Durante los dos últimos años de nuestra amistad nos escribimos menos y nos tratamos menos, yo fui sólo una vez a París, él ya nunca volvió a Madrid. Fue dejando de contestar a mis cartas o tardaba demasiado, y todo requiere un ritmo. Hay más cosas de él muy desoladas, pero no quiero contarlas ahora, yo no las viví y las supe sólo por sus confidencias. La última vez que nos vimos fue en un viaje mío muy breve, almorzamos en el Balzar; había engordado un poco -abomoado el pecho- y no le sentaba mal. Sonreía a menudo, como alguien para quien es un acontecimiento salir a almorzar. Me contó con cautela y pocas palabras que durante nuestro silencio por fin había escrito el ensayo sobre el dolor. Creía que eso se lo publicarían, pero sobre el texto no dijo más. Ahora ya estaba entregado al último, al Saturno, y lo escribía sin pausa pero con gran dificultad. Todo aquello me resultó algo ajeno: su vida se me había hecho todavía más fragmentaria, más fantasmal, como si en las últimas páginas del libro deteriorado aparecieran ya sólo los signos de puntuación, o como si hubiera empezado a sentirlo como recuerdo también a él, o quizá como alguien ficticio. Estaba casi calvo pero su rostro seguía siendo agraciado. Pensé que sus venas aún más visibles parecían altorrelieves. Allí nos despedimos, en la rue des Écoles.
Después de eso sólo recibí ya una carta, y un telegrama, la primera al cabo de bastantes meses, y en ella decía: ‘No te escribo porque al final tenga algo que decirte, sino precisamente porque el tiempo pasa y cada vez me deja menos para contar. Nada positivo. Horrible invierno, lleno de recesos rellenos de remolinos. Sedimentos y caos. Un silencio editorial desmaterializante. Un divorcio con Éliane. Y náusea frente a toda creación. La semana pasada fue de un tedio coagulante. Anteanoche fue peor: me despertó un alarido, mío.’ Y el post-scriptum tras la firma decía: ‘Así que sólo ennegreceré un poco más mi cenicienta materia.’
No me preocupé especialmente y no contesté porque al cabo de dos semanas viajaba de nuevo a París. Esto fue hace dos años, o algo más. Llevaba ya tres días en la ciudad, alojado como siempre en la casa de mi amiga italiana, y todavía no lo había llamado, esperando a desembarazarme primero de mis ocupaciones allí. Llevaba tres días cuando regresé de la calle a la casa y la amiga italiana que fue cruel con él o se defendió de él me dio la noticia de su voluntaria muerte, anteayer. Ya no era demasiado joven, no falló; era médico, fue preciso; y evitó todo dolor. Días después logré hablar con su madre, a la que nunca conocí: me dijo que Xavier había terminado el Saturno dos noches antes de anteayer (el ciento por ciento, se acabó la vida al acabarse el papel). Había hecho dos copias, había escrito tres cartas que se encontraron sobre la mesa junto a un vaso de vino: para ella, para la agente que no tuvo éxito, para Éliane. En la carta a la madre le explicaba el rito: pensaba leer unas páginas, oír algo de música, beber algo de vino antes de acostarse. Al teléfono ella no me supo decir qué música ni qué líneas, y no he vuelto a preguntarlo para no tener que recordar eso también. De las más de mil páginas de la Anatomía de Burton llegó a traducir setecientas -el sesenta y dos por ciento-, y el resto aún aguarda a que alguien se decida a concluir la tarea. No sé qué se ha hecho de su ensayo sobre el dolor.
El telegrama lo hallé a mi regreso a Madrid. Lo había escrito un vivo pero yo leí a un muerto. Decía esto: “TODO BIEN VA NADA VA BIEN TODO MAL VUELVE MI MEJOR ABRAZO XAVIER.”
Hoy he recibido una carta que me ha hecho acordarme de este amigo. La escribía una desconocida, de mí y de él.