamos cuando una mañana volvimos a estar sentados en la acristalada terraza de un café de Saint-Germain. Había ennoblecido de aspecto y había aprendido a peinarse el pelo que le iba escaseando como si se le hubiera vuelto más rubio. Lo vi animado tras aquellos años en que había padecido males, y me informó de los importantes avances de sus escritos, había llegado al ochenta y tres y medio por ciento de la totalidad de su obra, según me dijo, ya asumiendo mi ironía al respecto. Luego hizo su ademán confidencial y se puso más serio: le faltaban sólo dos textos para terminar, una novela que se titularía Saturno y el aplazado ensayo sobre el dolor. La novela sería lo último por sus complicaciones técnicas, y ahora se sentía con fuerzas para volver a su experimento y suspender de nuevo su medicación. Confiaba en aguantar esta vez lo bastante para poder ponerse a escribir sabiendo cuanto debía saber. ‘En estos años de ejercicio de mi profesión he visto mucho dolor, e incluso lo he administrado: lo he combatido y lo he permitido, según lo que fuera más beneficioso para el paciente; lo he suprimido de cabo a rabo con morfina y otros medicamentos y drogas que no se hallan en el mercado y a los que sólo los médicos tenemos acceso, muchos son un secreto tan bien guardado como si fuera de guerra, lo que dan las farmacias y los dispensarios es una mínima parte de lo que existe; pero de todo hay un mercado negro. El dolor lo he visto, lo he observado, lo he graduado, lo he mensurado, pero ahora me toca sufrirlo de nuevo, y no sólo el físico, con el que es fácil dar, sino el psíquico, el dolor que hace que la cabeza pensante no desee otra cosa que dejar de pensar, y no puede. Tengo el convencimiento de que el mayor dolor es el de la conciencia, contra el que no hay apenas remedio ni amortiguamiento, ni más cesación que la muerte, y aun así de eso no estamos seguros.’ Esta vez no intenté disuadirlo, ni siquiera de la manera oblicua y levísima en que lo había hecho ante su primer anuncio de la investigación personal. Nos teníamos mucho respeto, sólo le dije: ‘Bueno, tenme al tanto.’
No se puede afirmar que lo hiciera, esto es, no me fue informando de su proceso ni de su razonamiento, quizá porque no podía hablar de ello más que indirectamente y a través de sensaciones y síntomas y estados de ánimo, a los que no tenía inconveniente en hacer referencia, y así, en sus cartas de los siguientes meses -yo estaba en Madrid o en Italia- no contaba mucho de lo que le ocurría o pensaba, letras más lacónicas que de costumbre, pero de vez en cuando soltaba una frase que me ensombrecía, nítida o enigmática, confesional o críptica según los casos: de las segundas, que solían venir al final de las cartas, justo antes de la despedida o incluso después, en un post-scriptum, he vuelto a leer hoy unas cuantas: ‘Dolor pensamiento placer y futuro son los cuatro números necesarios y suficientes de mi interés.’ ‘Nada mancha más que el exceso de pudor: paga antes de ser tu propio Shylock.’ ‘Hagamos lo posible por no soltarnos del vagón de cola.’ ‘Si no desiertas del desierto el desierto se hará transitivo y te desertará y transitivo no en el te sino en el hacerte desierto.’ ‘Un fuerte abrazo y no des descanso a nadie. Te lo podrían hacer pagar.’ Esas cosas decía. Entre las primeras hay una continuidad, incluso un progreso: ‘Ni me apetece escribir, ni me apetece ejercer, ni viajar, ni pensar, ni tan siquiera desesperar’, decía, y a la siguiente: ‘Leo por simulacro de ocupación.’ Algo después pensé que se había recuperado un poco, ya que mencionaba abiertamente -la única vez- la prueba en la que estaba inmerso: ‘De mi experiencia ética del dolor endógeno sigo a la espera de que estalle la bomba de relojería que monté a principios de verano pero no sé el día ni la hora. Ya lo ves, pero no te pares mucho a mirarlo, es demasiado patético para merecer consideración, y si algo de titánico hay en todo ello la verdad es que me siento francamente enano.’ Yo no sé qué le respondía, ni si le preguntaba, uno olvida sus propias cartas en cuanto las echa al buzón, o aun antes, en cuanto lame el sobre y lo cierra. Él seguía dándome el escueto parte de su inactividad: ‘Un poco de medicina, muy poco de pluma, algo más de recogimiento. La hojarasca húmeda.’ Yo recordaba que en su primero y fracasado intento había hablado de seis meses como del tiempo que habría necesitado resistir sin su medicación para alcanzar lo que buscaba, y por eso esperé que con la llegada del invierno su bomba de relojería estallara o bien tuviera que detenerla, aunque fuera para ir de cabeza al hospital otra vez. Pero esa estación sólo contribuyó a su empeoramiento, que él sin embargo no debió juzgar suficiente: ‘Yo estoy como exangüe desde hace dos meses. Ni escribo, ni leo, ni escucho, ni veo. Oigo truenos, eso sí, pero no sé si es una tormenta que se aleja o se acerca, ni si es pasada o futura. Aquí termino: el buitre me picotea ya el hemisferio izquierdo.’ Supuse que se refería a la migraña que lo torturaba.
Luego pasaron casi dos meses sin ninguna noticia, y al cabo de ese tiempo recibí en Madrid una llamada de Éliane. Tras su separación no había mantenido con ella ningún contacto, pero no tuve capacidad para la sorpresa, sino que en seguida pensé lo peor. ‘Xavier me ha pedido que te llame’, me dijo en francés con ese tiempo verbal que tan poco indica sobre cuándo ocurrió lo ocurrido, y antes de que continuara dudé si se lo habría pedido antes de morir o en aquel mismo instante, si estaba vivo. ‘Ha tenido una recaída muy fuerte y está hospitalizado, quizá para un poco de tiempo; por ahora no podrá escribirte, y no quería que te preocuparas demasiado. Ha estado mal, pero ya está mejor.’ Había en sus palabras tanto convencionalismo como era admisible en una llamada así, pero me atreví a preguntarle dos cosas aunque eso supusiera violentar a un recuerdo, es decir, a quien ya era dos veces recuerdo: ‘¿Ha intentado suicidarse?’ ‘No’, contestó, ‘no ha sido eso, pero ha estado muy mal.’ ‘¿Vas a volver con él?’ ‘No’, contestó, ‘eso es imposible.’