Lo vi dos veces en persona y la primera fue la más alegre y la más desdichada, aunque lo segundo sólo retrospectivamente, es decir, lo es ahora pero no lo era entonces, luego en realidad no debería decir tal cosa. Fue en la discoteca Joy a altas horas de la noche, sobre todo para él, se supone que los futbolistas deben estar acostados desde muy temprano, permanentemente concentrados en el próximo partido, o entrenando y durmiendo, viendo vídeos de otros equipos o del suyo propio, viéndose a sí mismos, sus aciertos y fallos y las oportunidades perdidas que siempre vuelven a perderse hasta el fin de los tiempos en esas películas, durmiendo y entrenando y alimentándose, una vida de bebés casados, conviene que tengan mujer para que les haga de madre y les vigile el horario. La mayoría no hacen ni caso, detestan dormir y detestan los entrenamientos, y los grandes piensan en el partido sólo cuando salen al campo y ven que más les vale ganarlo porque allí hay cien mil personas que sí llevan una semana dándole vueltas al enfrentamiento o pidiendo venganza contra los odiados rivales. Para los grandes los rivales sólo existen durante noventa minutos y nada más que por un motivo: están ahí para impedirles a ellos lograr lo que ansían, eso es todo. Luego podrían irse de copas con esos adversarios, si no estuviera mal visto. El resentimiento pertenece a los jugadores mediocres.
Él no era desde luego mediocre, y durante algún tiempo se pensó que sería un grande cuando estuviera más maduro y más centrado, lo cual no ocurrió nunca, o quizá demasiado tarde. Era húngaro como Kubala y Puskas y Kocsis y Czibor, pero su apellido era mucho más impronunciable para nosotros, se escribía Szentkuthy y la gente acabó llamándolo ‘Kentucky’, mucho más familiar y más castellano, y de ahí se lo apodó a veces con impropiedad ‘Pollofrito’ (no casaba con su complexión atlética), los locutores de radio más atrevidos y vehementes se permitían abusos cuando pisaba el área: ‘Atención, Kentucky puede freír al Barça.’ O bien: ‘Ojo que Pollofrito puede hacer saltar la sartén por los aires, quiere organizar una de sus fritangas, cuidado que es todo aceite, aceite hirviendo, ¡ojo que quema, ojo que es resbaladizo y no se mezcla!’ Dio mucho juego a los periodistas, pero ellos olvidan pronto.
Cuando coincidí con él en la discoteca Joy llevaba temporada y media en Madrid y hablaba ya un buen español, muy correcto aunque limitado, con un innegable acento de lo más tolerable, parece que los centroeuropeos tengan siempre facilidad para las lenguas, somos los españoles los menos hábiles para aprender bien otras o pronunciarlas, ya lo decían los historiadores romanos, ese pueblo incapaz de pronunciar la s líquida, de Scipio como de Schillaci como de Szentkuthy: Escipión, Esquilache, Kentucky, han cambiado las tendencias lingüísticas. A Szentkuthy (lo llamaré por su verdadero nombre, puesto que lo escribo y no he de decirlo) ya le había dado tiempo a superar el deslumbramiento de un país nuevo y festivo y lujoso para su experiencia previa de acero, pero no todavia a tomárselo como algo natural y debido. Quizá estaba en ese momento que prosigue a roda consecución importante, en el que a uno ya no le parece un mero regalo o un milagro lo que ha logrado (ya da crédito) y empieza a temer por su permanencia, o mejor dicho, a vislumbrar como horror la vuelta posible al pasado con el que se estuvo conforme y uno tiende por tanto a borrarlo, yo no soy el que fui, soy sólo ahora, no vengo de ningún lado y no me conozco.
Conocidos comunes nos reunieron en la misma mesa, si bien durante largo rato él no se acercó a ella más que para recuperar un segundo su vaso y echar un trago entre baile y baile, una forma de entrenarse, un atleta incansable, por lo menos tendría cuerda para noventa minutos y una prórroga. Bailaba mal, con demasiado entusiasmo y poco ritmo, sin el mínimo de suficiencia necesario para armonizar los movimientos, y algunos de la mesa se reían de él, en este país un elemento de crueldad en todas las situaciones aunque nada obligue a ella, gusta hacer daño o creer que se hace. Vestía mejor que cuando llegó al equipo, según las fotos que vi en la prensa, pero no lo bastante si se lo comparaba con sus compañeros españoles, más estudiosos de la indumentaria, esto es, de los anuncios. Era uno de esos hombres que dan la impresión de llevar siempre la camisa por fuera de los pantalones aunque la lleven metida, la camiseta desde luego la llevaba por fuera en el terreno de juego cuando se lo consentía el árbitro. Por fin se sentó y ordenó a todos, con aspavientos y risa, que salieran a bailar para que él los viera mientras descansaba, ahora quería él divertirse pero sin malicia sin duda, sin crueldad ninguna, tal vez quería aprender de otros movimientos menos bisoños que los suyos. Yo fui el único que no le hizo caso, yo nunca bailo, sólo miro. No me insistió, no tanto porque no supiera quién era, no me conociera -eso parecía importarle poco, en la certidumbre de que a él sí lo conocía todo el mundo-, cuanto por mi gesto firme de negativa. Moví la cabeza de un lado a otro como solemos hacerlo los habitantes de las ciudades cuando negamos a un mendigo una limosna sin aflojar el paso. La comparación no es mía, fue suya:
Parece que me haya negado usted una limosna -dijo cuando nos quedamos solos, los demás en la pista para complacerlo. Utilizaba el ‘usted’ como buen extranjero que tiene aún presentes las reglas, no era malo su vocabulario, la palabra ‘limosna’ no es tan frecuente.
¿Cómo lo sabes? ¿Te la han negado alguna vez? -dije yo, y lo tuteé en cambio, por la diferencia de edad y por algún complejo de superioridad inconsciente, del cual en seguida adquirí conciencia y por eso añadí: -Podemos tutearnos.- Y aun así lo añadí como quien concede un permiso.
¿Y a quién no? Hay muchos tipos de limosnas. Soy Szentkuthy -dijo ofreciéndome la mano-, aquí nadie presenta a nadie.
Era un tipo listo: se conducía de acuerdo con la realidad (todo el mundo sabía quién era), pero negaba ese comportamiento con las palabras. Es decir, distinguía entre ambas cosas, lo cual no es tan fácil sin resultar abrumadoramente hipócrita o detestablemente ingenuo. Yo le dije mi nombre, añadí mi profesión, le estreché la mano. No me preguntó por esa profesión tan lejana a la suya, no le interesaba ni para llenar una conversación impensada y seguramente indeseada, él contaba con haberse quedado solo en la mesa contemplando el baile. Tenía el pelo rubio partido en dos bloques ondulados y casi simétricos peinados hacia atrás como si fuera un director de orquesta, una sonrisa cuadrada como de tebeo, la nariz un poco ancha, unos ojos azules muy pequeños y muy brillantes, como diminutas bombillas de feria.
¿Con cuál estás? -le dije señalando con la cabeza negadora hacia las mujeres de la pista, habían salido todas en grupo- ¿Cuál es tu novia? ¿Con cuál de ellas estás? -insistí para hacer más clara la pregunta.
Pareció gustarle que no le hablara en seguida del equipo ni del entrenador ni del campeonato y quizá por eso contestó sin pudor y con una sonrisa casi infantil. Su orgullo no era ofensivo ni vejatorio, ni siquiera para las mujeres, lo dijo como si ellas lo hubieran elegido a él, no al revés, y quizá había sido así:
De las seis de la mesa -dijo-, he estado ya con tres, ¿qué le parece? -Y alzó tres dedos de la mano izquierda, con el estrépito no era fácil oírse. Él seguía llamándome de usted, la reiteración me hizo sentir algo viejo.
Y hoy qué toca -respondí-, repetirse o renovar.
Él rió.
Repetirse sólo si no hay más remedio.
Un coleccionista, ¿eh? ¿Qué más coleccionas? Bueno, goles aparte.
Se quedó pensando un instante.
Eso, goles y mujeres, nada más. Cada gol una mujer distinta, es mi forma de celebrarlos -dijo risueño, tanto que parecía una mera broma y no cierto.
Llevaba unos veinte marcados en lo que iba de temporada, sólo en el campeonato de Liga, seis o siete más entre la Copa y la competición europea. Yo suelo seguir el fútbol, en realidad habría preferido hablarle del juego, preguntarle como un admirador más, un hincha. Pero él debía de estar aburrido de eso.
¿Siempre fue así? ¿También en Hungría, en el Honved? -se lo había fichado de ese equipo de Budapest, donde él había nacido.
Oh no, en Hungría no -dijo serio-. Allí tenía una novia.
¿Qué ha sido de ella? -le pregunté.
Ella me escribe -dijo escuetamente y sin ninguna sonrisa.
¿Y tú?
Yo no abro sus cartas.
Szentkuthy tenía entonces veintitrés años, era un crío, me extrañó que tuviera la fuerza de voluntad, o la ausencia de curiosidad necesaria para semejante cosa. Aunque supiera el contenido probable de aquellas cartas, es difícil no querer saber cómo se dice. También tenía que tener dureza.
¿Por qué? ¿Y ella sigue escribiéndote a pesar de todo?
Sí -respondió como si no hubiera nada de raro en ello-. Ella me quiere. Yo no puedo ocuparme de ella, pero no lo entiende.
¿Qué es lo que no entiende?
Ella ve las cosas para siempre, no entiende que las cosas cambien, no entiende que yo no cumpla las promesas que le hice un día, hace muchos años.
Promesas de amor eterno.
Sí, quién no las ha hecho y nadie las cumple. Todos hablamos mucho, las mujeres exigen que se les hable, por eso yo aprendo la lengua del país muy rápido, ellas siempre quieren que se les hable, después sobre todo, yo preferiría no decir nada después ni antes, como en el fútbol, metes un gol y gritas, no hace falta decir ni prometer ninguna cosa, se sabe que meterás más goles, eso es todo. Ella no entiende, ella cree que soy suyo, para siempre. Es muy joven.
Quizá aprenda con el tiempo, entonces.
No, no lo creo, usted no la conoce. Para ella seré siempre suyo. Siempre.
Esta última palabra la dijo con voz ominosa y respeto, como si ese ‘siempre’ que no era de él, sino de ella, que él negaba con los hechos a diario y con la distancia, supiera sin embargo que tenía más fuerza que cualquiera de sus negaciones, que cualquiera de sus goles madrileños y sus mujeres volátiles y conmutables. Como si supiera que uno no puede hacer nada contra una voluntad afirmativa, cuando la propia es sólo una voluntad que remolonea y niega, la gente se convence de que quiere algo como medio más eficaz para conseguirlo, y esa gente siempre tendrá ventaja frente a los que no saben qué quieren o están enterados sólo de lo que no desean. Los que somos así estamos inermes, padecemos una debilidad extraordinaria de la que no siempre somos conscientes y así nos puede anular fácilmente otra fuerza mayor que nos ha elegido, de la que escapamos sólo durante algún tiempo, las hay infinitamente resueltas e infinitamente pacientes. Por la manera en que Szentkuthy había dicho ‘siempre’ supe que acabaría casándose con aquella joven de su país que escribía, eso pensé entonces sin mucha intensidad, en realidad era un pensamiento circunstancial y anecdótico, me resultaba indiferente, no vería a Szentkuthy más que por televisión o en el estadio, tanto como pudiera, eso sí, yo adoraba su juego.