Pues mátalo tú entonces, no quieras que yo cometa ese acto excesivo.
Veo ahora también que quien empuña la cosa negra junto a mi televisión encendida no es Luisa, ni tampoco Manolo Reyna con su nombre folklórico, sino alguien contratado y pagado para que la haga abatirse dos veces sobre mi frente, la palabra es un sicario, en la guerra tantos milicianos fueron así utilizados. Mi sicario golpea dos veces y golpea con desapasionamiento, y esa muerte ya no me parece justa, ni adecuada, ni desde luego piadosa, como suele serlo la vida y lo fue la mía. La cosa negra es un martillo con mango de madera y cabeza de hierro, un martillo vulgar y corriente. Es el de mi casa, lo reconozco.
Allí donde el tiempo transcurre y fluye ya ha pasado mucho tiempo, tanto que no queda nadie de quienes conocí o traté, o padecí o quise. Cada uno de ellos, supongo, volverá sin ser percibido a ese espacio en el que se acumulan olvidados los tiempos y no verá allí más que a extraños, hombres y mujeres nuevos que creen, como los niños, que el mundo empezó con su nacimiento y para los que no tiene ningún sentido preguntarse por nuestra existencia pasada y barrida. Ahora Luisa recordará y sabrá cuanto no supo en vida ni tampoco en mi muerte. Yo no puedo hablar ahora de noches o días, todo está nivelado sin necesidad de esfuerzo ni de rutinas, en las que puedo decir que conocí sobre todo la tranquilidad y el contento: cuando fui mortal, hace ya tanto tiempo, allí donde todavía hay tiempo.