Para el médico nocturno, que no quiso ser ficticio
Hoy he recibido una carta que me ha hecho acordarme de un amigo. La escribía una desconocida, de mí y del amigo.
A él lo conocí hace quince o dieciséis años y dejé de tratarlo hace dos, a causa de su muerte y no de otra cosa, aunque nunca nos vimos mucho, dado que él vivía en París y yo en Madrid. Yo visitaba su ciudad con razonable frecuencia, él muy rara vez la mía. Sin embargo no nos conocimos en ninguna de ellas, sino en Barcelona, y antes de vernos por primera vez yo ya había leído un texto suyo que me había mandado la editorial madrileña a la que por entonces ofrecía consejo (mal remunerado, como suele ser el caso). Aquella novela o lo que quiera que fuese era muy difícilmente publicable, y de ella no recuerdo apenas nada: sólo que tenía inventiva verbal y gran sentido del ritmo y considerable cultura (el autor conocía la palabra ‘pecio’) y que por lo demás era casi ininteligible, o para mí lo era: si fuera un crítico tendría que decir que se trataba de un continuador aumentativo de Joyce, pero menos pueril o senil que el último Joyce al que seguía a distancia. Aun así lo recomendé y mostré mi aprecio relativo en un informe, y eso hizo que su agente me llamara (aquel escritor con vocación de inédito tenía sin embargo agente) para establecer una cita con ocasión de un viaje de su representado a Barcelona, donde vivía su familia y también vivía yo, hace quince o dieciséis años.
Se llamaba Xavier Comella, y siempre me cupo la duda de si los negocios a los que veladamente se refería de vez en cuando como ‘los negocios de la familia’ serían la cadena de tiendas de ropa del mismo nombre en esa ciudad (jerseys eminentemente). Dado el carácter iconoclasta de su texto, yo esperaba encontrarme a un individuo barbado y selvático o bien a un iluminado con atuendo algo polinesio y colgantes metálicos, pero no fue así: por la boca del metro de Tibidabo, donde habíamos quedado, apareció un hombre poco mayor que yo, de veintiocho o veintinueve años entonces, y mucho mejor trajeado (soy persona de orden, pero él llevaba corbata y gemelos, lo cual era raro para nuestra edad y la época, corbata de nudo estrecho); con un rostro enormemente anticuado, parecía salido de los mismos años de entreguerras de los que procedía su literatura: el pelo rubiáceo echado hacia atrás y levemente ondulado como el de un piloto de caza o un actor francés en blanco y negro -Gérard Philipe, o Jean Marais en su juventud-; los iris color jerez con una mancha oscura en el blanco del ojo izquierdo que hacía a su mirada mirar herida; la mandíbula fuerte, como si la tuviera apretada siempre, una dentadura agradable y recia, un cráneo bien visible a través de la frente limpia, uno de esos cráneos que parecen a punto de estallar permanentemente, no tanto por su tamaño, que era normal, cuanto porque al hueso frontal no parece bastarle la piel tirante para contenerlo, tal vez era efecto de un par de venas verticales, demasiado protuberantes y azules. Era agraciado y amable, o aún más, extraordinariamente educado, asimismo para su edad y la época más bien grosera, uno de esos hombres con los que uno prevé que no se podrá tomar confianzas y sí en cambio confiar en ellos. Tenía un deliberado aspecto extranjero o tal vez extraterritorial que acentuaba su enajenación del tiempo que le había tocado, labrado sin duda el aspecto por sus siete u ocho años ya fuera de nuestro país: hablaba español con la grata entonación de los catalanes que no han hablado apenas catalán (suaves la c y la z, suaves la g y la j) y con un poco de titubeo antes de arrancar las frases, como si tuviera que llevar a cabo una mínima traducción mental previa, las tres o cuatro primeras palabras de cada oración. Sabía varias lenguas y leía en ellas, incluido el latín, de hecho comentó que había venido leyendo las Tristia de Ovidio en el avión de París, y lo comentó no tanto con pedantería cuanto con la satisfacción que produce el logro de lo que cuesta esfuerzo. Tenía algo de mundo y le gustaba tenerlo y hacerlo ver, durante la larga conversación que mantuvimos en el bar de un hotel cercano hablamos demasiado de literatura y pintura y música, es decir, de los asuntos que fácilmente se olvidan, pero algo me explicó de su vida, de la que tanto en aquella ocasión como durante los posteriores años en que nos tratamos hablaba siempre con una contradictoria mezcla de discreción e impudor. Esto es, lo contaba todo o casi todo, cosas muy íntimas, pero con una seria naturalidad -o era tacto- que en cierto sentido le restaba importancia, como quien considera que todo lo extraño y terrible y angustioso y triste que puede ocurrirle a uno no es otra cosa que lo normativo y el sino de todos, luego también del que escucha, que no deberá sorprenderse. No por eso carecía del ademán confidencial, pero quizá más como parte del bagaje de gestos del hombre atormentado que porque tuviera verdadera conciencia de lo que era en principio incontable, o uno hubiera dicho que lo era. En aquella primera oportunidad me contó lo siguiente: había estudiado medicina pero no la ejercía, sino que vivía, enteramente dedicado a la literatura, de una larga herencia o de rentas familiares, quizá procedentes de un abuelo textil, ya no recuerdo bien. Disponía de ellas y las había explotado desde hacía siete u ocho años, los que llevaba en París, adonde se había trasladado gracias a ese dinero huyendo de la para él mediocre y átona vida intelectual barcelonesa, que por lo demás no había tenido tiempo de conocer más que por la prensa, dada su juventud al partir. (Creció en Barcelona pero había nacido en Madrid, al ser su madre de esta ciudad.) En París se había casado con una mujer llamada Éliane (siempre la nombraba así, jamás le oí decir ‘mi mujer’), cuyo gusto para los colores, dijo, era el más exquisito que pudiera encontrarse en un ser humano (no pregunté, pero supuse que en tal caso sería pintora). Tenía un amplio y ambicioso proyecto literario del cual había realizado ya el veinte por ciento, señaló con precisión, aunque todavía nada se había publicado: dejando de lado a sus allegados, yo era la primera persona que se interesaba por sus escritos, que comprendían no sólo novelas, sino ensayos, sonetos, teatro y hasta una pieza para marionetas. Era evidente que confiaba mucho en que prevaleciera mi criterio en el seno de la editorial, sin saber que la mía era sólo una voz entre muchas, y no de las más autorizadas, dada mi juventud. Me dio la impresión de que tenía que ser bastante feliz, o lo que por eso suele entenderse: parecía muy enamorado de su mujer, vivía en París mientras en España acabábamos de salir del franquismo si es que habíamos salido, no tenía que trabajar ni más obligaciones que las que se impusiera él mismo, probablemente llevaba una interesante o amena vida social. Y sin embargo ya en aquel primer encuentro había en él un elemento de turbiedad y desazón, como si de él emanara una nube de sufrimiento, o quizá era una polvareda que iba condensando para luego sacudírsela y dejarla atrás. Cuando me habló de lo mucho que elaboraba sus textos, de las infinitas horas que había empleado para escribir cada una de las páginas que yo había leído, creí que era sólo eso: una concepción anticuada como él mismo, casi patética de la escritura, un llamamiento al dolor necesario para conseguir que las palabras transmitan algo de conmoción sin que importe su significado, como lo logran la música o el color sin figura o deberían lograrlo las matemáticas, dijo. Le pregunté si también le había costado horas una de sus páginas más fáciles de recordar, en la que aparecía tan sólo, cinco veces por línea, el gerundio ‘cabalgando’, así: ‘cabalgando cabalgando cabalgando cabalgando cabalgando’, lo mismo en todas las líneas. Me miró con sorpresa -unos ojos ingenuos- y al cabo de unos segundos se echó a reír. ‘No’, contestó, ‘esa página no me llevó horas, desde luego. Hay que ver cómo eres’, añadió con inesperada simpleza, y volvió a reír.
Llegaba siempre con un poco de retraso a las bromas, o, mejor dicho, a las leves tomaduras de pelo que sobre todo más adelante yo me permitía para rebajar la intensidad de lo que en ocasiones me contaba o decía. Era como si no comprendiera el registro irónico a las primeras de cambio, como si también en esto tuviera que efectuar una traducción: al cabo de unos momentos de desconcierto o asimilación se echaba a reír abiertamente con una carcajada casi femenina de tan generosa, como admirado de que alguien tuviera capacidad para la chanza en medio de una conversación seria si no solemne o incluso dramática, y lo apreciara mucho, la chanza y la capacidad. Eso suele ocurrirles a las personas que creen no tener un átomo de frivolidad; él tenía, pero lo ignoraba. Al ver su reacción aventuré alguna guasa más (quizá deba decir que es mi principal manera de mostrar simpatía y afecto), y le dije más tarde: ‘La verdad es que sólo te falta poder publicar para tener una vida idílica, de cuento de Scott Fitzgerald antes de que a los personajes se les tuerzan las cosas.’ Esto le hizo ensombrecerse un poco, se me ocurrió que tal vez por la mención de un autor que no debía interesarle nada, aún menos que a mí. Me contestó con gravedad: “También me sobra algo.’ Hizo una pausa teatral, como si dilucidara si iba a contarme o no lo que ya tenía en la punta de la lengua. Yo guardé silencio. Él lo soportó (soportaba el silencio mejor que nadie); yo no. Pregunté: ‘¿Qué es?’ Esperó aún un poco y luego contestó: ‘Soy melancólico.’ ‘Vaya’, dije yo sin poder evitar sonreír, ‘suelen recurrir a eso quienes tienen privilegios excesivos que hacerse perdonar. Pero es una enfermedad antigua, y como tal no será grave, supongo: nada clásico es muy grave, ¿verdad?’
En él casi nunca había doble intención, y se apresuró a deshacer lo que juzgó que era un equívoco. ‘Padezco de depresión melancólica casi continuamente’, dijo; ‘vivo medicado y eso lo amortigua, y si interrumpiera la medicación me suicidaría, es casi seguro. Antes de irme a París lo intenté ya una vez. No es que me hubiera ocurrido nada concreto, ninguna desgracia, es simplemente que sufría y no soportaba vivir. Esto puede sucederme de nuevo en cualquier instante, desde luego me sucedería si interrumpiera la medicación. Eso me dicen y probablemente tienen razón, yo soy médico.’ No le echaba dramatismo, hablaba de ello con absoluto desapasionamiento, en el mismo tono en que me había contado lo demás. ‘¿Cómo fue esa vez?’, pregunté yo. ‘En la casa de campo de mi padre, en Gerona, cerca de Cassá de la Selva. Me apunté al pecho con una carabina, sujetando la culata entre las rodillas. Me temblaron, flaquearon, la bala se incrustó en una pared. Era demasiado joven’, añadió a modo de disculpa, y sonrió amablemente. Era un hombre muy atento y no me dejó pagar.