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Sangre de lanza

Para Luis Antonio de Villena

Me despedí para siempre de mi mejor amigo sin saber que lo estaba haciendo, porque a la noche siguiente, con demasiado retraso, lo descubrieron tirado en la cama con una lanza en el pecho y una mujer desconocida al lado, también muerta pero sin el arma homicida en el cuerpo porque el arma era la misma y se la habían tenido que arrancar tras clavársela, para mezclar su sangre con la de mi mejor amigo. Las luces estaban encendidas y la televisión, y así sin duda habían permanecido durante todo aquel día, el primero de mi amigo sin vida o del mundo sin su mundana presencia desde hacía treinta y nueve años, bombillas incongruentes con el sol severo de la mañana y quizá no tanto con el cielo tormentoso de la tarde, pero a Dorta le habría molestado el dispendio. No sé bien quién paga los gastos de los muertos.

Tenía la frente abombada por un golpe previo, no era un chichón o si lo era ocupaba la superficie entera, la piel tirante sobre el cráneo elefantiásico, como si se hubiera frankensteinizado en la muerte, el arranque del pelo con una pequeña calva que nunca había tenido. Ese golpe debería haberlo dejado fuera de combate, pero al parecer no le había hecho perder del todo el conocimiento, porque tenía los ojos abiertos y las gafas puestas, aunque podía habérselas colocado después el lancero, como escarnio, uno no necesita gafas cuando es seguro que ya no va a ver más nada: toma, cuatro ojos, para que veas bien claro el camino del infierno. Llevaba el albornoz que utilizaba siempre a modo de bata, compraba uno nuevo cada pocos meses y este último fue amarillo, quizá debería haber evitado el color, como los toreros. Tenía sus zapatillas calzadas, zapatillas duras y rígidas como de americano, una especie de mocasín bien escotado por el empeine, sin ribetes y con el tacón muy plano, uno se siente más seguro si oye sus propios pasos. Las dos piernas desnudas asomaban por entre los faldones, vi que aunque era hombre velludo tenía las canillas calvas, hay quien pierde el pelo de esa zona por el roce eterno de los pantalones, o de los calcetines si son altos, medias de sport las llaman y él las usaba siempre, nunca se le vio franja de carne con las piernas cruzadas en público. Las sangres habían manado lo suficiente durante horas -con las luces encendidas y atareados testigos en la pantalla- para empapar el albornoz y las sábanas y arruinar el suelo de madera. La cama, sin colcha por el calor, no había sido abierta, el embozo intacto. Se lo veía pálido en las fotos, como a todos los cadáveres, con una expresión en él desusada, pues era homore festivo y risueño y bromista y la cara se aparecía seria, más que aterrorizada o estupefacta con un gesto de amargura, o tal vez -más sorprendente- de mero desagrado o fastidio, como si se hubiera visto obligado a algo no demasiado grave pero contrario a sus inclinaciones. Como morir parece grave al que muere si sabe que muere, no podía descartarse que le hubieran clavado la lanza estando él tan aturdido por el golpe previo que no hubiera tenido mucha conciencia de lo que ocurría, y eso podría explicar que tampoco hubiera reaccionado mientras hundían y sacaban con anterioridad el arma del pecho de la desconocida. La lanza era suya, traída unos años antes como recuerdo de un viaje a Kenia que le pareció detestable y del que vino lamentándose, como de costumbre cuando se ausentaba. Yo la vi más de una vez, metida descuidadamente en el paragüero, Dorta pensaba siempre que habría de colgarla algún día, uno de esos adornos fantaseados al verlos en manos ajenas y que ya no nos gustan tanto cuando por fin llegan a casa. Dorta no los coleccionaba pero de vez en cuando cedía al impulso de un capricho, sobre todo en países a los que sabía que no volvería. Quienes lo querían mal vieron algo de sarcasmo en la forma de su muerte, a él le gustaban mucho los bastones metálicos y puntiagudos, de esos tenía unos cuantos. Poca originalidad, una pedantería.

La mujer estaba casi desnuda, con unas braguitas tan sólo, en la casa no había rastro de las demás prendas con las que tendría que haber llegado, como si el lancero las hubiera recogido escrupulosamente tras sus asesinatos y se las hubiera llevado, nadie va así por la calle o en taxi por mucho calor que haga, quiero decir desnuda hasta tal extremo. Quizá era también un escarnio: ahí te quedas en pelotas, puta, así te irán follando en el camino hacia el infierno. Un engorro innecesario para un asesino en todo caso, todo lo que queda acusa, lo que queda en nuestras manos. La mujer tenía unos treinta años, tanto por el aspecto como por el informe del forense según dijeron, y podía ser una inmigrante por lo primero, cubana o dominicana o guatemalteca por ejemplo, la tez bronceada y los labios cuarteados y gruesos y los pómulos atrevidos, pero también hay muchas españolas que son así, en el sur y en el centro y hasta en el norte, no digamos en las islas, la gente se distingue menos de lo que quisiera. Ella sí tenía los ojos cerrados y una expresión de dolor en el rostro, como si no hubiera muerto en el acto y le hubiera dado tiempo a hacer el gesto involuntario, el dolor espantoso del hierro en la carne entrando y ya entrado, los dientes apretados instintivamente y la visión cegada, su desnudez sentida de pronto como una indefensión suplementaria, no es lo mismo que un arma blanca traspase primero una tela por fina que sea a que alcance la piel directamente, aunque el resultado no se diferencie en nada. O así lo creo, nunca he sido herido de este modo, toco madera, cruzo los dedos. En la mujer podía verse el boquete a la altura del nacimiento del pecho izquierdo, el uno y el otro me parecieron blandos en la medida en que se discernían y en que yo los miré por vez primera en las fotos, y fueron escasas ambas medidas. Pero uno se acostumbra a imaginar la textura y el volumen y el tacto de las mujeres al primer golpe de vista, más aún en estos engañosos tiempos, de haber sido rica se los habría siliconado, a su edad sobre todo, un tipo de blandura consustancial, que no depende de los años. Estaban manchados, la sangre seca. Tenía el pelo largo y alborotado y rizoso, parte de la melena le tapaba la mejilla derecha de forma poco natural, como si le hubiera dado tiempo a intentar cubrirse la cara con el cabello empujándolo con la mano, un último ademán de pudor o vergüenza para su posteridad anónima. En cierto sentido sentí más pena por ella, tuve la sensación de que su muerte era secundaria, que la cosa no iba en realidad con ella o que era sólo parte de un decorado. En la boca tenía restos de semen y el semen era de Dorta, según dijeron. También dijeron que ella tenía algunas caries, una dentadura de pobre, o víctima de los caramelos. Dijeron también que en ambos organismos había sustancias, esa fue la palabra, pero no mencionaron cuáles. No tengo mucho problema para imaginármelas.

Los dos estaban sentados, o mejor dicho no estaban del todo tumbados, más bien recostados, aunque en el caso de mi amigo no me ahorraron un detalle desagradable: la lanza herrumbrosa había penetrado con tanta fuerza que la punta nunca afilada ni bruñida ni tan siquiera limpiada desde que llegó de Kenia -pero tan aguda- había alcanzado la pared tras atravesar su tórax, dejándolo prendido a la cal como un insecto. Si a Dorta se le hubiera contado esto de otro, se habría estremecido pensando en el yeso dejado en el interior del cuerpo por la retirada de la lanza, alguien tuvo que sacarla, seguramente con más esfuerzo que quien la clavó en los dos pechos, el femenino y el masculino. El arma no había sido arrojada desde ninguna distancia, sino que se había embestido con ella más bien de abajo arriba, quizá a la carrera, quizá no, pero en el segundo caso la persona que la hubiera empuñado tenía que ser muy fuerte o alguien acostumbrado a clavar bayonetas. La alcoba era amplia, permitía coger carrerilla, toda la casa de Dorta era amplia, piso antiguo remozado, heredado de sus padres, él descuidaba todo menos dos espacios, el salón y el dormitorio, era grande para él. Acababa de cumplir los treinta y nueve años, se lamentaba de los cuarenta a la vuelta de la esquina, vivía solo pero invitaba a menudo a gente, de uno en uno.

Lo peor de estas edades es que a uno le parecen ajenas -me había dicho la noche de su muerte, durante la cena. Su cumpleaños había sido una semana antes, pero yo no había podido felicitarlo al estar él aquel día ausente en Londres. No había podido hacerle las tradicionales bromas por tanto, yo tenía tres meses menos y me permitía llamarlo ‘viejo’ durante ese periodo. Ahora tengo dos años más de los que él tuvo nunca, doblé mi esquina-. Hace unos días leí en el periódico una noticia que hablaba de un hombre de treinta y siete años, y en efecto la asociación de esa edad y la palabra ‘hombre’ me pareció adecuada, para ese individuo al menos. Para mí, en cambio, no lo sería. Yo todavía espero inconscientemente que se refieran a mí como a ‘un joven’ y desde luego cuento con que me tuteen, y figúrare, soy ya dos años mayor que ese hombre de la noticia. Los años deberían cumplirlos siempre los otros, hacernos ese favor. Es más: al igual que antiguamente los ricos pagaban a un individuo pobre para que hiciera el servicio militar o fuera a la guerra por ellos, debería ser posible comprar a alguien que cumpliera por nosotros los años. De vez en cuando nos quedaríamos con alguno, este año es mío, ya estoy harto de tener treinta y nueve. ¿No te parece una excelente idea?

A ninguno pudo ocurrírsenos que treinta y nueve sería en su caso el número fijo, del que podría hartarse hasta el fin de los tiempos sin posibilidad de cambiarlo y sin remedio. Así eran las ideas de Dorta cuando estaba animado y de buen humor, ideas poco excelentes y disparatadas, a veces ñoñas y pueriles invariablemente, y esto último tenía justificación al menos conmigo porque nos conocíamos desde niños y es difícil no seguir mostrándose un poco como se fue al principio con cada persona que conocemos: si uno fue caprichoso, deberá serlo indefinidamente de vez en cuando; si uno fue cruel, si fue frívolo, si fue enigmático, esquivo o débil o amado, ante cada uno tenemos nuestro repertorio, en el que se admiten variaciones pero no renuncias, si alguien rió una vez deberá reír siempre o será rechazado. Y por eso a Dorta lo llamé siempre Dorta y así lo recuerdo, en el colegio uno se conoce por el apellido hasta la adolescencia. Y del mismo modo que si continúa el trato uno ve en el adulto el rostro del niño con quien se compartió pupitre superpuesto siempre, como si los posteriores cambios o la acentuación de unos rasgos fueran máscara y juego para disimular la esencia, así los logros o reveses de las edades del otro se aparecen como irreales o más bien ficticios, como proyectos o fantasías o figuraciones o miedos de los que la niñez está poblada, como si entre esos amigos cuanto acontece siguiera pareciendo y se siguiera viviendo como una espera -el estado principal de la infancia, no es ni siquiera el deseo-, lo presente y también lo pasado y hasta lo remoto. Poco o nada entre esa clase de amigos puede tomarse demasiado en serio porque se está acostumbrado a que todo sea fingimiento, introducido explícitamente por aquellas fórmulas que después se abandonan para ir por el mundo, ‘Vamos a jugar a esto’, ‘Vamos a hacer como que’, ‘Ahora soy yo quien mando’ (se abandonan sólo verbalmente, en realidad todo sigue). Por eso puedo hablar de su muerte con desapasionamiento, como si fuera algo aún no acaecido sino instalado en la espera eterna de lo que no es verosímil y no es posible. ‘Supón que me matasen con una lanza.’ En Madrid, una lanza. Pero a veces sí me viene el apasionamiento -o es injustamente por lo mismo, porque puedo imaginar la angustia y el pánico aquella noche de quien sigo viendo como un niño asustadizo y resignado al que hube de defender a menudo en el patio, y que luego se disculpaba y me regalaba algún libro o tebeo por haberme forzado a entrar en combate con los matones cuando no me tocaba -aunque nunca pidió mi auxilio, se dejaba pegar o empujar, eso era todo; pero yo lo veía-, a gastar mis energías en alguien que no podía nunca vencer en lo físico y cuyas gafas rodaban por tierra casi todos los días de tantos cursos. No es perdonable que hubiera de morir con violencia, aunque no se enterara de su propia muerte. Pero esto es retórico, quién no se entera. Yo no estuve allí para verlo y entrar en combate, aunque por poco.

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