Volvían a la mesa algunos de los bailarines, así que le dije:
Cuidado, Kentucky, una de las tres mujeres con las que no has estado viene conmigo.
Soltó una carcajada elemental y estruendosa que se impuso a la música y salió otra vez a la pista. Desde allí me gritó, antes de ponerse de nuevo en danza:
Y es suya, ¿verdad? ¡Es suya para siempre!
No lo era, pero ella y yo nos fuimos antes de que él agotara la prórroga de su baile y viera si esa noche podía renovar o tenía que repetirse. Por la tarde le había marcado tres goles al Valencia. Me acordé un momento de su compatriota Kocsis, un interior del Barcelona a quien se apodaba ‘Cabecita de oro’ si no me equivoco, se suicidó hace años, bastantes después de haberse retirado. No sé por qué pensé en él y no en Kubala o en Puskas, que supieron divertirse y hacer luego carrera como entrenadores. Al fin y al cabo, Szentkuthy se estaba divirtiendo aquella noche.
Lo seguí viendo jugar durante dos temporadas más, en las que tuvo altibajos pero dejó varias imágenes para el recuerdo. Predomina en mi memoria la que predomina para cuantos la vieron: en un partido de Copa de Europa contra el Inter de Milán, en el que faltaba un gol para alcanzar las semifinales, restaban sólo diez o doce minutos cuando Szentkuthy recibió el balón en su propio campo tras el rebote de un córner contra su portería. Estaba solo para montar el contraataque y había dos defensas todavía, rezagados, entre él y el guardameta rival; se deshizo de uno ganándole en la carrera y del otro en un quiebro antes de llegar al área; salió el portero hasta allí a la desesperada, Szentkuthy lo regateó también y esquivó el penalty que trató de hacerle; levantó entonces la vista hacia la meta completamente vacía, no tenía más que golpear el balón desde el borde del área para marcar el gol que todo el estadio ya veía y ansiaba con ese resto de zozobra que siempre existe entre lo inminente y seguro y su llegada efectiva. El murmullo de excitación se tornó silencio repentino, ocultaba un grito ahogado en cien mil gargantas, que no salía: ‘¡Chuta! ¡Chuta ya, por amor de Dios!’, todo sería definitivo con el balón en la red, no antes, había que verlo allí dentro. Szentkuthy no chutó, sino que siguió avanzando con el balón pegado al pie, controlado, hasta la línea de gol y allí mismo lo paró con la suela de la bota. Durante un segundo lo mantuvo quieto, sujeto por su bota contra la hierba o contra la cal de la línea, sin permitir que la traspasara. Otros dos defensas italianos corrían hacia él como rayos, también el portero recuperado. Era imposible que llegaran a tiempo, Szentkuthy sólo tenía que soltarlo para que cruzara esa línea, pero en el fútbol nada se ve seguro hasta que sucede. No recuerdo un silencio más asfixiado en un estadio. Fue tan sólo un segundo pero no creo que se le haya borrado a ninguno de los espectadores. Marcó la diferencia abismal entre lo inevitable y lo ya no evitado, entre lo que aún es futuro y lo que ya ha pasado, entre el ‘Aún no’ y el ‘Ya está’, a cuya transición palpable nos es dado asistir muy pocas veces. Cuando el portero y los dos defensas se le echaban encima, Szentkuthy hizo rodar suavemente el balón con la suela unos centímetros y volvió a pararlo una vez que hubo atravesado la línea de meta. No lo envió a la red, lo hizo avanzar sólo lo justo para que lo que aún no era gol ya lo fuera. Nunca se hizo tan manifesto el muro invisible que cierra una portería. Fue un desdén y una chulería, el estadio se vino abajo y se cubrió de pañuelos, se juntaron la impresión admirable de la jugada entera y el alivio tras el sufrimiento superfluo al que Szentkuthy había sometido a cien mil personas y a unos cuantos millones más que lo vivieron desde sus casas. Los locutores de radio tuvieron que suspender su grito, lo dieron sólo cuando él lo quiso, no un segundo antes. Negó la inminencia, y no es tanto que detuviera el tiempo cuanto que lo marcó y lo volvió indeciso, como si estuviera diciendo: ‘Yo soy el artífice y será cuando yo lo diga, no cuando queráis vosotros. Si es, pues soy yo quien decide.’ No se puede pensar en lo que habría ocurrido si el portero llega a tiempo y le saca el balón de debajo de la bota. No se puede pensar porque no ocurrió y porque da mucho miedo, nadie perdona a quien se recrea en la suerte si la suerte le da la espalda como castigo tras haber estado a su favor totalmente. Cualquier otro jugador habría disparado a puerta vacía desde el borde del área cuando ya no hubo obstáculos, con su voluntad afirmativa de ganar la eliminatoria y ganarla cuanto antes. La voluntad de Szentkuthy era cuando menos vacilante, como si quisiera subrayar que no hay nada inevitable: va a ser gol, pero vean, también podría no serlo.
Aquella temporada no fue buena en su conjunto pese a esta jugada o quizá por ella, y la siguiente fue nefasta. Szentkuthy parecía desganado, apenas marcaba goles y sólo jugaba a ráfagas, se lesionó en el mes de enero y ya no se recuperó en todo el campeonato, lo pasó casi en blanco.
En una ocasión me invitaron a presenciar un partido en el palco presidencial, y al lado me tocó Szentkuthy, a mi izquierda; a la suya había una joven con aire un poco anticuado, oí que hablaban en húngaro, me dije que sería húngaro, no entendía una palabra. No me reconoció como es lógico, apenas si me miró, estaba embebido en el juego, como si se hallara en el césped con sus compañeros, en tensión alerta. De vez en cuando les chillaba en español porque desde allí veía muy claro lo que tenían que hacer en cada oportunidad perdida. Era evidente que sufría por no estar abajo con ellos. Cuando no le quedaran goles sólo le quedarían las mujeres, pensé. Cuando se retirara sería siempre demasiado joven.
En el descanso volvió a la realidad pero no se movió del sitio pese a la tarde fría, soleada. Fue entonces cuando me atreví a dirigirle la palabra. Iba mejor vestido, con corbata y abrigo con el cuello subido, había visto más anuncios; fumó un cigarrillo en cada tiempo, delante de sus jefes y de las cámaras.
¿Cuándo te vemos otra vez de corto, Kentucky? -le pregunté.
Dos semanas -dijo, y levantó dos dedos como para confirmarlo con hechos. Era el mes de febrero.
La joven, que entendería poco pero lo suficiente, hizo un gesto dubitativo acompañado de una sonrisa modesta y levantó tres dedos, luego un cuarto, como llamándolo a la verdad. Su intervención me permitió preguntarle a él:
¿La señora es también húngara?
Sí, es húngara -contestó-, pero no es la señora. Tenía un sentido de la literalidad propia de quienes hablan lenguas que no son suyas.- Es mi novia.
Mucho gusto -dije yo, y le di la mano y añadí mi nombre, presentándome, esta vez sin profesión.
Encantada, señor -acertó a decir ella con inseguridad, quizá una frase suelta aprendida sin contexto, como se aprende en seguida ‘Adiós’ y ‘Gracias’. No dijo más, se hundió de nuevo en su asiento, mirando al frente, al estadio abarrotado y un poco sesteante aquel domingo. Decir algo de ella sería por mi parte demasiado atrevimiento, la vi de perfil y la oí aún menos. Sólo que era muy joven y bastante agraciada, con un aire tímido y a la vez convencido, una voluntad afirmativa. Nada espectacular si se la comparaba con las chicas de la discoteca Joy, ni siquiera con la mujer que aquella noche venía conmigo, hacía tiempo que no la veía, quién sabía si se habrían encontrado de nuevo, Szentkuthy y ella, otra noche de farra en la que a mí ya no me hubiera importado con quién se fuese. No sé nada de ella y bien poco sabía ya entonces, aquella tarde en el palco.
El partido estaba empatado a cero y el equipo jugaba mal, voluntariosamente pero nada inspirado. En jornadas así se echaba en falta a Szentkuthy, aunque hasta su lesión no hubiera brillado.
¿Qué, cómo va a acabar esto? -le pregunté.
Me miró con aire de superioridad momentánea, probablemente porque yo le pedía opinión, pero ese aire lo he visto a menudo en los hombres recién casados, aunque él aún no se había casado. A veces es la expresión de un esfuerzo de respetabilidad que llevan a cabo los calaveras para halagar a sus mujeres o novias cuando acaban de contraer matrimonio o están a punto de hacerlo. Luego lo abandonan, el esfuerzo.
Podemos ganar fácil, podemos perder difícil.
No entendí bien lo que quería decir y me quedé dándole vueltas durante el segundo tiempo. Si ganaban, sería con facilidad; si perdían, sería con dificultad; o bien, era fácil que ganaran y difícil que perdieran, tal vez era eso, imposible saberlo. Él no estaba por la charla y no quise insistir. Se volvió hacia su novia en seguida, hablaron en húngaro y en voz casi baja. Era una de esas mujeres que para reclamar la atención del marido o el novio le tiran con dos dedos de la manga o le introducen la mano en el bolsillo del abrigo, no sabría explicarlo de otra forma, tampoco debo.
En el segundo tiempo se ganó tres a cero y el equipo jugó muy bien casi siempre a partir de entonces. A Szentkuthy, por tanto, se lo echó poco de menos. Su rodilla evolucionó mucho peor de lo que se pensó al principio, mucho peor de lo que se pensaba en febrero y en marzo y en abril y en mayo. O bien él no fue obediente en su convalecencia tras el quirófano. Tuvo algún conflicto con el entrenador y al término de la temporada se le dio la baja, se lo traspasó al fútbol francés, al que van los grandes cuando parece que no llegarán a serlo del todo ni se los recordará como tales.
Jugó tres años más en el Nantes sin muchos alardes, aquí se supo de él poco, los periodistas olvidan pronto, tan pronto que la noticia de su muerte sólo ha aparecido con algún detalle en la prensa deportiva que yo no suelo comprar, un sobrino mío me enseñó el recorte. Hace ya ocho años que Szentkuthy dejó Madrid, seguramente hacía cinco que ya no jugaba al fútbol a menos que se hubiera arrastrado por los desconocidos equipos de su país, aquí no se sabe casi nada de Hungría. Un hombre de treinta y tres años a la hora de su muerte, un hombre joven sin goles nuevos y con sus vídeos demasiado vistos, sólo podría coleccionar mujeres en su Budapest natal, allí seguiría siendo un ídolo, el niño que se marchó y triunfó lejos y vivirá ya siempre del recuerdo orgulloso de sus hazañas remotas cada vez más difuminadas. Ya no vive porque le han disparado en el pecho, y quizá hubo un segundo en que su mujer convencida y tímida flaqueó en su voluntad afirmativa y dudó si apretar el gatillo tan duro con sus dos dedos frágiles aunque a la vez supiera que lo apretaría. Quizá hubo un segundo en que se negó la inminencia y el tiempo fue marcado y se volvió indeciso, y en el que Szentkuthy vio claros la línea divisoria y el muro normalmente invisible que separan vida y muerte, el único ‘Aún no’ y el único ‘Ya está’ que cuentan. A veces están en poder de las cosas más nimias, de unos dedos sin fuerza que se han cansado de buscar un bolsillo y tirar de una manga, o de la suela de una bota.