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Nava se interrumpió, apenas un instante. Luego siguió:

– Pero algo me decía que era sólo eso, una prórroga. Que todo se acabaría viniendo abajo algún día. Siempre conté con ello. Por eso no me puse tan nervioso como Ruth, cuando vinisteis. Aunque verle las orejas al lobo no es reconfortante, yo ya lo esperaba. Sabía que era demasiado difícil mantener el engaño, si venía alguien que le pusiera voluntad y paciencia. Sabía que algo fallaría. Aunque controlásemos a los confidentes, aunque os diéramos pistas falsas, aunque supiéramos en todo momento por dónde ibais.

– Estuvisteis cerca de saliros con la vuestra -dije.

– No lo creo. Vosotros no teníais más que hacer vuestro trabajo. Nosotros teníamos que mantener el tipo contra viento y marea. Y costaba.

Me acordé, cómo evitarlo, de Ruth, a lo largo de todos y cada uno de los días de aquella semana. Sí, en algún momento la había visto perder la compostura. Pero nunca hasta el extremo de permitirme vislumbrar cuáles eran las verdaderas razones de su comportamiento. Se las había arreglado siempre para que yo pudiera imputarlo a cualquier otro motivo. Y en cuanto a Nava, aunque él lo había tenido más fácil, otro tanto podía decirse. Para su mala cara no había pensado en otra causa que las noches que le daba su hija, y para explicar su bronca actitud durante aquella cena, tampoco se me había ocurrido nada más que el vino al que él la había achacado.

– Sobre todo -prosiguió-, le costaba a ella. Cuando me daba novedades, normalmente por las noches, podía notar que estaba desquiciada. Y a medida que avanzaban los días, iba a más. Olí que iba a pasar algo, y que iba a ser ella la que lo provocase. Vi que reventaría en cualquier momento.

Mientras le escuchaba, me sentí ciego, sordo, imbécil. Por haber estado con aquella misma mujer, esos mismos días, y haber mostrado tal incompetencia para descifrar sus gestos, sus reacciones, sus ausencias.

– Lo que no me imaginaba era hasta qué punto iba a reventar. La gota que la desequilibró fue lo de la hija del concejal. Confirmar que la había visto. Que la podía reconocer. Ahí, Vila, sí que perdió la cabeza.

– Por qué dices eso. Qué hizo.

– Vino a verme, desencajada. Nos fuimos a dar una vuelta con el coche. Intenté tranquilizarla. Incluso me atreví a plantear si no debíamos rendirnos. Le sugerí que podía huir, perderse por Sudamérica, o por donde fuera. Me miró como si estuviera trastornada. Me insultó. Me dijo que ni se me ocurriera pensar que me iba a salir de aquello. Que me tocaría lo que a ella le tocase, que lo que había hecho había sido en beneficio de los dos.

Nava parecía ahora exhausto. Me di cuenta del esfuerzo que le suponía.

– En resumen -siguió-, había tenido una idea: matar a la chica. Eliminar al testigo, enfollonarlo todo aún más. Y había pensado quién tenía que ser el ejecutor. Ella estaba con vosotros. No podía ir a La Palma. Me lo expuso así, con esta misma sencillez con que te lo estoy contando ahora. Y yo, qué quieres que te diga, me reí. Le respondí que no. Que yo no mataba a nadie. Y menos a una pobre chica que sólo recordaba vagamente una cara.

No quería creer nada de lo que estaba oyendo, por demasiados motivos. Quería interpretar que Nava se estaba montando una película fabulosa, para librarse de aquello de lo que menos podía proclamarse inocente. Pero recordaba palabra por palabra mi conversación telefónica con Ruth, después de interrogar a Desirée; lo que le había contado yo, lo que ella me había preguntado. Sentí que empezaba a dolerme insoportablemente la cabeza.

– Lo que vino después -dijo-, fue muy confuso. Sé que ella sacó la pistola, que me gritó, que me amenazó. Sé que la cogí. Que intenté quitársela. Que se disparó. Y sé que nadie me va a creer, ya te lo dije antes. Por eso me comeré los veinte años, como Dios. Pero no voy a dejar de negarlo, mientras me quede aliento. Yo no la maté, ni quise que muriera. No habría podido quererlo. Hasta el final, aunque ahora veo que con bastante poca fortuna, lo único que quise fue protegerla. De lo que había hecho y de lo que podía caerle por ello. Y también, por encima de todo, de sí misma. Ahí fue donde la cagué. No comprendí que mi enemigo podía más que yo.

Chamorro se volvió hacia mí, con un gesto expresivo. Asentí. Ya estaba. Ésa era la historia que aquel hombre iba a sostener. Ya se la habíamos arrancado. Ahora podíamos creerla, o no. Pero la historia estaba ahí. No estaba peor construida que otras. Y nos bastaba para hundirle.

– No quiero dejar de preguntártelo, Nava -me sinceré-. Aunque me digas que no es asunto mío, y que no me quieres responder. No lo hagas si no quieres. Pero me intriga, de veras. Hace algunos años juraste defender lo que tú sabes. Por qué coño te pasaste al bando de enfrente. Para qué.

Las lágrimas volvieron a brillar en los ojos del sargento primero.

– No dejé de defender lo que juré defender, a pesar de todo -aseguró-. Si he podido ayudar a alguien, no he dejado de hacerlo. Pero a la vez me pasé al bando de enfrente, sí. No es tan raro. Los demonios, a fin de cuentas, fueron antes ángeles, ¿no? A todos nos tira lo que combatimos. Y cuando peleas contra alguien, te haces en cierto modo como él. Miente el que dice que nunca ha tenido la tentación. Yo la tuve, y caí. Eso es todo.

– ¿Por dinero?

– El dinero ayuda, claro. Hace que compense.

– ¿Y qué compraste con él?

– Algún capricho. El chalet. Un coche un poco mejor. Pero tuve cuidado, el chalet no está a mi nombre, y nunca fui por ahí regando billetes. La ostentación es el cepo en el que se pillan los dedos los pardillos. Casi todo está ahorrado. Pon que lo que quise comprar fue un futuro menos incierto.

Había una pizca de sorna, en aquello del futuro menos incierto. Quise entender cómo era posible que un hombre se despeñara así. Hasta el punto de hacer chistes mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

– Sé lo que piensas -dijo-. Tú eres un incorruptible. Conozco el percal. Tengo uno a mis órdenes desde hace muchos años. El bueno de Siso. Pregúntale por qué es guardia. Te hablará del orgullo de llevar el uniforme, del espíritu de servicio, del honor del Cuerpo. Y se le pondrá la carne de gallina mientras te lo dice. A ti te veo un poco menos pánfilo. Pero el resultado práctico es el mismo. Por lo que sea, te has convencido de que tienes un deber que cumplir y sigues adelante, contra viento y marea. También eres un crédulo, aunque de otra especie. Y al final, él y tú, sois lo mismo. Honrados tontos útiles, limpiándole las porquerizas al señor marqués. Que ahora no se hace llamar marqués, ni siquiera exige siempre que le llames señor, pero que después de todo viene a ser lo que siempre ha sido. Para él trabajas, mientras te crees un salvador de la humanidad y un servidor de la ley.

Le escuché con gesto beatífico. No pensé que quisiera insultarme.

– ¿Has llegado a creer que eres mejor que Siso? -pregunté.

– No. Claro que no. Sé que soy mucho peor que él.

– ¿Más listo, entonces?

– Menos iluso, nada más.

Medité sobre sus palabras. No quería responderle de cualquier modo. No porque sintiera la necesidad de preservar ante él mi vanidad. Nava estaba rendido, acabado, roto. No había nada que proteger de él. Más bien sentí una responsabilidad ante Siso y ante todos los que creían en lo que hacían. Yo no era quién para hacerles de portavoz. Pero me pareció que lo era.

– Pues no sé, Nava -dije-. Pero dudo mucho que la gente como tú sea más lista que la gente como Siso. Ni siquiera la gente como tú a la que le sale bien la jugada. Le llamas tonto, a Siso. Pero tú también eres tonto. Y yo. Todos lo somos. De todos, quien nos conociera y pudiera juzgar nuestra vida de cabo a rabo, acabaría diciendo: mira, qué tontería, y qué se creería que estaba haciendo. Eso no tiene vuelta de hoja. Así acabamos todos.

Nava me calibró con la mirada, escéptico.

– En fin, tal y como yo lo veo -continué-, la cuestión no es empeñarse por encima de todo en no ser un tonto útil. Sino tratar de impedir que tus actos te conviertan en un tonto inútil o en un tonto perjudicial.

– Y eso por qué.

– Porque son pocos los hombres que han nacido para hacer daño y convivir tranquilamente con ello. Si es que hay uno solo.

– Debo entender que no me consideras un malvado, entonces.

– Hablando en serio, Nava. ¿Qué es un malvado?

– Creí que tendrías tu concepto de eso.

– Pues no -contesté-. He conocido a gente que hacía el mal, por supuesto. Pero no estoy seguro de haber conocido a ningún malvado. He conocido locos, inconscientes, estúpidos, cobardes, soberbios, ambiciosos, débiles, imprudentes. Pero malvados, lo que se dice malvados, no. Todos se buscaban una excusa para convencerse de que las circunstancias los habían llevado ahí. Un malvado no se busca excusas. Hace daño y se queda tan ancho. Te he oído unas cuantas excusas, esta noche. Así que no; no me das la talla.

– Deberías haberte hecho cura, Vila. Me siento como si acabara de confesar, pero en el confesonario. Y mira si hace años que no lo uso.

– Ríete. Pero hay algo que tú sabes que es verdad. Quien pierde la vergüenza, ya no la recobra nunca. Sólo hace falta perderla una vez. Luego, ya va todo cuesta abajo. Búrlate del que se empeña en ser honrado, como Siso. Pero sabes que te lleva esa ventaja. La vergüenza. Que le da una fuerza que a ti te falta, y que le protege de hacer las idioteces que tú has hecho.

Nava hizo memoria. Después, con pulcra exactitud, recitó:

– El honor ha de ser la principal divisa del guardia civil; debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recobra jamás.

– Veo que no es que no lo recordaras.

– Es enternecedor, Vila, que te creas lo que ya no se cree nadie. Que no te fijes en quién escribió eso, y para qué lo escribió. Tú, un universitario.

Si pienso en mí mismo, tiendo a considerarme cualquier cosa menos un creyente. Pero también esto, como todo lo demás, resulta relativo. Al lado de la de Siso, mi fe dejaba muchísimo que desear. Pero al lado de la de aquel hombre extraviado en el corazón de su laberinto, era mucha. Y aunque he sido educado en la duda (hasta considerarla el cimiento de cualquier forma de civilización) y mi oficio me obliga a practicarla sistemáticamente, me sorprendí a mí mismo dándole a Nava una réplica categórica:

– La verdad es la verdad, la diga quien la diga y para lo que la diga.

– Amén -se burló-. Oye, estoy molido. ¿No vas a llevarme al calabozo para que pueda echar una cabezada, antes de seguirme torturando?

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