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Juan Sandoval, alias Johnny, quedó literalmente paralizado.

– ¿Quiénes son ustedes?

Ya que lo preguntaba, consideré que tenía que identificarme. Saqué mi placa, al tiempo que le sujetaba por el brazo.

– Guardia Civil -dije-. Pero no tema. No tenemos nada contra usted.

– Guardias. Joder, si seré gilip…

– Cálmese -le dijo Chamorro-. Sólo queremos saber un par de cosas más, aparte de lo que me contó el otro día.

– Pero, me cago en… Oiga, yo…

– Sólo una charlita por las buenas y luego se reúne con su amigo -insistí-. Si no, tendremos que hacerlo de otra manera. Ande, ahórrenoslo.

– Está bien -se rindió-. Pero vamos a apartarnos de aquí.

Departimos con él en el parque, cerca de la torre del siglo XV, donde a aquella hora no había ni un alma. Primero le convencimos de que no nos interesaban sus actividades, o lo intentamos, tratando de hacerle ver que con el cadáver caliente de una compañera lo último que nos ocupaba la atención era el trapicheo de hierba a que él se dedicaba. No le tranquilizó, claro, porque era consciente de la gravedad del asunto en el que sin querer se veía complicado, pero pareció, al menos, liberarle del temor a ser detenido. Y eso era lo que me interesaba, porque a diferencia de lo que me ocurría con Machaquito, prefería que aquel hombre no viera en mí una amenaza.

– Voy a intentar ser práctico y preciso, señor Sandoval.

Noté que mi manera de hablarle le descolocaba. Era una de las razones por las que me gustaba expresarme así con la gente como él.

– El otro día le dio a mi compañera un par de nombres -proseguí-. Hemos buscado a esas personas; no se preocupe, guardando total discreción acerca de la fuente que nos puso sobre su pista. Pero no hemos sido capaces de dar con ellas. ¿Tiene usted alguna idea de por dónde andan?

– Hará… Una semana que no he visto a ninguno de los dos. No lo sé.

– Me está siendo usted sincero, ¿no?

– Que no lo sé. De verdad. Y esto me está empezando a acojonar, si quiere que le diga. No debería soltar ni una palabra más, porque me parece que me lo voy a poner todavía más chungo de lo que ya lo tengo.

– ¿A qué se refiere?

– Mire, yo no sé si me vieron hablando con ella el otro día, o a quién le habrán ido con el cuento luego ustedes. Pero como sea, se ha enterado quien no debía y me han dado un aviso. Ahora lo pillo. Lo pillo que te cagas.

– ¿Qué aviso?

– Que no hablara con desconocidos. Me lo pasó un colega, así como el que no quiere la cosa. Que el ambiente estaba revuelto y me fuera con ojo.

– ¿Eso le dijo?

– Eso mismo.

– ¿Y cómo se llama ese colega?

– Mire, yo a un colega no lo vendo. Eso sí que no. Antes de eso, ya me pueden ir poniendo los cepos.

– Tranquilo. No queremos causarle ninguna molestia de ese tipo.

– Además, mi colega no es importante. Me diría lo que le dijeron.

– Lo que le dijo quién. ¿El Moranco?

– No sé si él. Puede, pero no hace falta. El Moranco no está solo. Él solo no movería tanto como mueve.

– ¿Mueve mucho, el Moranco?

– Que si mueve. Como que le lleva la tienda al rey del mambo.

– ¿Y quién es el rey del mambo?

Johnny sudaba tinta.

– Hostia, sargento, yo no le he dicho nada. Ni mucho menos lo que le voy a decir ahora. Además, esto no lo sé. Es lo que he oído.

– Tranquilo.

– No le voy a dar el nombre de nadie. Sólo le voy a dar el de un hotel. Todo tiene un dueño. Si son listos, con eso les sobra.

– Di.

Lo dijo en voz tan baja que casi no pudimos oírlo.

– Y no han hablado conmigo. Que me cae la ruina.

– No te preocupes. Esta conversación no ha existido.

– Por sus niños, si los tiene.

– Te lo prometo.

– Y ahora me abro, que ya me la he jugado bastante.

Se levantó y echó a andar.

– Juan -le detuve.

– ¿Qué? Deprisa, por favor.

– Si en algún momento teme, pida ayuda. Pregunte por mí. Vila.

– Ya tendré que estar muy jodido.

– Bueno. Tenga cuidado, de todas formas.

– Gracias por el consejo. No dé el cante usted, eso es lo principal.

Se esfumó a toda velocidad. En ese momento vi en el reloj que se nos había echado la hora encima. Eran las siete menos cinco, y teníamos el tiempo justo para no faltar a la cita que habíamos concertado por la mañana. Llegamos a las siete un poco pasadas, y aguardamos hasta las siete y veinte. A esa hora, me di por vencido. Chamorro había ganado la apuesta.

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