Nos escribimos, empezamos a vernos cuando yo iba a París, quizá es que fui pocos meses después a reponerme de algún disgusto, allí podía alojarme en casa de una amiga italiana cuya compañía siempre me ha divertido y por lo tanto me ha consolado. La de Xavier Comella me interesó y me distrajo entonces, más adelante se convirtió en algo que pedía la repetición, como pasa con la de las personas con que uno cuenta también en ausencia.
Xavier vivía temporalmente en casa de su suegro con su mujer Éliane, francesa de origen y rasgos chinos, delicada hasta la náusea como cumple a toda mujer oriental que se precie de refinada, y ella además lo era. Su fantástico gusto para los colores, tan encomiado por su marido, no tenía por destino ningún lienzo, sino la decoración, me pareció que hasta entonces más de casas de amistades y conocidos que de verdaderos clientes, también la del restaurante de su padre, el suegro, que nunca visité pero que según Xavier era ‘el más exquisito restaurante chino de Francia’, lo cual tampoco era decir demasiado o al menos era enigmático. En presencia de su mujer las atenciones de quien iba siendo mi amigo se extremaban, hasta el punto de resultar a veces ligeramente fastidiosas: me rogaba que no fumara porque ella se mareaba con el humo; en los cafés había que sentarse siempre en las terrazas acristaladas por el mismo motivo y porque allí corría mejor el aire, y disponernos de manera que ella quedara de espaldas a la calzada, pues la aturdía la visión del tráfico; no se podía ir a un local ni a un cine que estuvieran medio llenos porque a Éliane la angustiaban las masas, ni por supuesto a ninguna cava o tugurio, porque le causaban claustrofobia; también había que evitar los espacios muy amplios como la Place Vendôme, porque asimismo padecía de agorafobia; no podía estar de pie sin andar más tiempo del que dura un semáforo, y si había que hacer una cola para un teatro o un museo, aunque fuera de pocos minutos, Xavier acompañaba a Éliane hasta algún café cercano y la depositaba allí -tras comprobar que no había ninguna amenaza, lo cual llevaba su tiempo, de tan variadas- para que esperara sentada y a salvo; entre unas cosas y otras, cuando él regresaba a mi lado para solidarizarse con mi lento avance yo ya había sacado los billetes o entradas y había que volver a buscarla: para entonces ella había pedido ya un té y había que esperar a que se lo tomara: en más de una ocasión la función empezó sin nosotros o hubimos de ver el museo a paso de carga. Salir con los dos era un poco empalagoso, no sólo por estas servidumbres e inconvenientes, sino porque el espectáculo de la adoración no es nunca agradable de contemplar, menos aún si el que adora es alguien a quien se tiene aprecio: inspira pudor, da vergüenza, en el caso de Xavier Comella era como estar asistiendo a la manifestación -o a parte- de su intimidad más apasionada, lo cual es algo que toleramos sólo en nosotros mismos -como nuestra propia sangre, como nuestras uñas cortadas-. Y quizá era aún más embarazoso porque viendo a Éliane uno podía entenderlo, o imaginarlo: no es que fuera una descomunal belleza y era más bien callada (por supuesto no pedía ni protestaba de nada porque eso no casaba con el refinamiento, ni le hacía falta: Xavier era solícito y cabal intérprete de sus necesidades), en el recuerdo es para mí una figura completamente difuminada, pero su mayor atractivo -y era muy alto- residía probablemente en que también en presencia, en presente, uno la sentía ya como un recuerdo, un esfumado y tenue recuerdo y como tal armonioso y pacífico, sedante y un poco nostálgico e inaprehensible. Tenerla en los brazos debía de ser como abrazar lo que se ha perdido, a veces sucede en sueños. Xavier me dijo una vez que estaba enamorado de ella desde los catorce años: no me atreví a preguntar cómo y dónde la había conocido tan pronto, yo no pregunto mucho. Me ha quedado una imagen de los dos juntos que predomina sobre todas las otras: en un mercado de flores y plantas al aire libre empezó a llover una mañana con bastante fuerza, pero la excursión se había hecho para que Éliane eligiera las primeras peonías del año y también otros ramos, de modo que a nadie se le ocurrió ni hubo lugar a ponerse a cubierto, sino que Xavier abrió su paraguas y cuidó de que a ella no le cayera una gota durante su recorrido minucioso e inalterable, siguiéndola a un par de pasos con su bóveda impermeable en alto y empapándose él a cambio como un lacayo devoto y acostumbrado. Unos pasos detrás iba yo, sin paraguas pero sin atreverme a desertar del cortejo, lacayo de inferior categoría, menos ferviente y sin recompensa.
Cuando quedábamos sin ella él hablaba y contaba más, también más que en las cartas, afectuosas pero muy sobrias, a veces de un laconismo tan tenso que presagiaba algún estallido -como su frente de piel tirante y abombadas venas- que se produciría ya fuera del sobre. Fue sin ella delante como me habló de sus prontos violentos tan difíciles de imaginar, y a lo largo de trece o catorce años yo no asistí a ninguno, si bien es verdad que nos veíamos sólo de tarde en tarde y su vida se me aparece ahora como un libro deteriorado con numerosas páginas sin imprimir, o como una ciudad que uno ha visto sólo de noche y de paso, aunque muchas veces. Una vez me contó que en una reciente visita a Barcelona había aguantado en silencio las amonestaciones burlescas de su padre, separado de su madre y vuelto a casar, hasta que en un arrebato había empezado a destrozarle la casa, había arrojado muebles contra las paredes y derribado arañas, rasgado cuadros y arrasado estantes, por supuesto reventado la televisión. Nadie lo paró: él se calmó al cabo de un par de minutos demoledores. Lo contaba sin complacencia, pero también sin arrepentimiento ni pesar. A este padre yo lo conocí en París, con su nueva mujer holandesa que llevaba un brillante incrustado junto a una de las aletas de la nariz (una adelantada a su época). Llamado Ernest, no se parecía a Xavier más que en la frente huesuda: era mucho más alto y con el pelo negro sin una cana, tal vez teñido, un hombre presumido, indulgente y despreocupado, levemente altanero para con su propio hijo, a quien era evidente que no se tomaba en serio, aunque tal vez eso no tenía nada de particular, puesto que nada parecía tomarse de esa manera. Producía el efecto de un niño pijo enquistado, aún dedicado a ver concursos de hípica, tirar al plato y -aquella temporada- hojear tratados de filosofía hindú: uno de esos individuos, cada vez más raros, que parecen estar siempre en batín de seda. Tampoco Xavier se lo tomaba a él en serio, pero no podía mostrarse asimismo altanero, en parte porque le irritaba, también porque ese rasgo no lo había heredado.
Fue también sin Éliane delante como a los dos o tres años de nuestros primeros encuentros me contó Xavier la muerte de su hijo recién nacido, no recuerdo si estrangulado por su propio cordón umbilical, o sin duda no, pues lo que sí recuerdo es uno de sus comentarios tan parcos (ni siquiera me había dicho que lo esperaran): ‘Para Éliane ha sido más grave que para mí’, dijo. ‘No sé cómo va a reaccionar. Lo peor es que el niño llegó a existir, así que no podremos olvidarlo, ya le habíamos dado nombre.’ No le pregunté cuál era ese nombre, para no tener que recordarlo yo también. Años más tarde, hablándome de otra cosa -pero quizá no pensaba en otra cosa-, me escribió: ‘Lo que es repulsivo es tener que enterrar lo que acaba de nacer.’ Aún no se había separado de Éliane -o Éliane de él- el día que me habló de un proyecto literario que precisaba de un experimento, me dijo: ‘Voy a escribir un ensayo sobre el dolor. Pensé primero en hacer un tratado estrictamente médico y titularlo Dolor, anestesia y diestesia, pero he de ir más allá, lo que en realidad me interesa del dolor es el misterio que representa, su carácter ético y su descripción en palabras, y todo eso es algo cuya posibilidad tengo a mano: he planeado suspender dentro de pocos días mi medicación contra la depresión melancólica y ver qué pasa, ver hasta dónde puedo aguantar y examinar el proceso de mi dolor mental que acaba por hacerse físico en formas diversas, pero sobre todo a través de unas migrañas inconcebibles. La palabra migraña parece siempre leve por culpa de las esposas insatisfechas o esquivas, pero encierra uno de los mayores padecimientos que puede conocer el hombre, eso desde luego. Cabe la posibilidad de que si quiero detener el experimento sea demasiado tarde, pero no puedo dejar de llevar a cabo esta investigación.’ Xavier Comella había seguido escribiendo más novelas y más poesía y unas ‘imaginarias’ -en el sentido de ‘guardias’y una epistemología, de todo lo cual habíamos logrado que la editorial madrileña que nos había hecho conocernos aceptara por fin publicar su novela Vivisección, mucho más extensa que la que yo había leído; sin embargo aún no había visto la luz a causa de inacabables retrasos, y él estaba trabajando en una traducción de La anatomía de la melancolía de Burton por encargo de la misma editorial, que lo había elegido para la tarea también por su profesión. Seguía siendo un autor inédito, y de vez en cuando, desesperado, tomaba la decisión de seguir siéndolo para siempre: cancelaba contratos que luego había que reconstruir, suerte que el editor era un hombre paciente, arriesgado y afectuoso, lo casi nunca visto. ‘No tienes curiosidad por ver tu libro publicado’, le dije yo. ‘Sí, claro que sí’, contestó, ‘pero no puedo esperar, y con el ensayo sobre el dolor habré completado el sesenta por ciento de mi obra’, volvió a señalar con la acostumbrada precisión. ‘El día que te conocí me dijiste que sin tu medicación lo más probable era que te suicidaras, y si eso ocurriera tu obra se quedaría tan sólo en el cincuenta por ciento o quizá menos, depende del porcentaje que lleve tu ensayo. Y el cincuenta por ciento es poca cosa, ¿no?’ Se echó a reír con retraso como solía y me dijo con la extraña simpleza verbal en que incurría a veces: ‘Tienes unas salidas…’ Yo no me preocupé demasiado, siempre pensaba que su verdad era exagerada cuando me contaba los episodios más dramáticos y aparatosos.
Durante los siguientes meses sus cartas se hicieron aún más austeras de lo habitual, y su letra infantil más apresurada. Sólo al despedirse decía alguna frase sobre sí mismo o su estado o sobre la marcha de su experimento: ‘Hoy por hoy la máxima velocidad hacia el futuro sigue siendo insuficiente y no envejecemos respecto a él sino respecto a nuestro pasado. Mi futuro perfecto tiene prisa; mi pasado perfecto no tiene frenos.’ O bien: ‘Siempre he vivido con la aprensión de tener que callarme un día, definitivamente. En fin, amigo, estoy más pusilánime que nunca.’ Pero poco después: ‘Cada vez soy más invulnerable por dentro y combustible por fuera.’ Y más adelante: ‘Ni vivir ni morir sino quizá durar sea lo más heroico en el hombre.’ Y en la siguiente carta: ‘¿Qué pensarán de nosotros? ¿Qué pensamos de nosotros? ¿Qué pensarás de mí? No quiero saberlo. Mas la pregunta me produce cierto abatimiento. Ni más ni menos.’ ‘Como te dije en el curso de nuestra conversación frente al Luxemburgo’, decía una vez refiriéndose a la obra cuyo advenimiento invocaba, ‘mi puerta de entrada consiste en provocar una recaída en el cólico endógeno y cuando los meandros de los setenta primeros escolios te conduzcan al último comprenderás el porqué, tanto más si recuerdas lo que te comenté respecto a las condiciones privilegiadas que reúne mi enfermedad. Desde luego ese regreso al Hades es un poco bestia y soy el primero en reprochármelo, pero, ¿cómo contentarse con atunes cuando se tiene aparejo para tiburón?’ Y aún: ‘No estoy otra vez muy mal. Es la misma vez.’ Hubo de interrumpir el experimento antes de lo esperado: él calculaba que necesitaría seis meses para alcanzar el culmen, y a los cuatro hubo de ser hospitalizado durante dos semanas, incapaz de aguantar sin su medicación y aún sin los medios para ponerse a escribir. Sé que su familia y los médicos lo regañaron mucho.