¿Y cuáles son esas condiciones?
Veo al doctor Arranz hacer un gesto con la cabeza en dirección a mi madre callada -un gesto que la cosifica-, a la que conocía también de la guerra y de antes, también de aquel vecindario que perdió a tantos vecinos.
Tirármela. Una noche sí y otra también, hasta que me canse.
Arranz se cansó como nos cansamos todos de todo, si nos dejan tiempo. Se cansó cuando yo aún tenía una edad en la que ese verbo tan principal no figura en el vocabulario, ni se concibe tampoco su contenido. La edad de mi madre, en cambio, fue la edad en que empezó a marchitarse y a no reír, y mi padre a prosperar y a vestir mejor, y a firmar con su nombre los artículos y las críticas -su nombre que no era León-, y a perder un poco de melancolía en sus enturbiados ojos; y a salir por las noches con algunas entradas buenas mientras se quedaba mi madre en casa a hacer solitarios o a escuchar la radio, o poco después a ver la televisión, más conforme.
Cuantos han especulado con la ultratumba o la perduración de la conciencia más allá de la muerte -si eso es lo que somos, conciencia- no han tenido en cuenta el peligro o más bien horror de recordarlo todo, hasta lo que no sabíamos: de saberlo todo, cuanto nos atañe o nos tuvo en medio, o tan sólo cerca. Veo con claridad absoluta rostros con los que me crucé una sola vez en la calle, un hombre al que di una limosna sin mirarle a la cara, una mujer que observé yendo en metro y de la que ya no volví a acordarme, las facciones de un cartero que me trajo un telegrama sin importancia, la figura de una niña a la que vi en una playa, siendo yo también niño. Se repiten los largos minutos que pasé esperando en los aeropuertos o haciendo cola en un museo o mirando el agua en esa playa lejana, o haciendo un equipaje y deshaciéndolo luego, los más tediosos, los que nunca cuentan y solemos llamar tiempos muertos. Me veo en ciudades en las que estuve hace mucho y de paso, con horas libres para pasearlas y luego borrarlas de mi memoria: me veo en Hamburgo y en Manchester, en Basilea y en Austin, en sitios a los que no habría ido si no me hubiera llevado el trabajo. También me veo en Venecia hace tanto, en mi viaje de bodas con mi mujer Luisa, con la que he pasado estos últimos años de tranquilidad y contento, me veo en ellos, en mi vida más reciente, aunque ya es remota. Vuelvo de un viaje y ella me espera en el aeropuerto, no hubo una vez en nuestro matrimonio en que ella no se llegara hasta allí a recibirme aunque me hubiera ausentado sólo durante un par de días, a pesar del tráfico abominable y de las prescindibles actividades, que son las que más agobian. Solía estar tan cansado que sólo tenía fuerzas para cambiar de canales ante la televisión idéntica de todos nuestros países, mientras ella me preparaba un poco de cena y me acompañaba con gesto aburrido pero paciente, sabedora de que sólo necesitaría el sopor y el descanso de la noche inminente para recuperarme y al día siguiente ser el de siempre, un tipo activo y bromista que hablaba un poco entre dientes, una forma estudiada de acentuar la ironía que gusta a todas las mujeres, llevan la carcajada en la sangre y no pueden evitar reírse aunque detesten a quien haga la broma, si la broma tiene gracia. Y a la tarde siguiente, ya recuperado, solía ir a ver a María, mi amante, que todavía reía más porque con ella mis ocurrencias no estaban gastadas.
Tuve siempre tanto cuidado de no delatarme, de no herir y de ser piadoso, a María la veía solamente en su casa para que nunca nadie pudiera encontrarme en ningún sitio con ella y preguntar entonces, o ser cruel y contar más tarde, o simplemente esperar ser presentado. Su casa estaba cerca y pasaba muchas tardes camino de la mía, no todas, suponía retrasarme tan sólo media hora o tres cuartos, a veces algo más, a veces me entretenía mirando por su ventana, la ventana de la amante tiene un interés que nunca tendrá la nuestra. Nunca cometí un error, porque los errores en estas cuestiones son formas de desconsideración, o aún peor, son maldades. Una vez me encontré con María yendo yo con Luisa, en un cine abarrotado una noche de estreno, y mi amante aprovechó el tumulto para acercarse a nosotros y cogerme la mano un instante, al pasar sin mirarme a mi lado, me rozó con el muslo que bien conocía y me cogió y acarició la mano. Nunca pudo Luisa verlo ni darse cuenta ni sospechar lo más mínimo aquel contacto tenue y efímero y clandestino, pero aun así decidí no ver a María durante unas semanas, al cabo de las cuales y de no cogerle yo el teléfono en mi despacho me llamó una tarde a mi casa, por suerte mi mujer no estaba.
¿Qué pasa? -me dijo.
Que nunca debes llamarme aquí, ya lo sabes.
No te llamaría ahí si me lo cogieras en el despacho. He esperado quince días -dijo ella.
Y entonces yo le contesté haciendo un esfuerzo por recuperar la furia que había sentido hacía ya esos quince días:
Ni te lo cogeré nunca más si vuelves a tocarme estando Luisa delante. Ni se te ocurra.
Ella guardó silencio.
Casi todo se olvida en la vida y todo se recuerda en la muerte, o en este estado de la crueldad en que consiste ser un fantasma. Pero en la vida olvidé y volví a verla un día y otro, de ese modo en que todo se aplaza indefinidamente para dentro de poco y siempre creemos que sigue habiendo un mañana en el que será posible detener lo que hoy y ayer pasa y transcurre y fluye, lo que insensiblemente se va convirtiendo en otra rutina que a su modo también nivela nuestros días y nuestras noches hasta que éstos acaban por no poder concebirse sin ninguno de los elementos que se han instalado en ellos, y las noches y días han de ser idénticos en lo esencial al menos, para que no haya renuncia ni sacrifcio, quién los quiere y quién los soporta. Todo se recuerda ahora y por eso recuerdo perfectamente mi muerte, es decir, lo que supe de mi muerte cuando se produjo, que era poco y era nada si lo comparo con la totalidad de mi conocimiento ahora, y con el filo de las repeticiones.
Volví de uno más de mis viajes agotadores y Luisa no falló, fue a esperarme. No hablamos mucho en el coche, tampoco mientras deshacía yo mi maleta mecánicamente y miraba el correo acumulado muy por encima, y escuchaba las llamadas del contestador guardadas hasta mi regreso. Me alarmé al oír una de ellas, porque reconocí en seguida la voz de María, que decía mi nombre una vez, luego se cortaba, y eso hizo que mi alarma disminuyera al instante, una voz de mujer diciendo mi nombre e interrumpiéndose no significaba nada, no tenía por qué haber inquietado a Luisa si la había escuchado. Me eché en la cama ante la televisión y miré programas, Luisa me trajo unos fiambres con huevo hilado comprados en tienda, no habría tenido ganas o tiempo de hacerme ni una tortilla. Aún era temprano, pero ella me apagó la luz de la habitación para invitarme al sueño, y así me quedé, amodorrado y calmado con el recuerdo vago de sus caricias, la mano que tranquiliza aunque toque el pecho distraídamente y acaso con impaciencia. Luego salió de la alcoba y yo acabé por dormirme con las imágenes puestas, hubo un momento en que dejé de cambiar de canales.
No sé cuánto tiempo pasó, o miento puesto que lo sé ahora con exactitud, fueron setenta y tres minutos de profundo sueño y de sueños que aún tenían lugar en el extranjero, de donde había vuelto una vez más a salvo. Entonces me desperté y vi la luz azulada del televisor encendida, su luz que iluminaba los pies de la cama más que ninguna de sus imágenes, porque a eso no me dio tiempo. Veo y vi precipitarse sobre mi frente algo negro, un objeto pesado y sin duda frío como el estetoscopio, pero no era saludable sino violento. Cayó una vez y se alzó de nuevo, y en aquellas décimas de segundo antes de que volviera a abatirse ya salpicado de sangre pensé que Luisa me estaba matando por culpa de aquella llamada que sólo decía mi nombre y se interrumpía y tal vez había dicho muchas más cosas que ella había borrado después de oírlas todas, dejándome a mí que escuchara a mi vuelta el inicio tan sólo, sólo el anuncio de lo que me mataba. La cosa negra cayó de nuevo y mató esta vez, y mi última conciencia en vida me hizo no oponer resistencia, no intentar pararla porque era imparable y quizá también porque no me pareció mala muerte morir a manos de la persona con quien había vivido con tranquilidad y contento, y sin hacernos daño hasta que nos lo hicimos. La palabra es difícil y se presta a equívocos, pero tal vez llegué a sentir que aquella era una muerte justa.
Veo eso ahora y lo veo completo, con un después y un antes, aunque el después no me atañe en sentido estricto y no resulta por eso tan doloroso. Pero sí el antes, o sí la negación de lo que entreví y amagué pensar entre la bajada y la subida y la nueva bajada de la cosa negra que acabó conmigo. Veo ahora a Luisa hablando con un hombre que no conozco y que también lleva bigote como el doctor Arranz lo llevó en su día, aunque no cortante sino suave y poblado y con algunas canas. Es un hombre de mediana edad, como fue la mía y quizá también la de Luisa, aunque yo la vi siempre como a una joven de la misma manera que nunca pude ver a mis padres y a Arranz como tales. Están reunidos en el salón de una casa que tampoco conozco y que es la de él, un lugar abigarrado, lleno de libros y cuadros y adornos, una casa estudiada. El hombre se llama Manolo Reyna y tiene suficiente dinero para no mancharse las manos nunca. Hablan en susurros sentados en un sofá, es por la tarde y yo estoy en esos momentos visitando a María, dos semanas atrás, dos antes de mi muerte a la vuelta de un viaje, y ese viaje aún no ha empezado, todavía se están haciendo los preparativos. Los susurros son ahora nítidos, tienen un grado de realidad incongruente no ya con mi estado que no conoce lo táctil, sino con la propia vida, nada en ella es tan concreto nunca, nada respira tanto. Pero hay un momento en que Luisa alza la voz, como la alza uno para defenderse o defender a alguien, y lo que dice es esto:
Pero él se ha portado siempre muy bien conmigo, no tengo nada que reprocharle, y así es muy difícil.
Y Manolo Reyna contesta arrastrando las palabras:
No sería más fácil ni te costaría menos si te hubiera hecho la vida imposible. A la hora de matar a alguien lo que haya hecho no cuenta, siempre parece un acto excesivo para cualquier comportamiento.
Veo a Luisa llevarse el pulgar a la boca y mordisquearlo un poco, un gesto que le he visto hacer tantas veces cuando vacila, o más bien antes de decidirse a algo. Es un gesto trivial, y es sangrante que también aparezca en medio de la conversación a la que no asistimos, la que se celebra a nuestras espaldas y nos menciona o critica o incluso defiende, o nos juzga y condena a muerte.