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– ¿Usted cree, mi sargento? -dudó Morcillo.

– Francamente, no. Pero no descartemos nada aún. En todo caso, y siempre en esta hipótesis, al que lo organizó no le importaba, y a lo mejor le apetecía, hundirle la vida al pobre Gómez Padilla. Más opciones.

Los vi estrujarse las meninges. Fue Morcillo la que se adelantó:

– Ésta es muy dudosa, pero la he pensado alguna vez, cuando buscaba explicaciones que pudieran respaldar las protestas de inocencia del concejal. Lo que se me ocurría es que el propio Iván, por fastidiar al hombre que le había insultado y amenazado, le hubiera robado el coche con ayuda de algún amigo o conocido suyo. Que se hubieran ido a correr con él al parque. Que allí hubieran discutido y el otro le hubiera matado. Y que el amigo, que conocía al concejal, hubiera sido el que hizo la llamada anónima al puesto, inventándose que un hombre de la edad de Gómez Padilla estaba forzando la cerradura después de bajarse del coche. Para que dudáramos del concejal cuando denunciara el robo y tuviéramos que pensar que intentaba colárnosla.

– Fino, el amigo -juzgó Chamorro.

– Y retorcido -dijo Azuara.

– Y rápido -concluí.

– Ya veo que no os gusta -constató Morcillo.

– No -dije-. No está mal. No puedo decirte que sea insostenible.

Mi equipo quedó pensativo.

– Y de todo esto qué sacamos -consultó Chamorro.

– Seguimos sin tener ni idea de quién pudo ser -admití-. Pero creo que entre todo lo que acabamos de decir, combinado no sé muy bien cómo, podemos pensar que tenemos el cómo sucedió. Y eso es algo.

La Gomera se aproximaba despacio por proa. El viento soplaba con fuerza y era agradable sentirlo en el rostro, fresco y vivificante.

– Tengamos todo esto en mente -les pedí-. Y ahora, teniendo también presente lo que dijimos al principio, vamos a fijarnos objetivos. Vosotros dos, buscáis a los amigos de Iván y tratáis por todos los medios de localizar a esa rubia. Chamorro y yo vamos a intentar averiguar qué ha sido de los dos fugitivos. Tengo especiales ganas de volver a ver a cierto sujeto.

No me costó mucho encontrar a Machaquito. Estaba donde siempre, en la actitud contemplativa usual, y me dio la sensación de que, en cierto modo, esperando. Apenas nos vio llegar, se levantó y dijo, compungido:

– No sabe cuánto lo… Mi más sentido pésame.

Dejaría que me ahorcaran, antes que decirle a nadie que haya perdido a alguien «mi más sentido pésame». Pero reconocí que Machaquito, recurriendo a esa palabrería acartonada, aparte de ceñirse a su papel, posiblemente obraba con inteligencia. Parapetado tras ella podía ocultar sus verdaderas emociones, y no era improbable que eso le conviniese.

– Gracias -repuse-. Quisiera charlar un momento con usted. Aquí no.

– Donde usía diga, mi sargento.

Hice como que no había oído aquella zalamería, para no pensar que se estaba riendo de mí y no sentir el deseo de saltarle los pocos dientes que le quedaban. Lo condujimos hasta un jardincillo próximo y nos sentamos en un poyete que cerraba por un lado el alcorque de uno de los árboles.

– A ver, qué cojones ha sido esto -le disparé, sin preámbulos.

– Mi sargento, le tengo que decir a usía por delante…

– Como vuelvas a llamarme usía, te parto un brazo. Y si intentas marearme con gilipolleces, te parto los dos. Perdona que sea un poco brusco, pero hoy no estoy de humor para perder el tiempo. ¿Me entiendes?

Machaquito me midió con terror, real o fingido.

– Lo entiendo, mi sargento, pero…

– No eres militar, tampoco me llames mi sargento. Pero qué.

– Usté perdone, pero es que… No acabo de cogerle la pregunta.

Miré al cielo. El tipo tenía cuajo. No podía dejar que me hiciera perder los estribos tan fácilmente. Opté por darle un poco de cuartel.

– El otro día me pareció usted más perspicaz -dije-. Por eso me permitía dar las preguntas por sobreentendidas. Pero si hoy, por la razón que sea, anda usted más torpe, me tomaré la molestia de hacérselas de forma más directa y clara. ¿Tiene usted alguna idea de quién le ha metido un tiro a nuestra compañera? ¿Qué ha oído usted por ahí acerca del incidente?

– Le juro por la vida de mis hijos…

– ¿De qué equipo eres, Machaquito? -le interrumpí.

– ¿Cómo?

– Que de qué equipo eres. De fútbol.

Me observó desconcertado.

– ¿Yo?

– Sí, tú.

– Pues, del Madrid.

– Si vas a jurarme algo, júramelo por el Madrid. Deja a tus hijos en paz, que bastante mala suerte tienen.

– Por el Madrid o por lo que usté quiera se lo juro, yo no sé na de na de quién… Y por la gloria de mi madre que si algo supiera… Vamos, que yo a doña Ru le tenía más que respeto, no sabe usté cuánto…

– Vale. Dime que tampoco has oído nada por ahí y me acabas de convencer de que tengo que agarrarte del pescuezo y entregarte a los de antidroga para que se ocupen de ti como les parezca más conveniente, ahora que sabemos que como confidente ya no vales ni para tomar por culo.

No es que me sintiera orgulloso de mí mismo al comportarme así. Ni es el estilo que considero correcto ni es el mío. Pero tenía la enojosa certidumbre de que aquel individuo me estaba toreando. Y eso no lo podía permitir.

– Joder, sargento -gimoteó-, oír, lo que se dice oír, claro que algo se oye. Pero la gente está acojoná. Es que esto es muy fuerte. Quien le pega un tiro a un guardia no es cualquier cosa. Eso es lo que dice todo el mundo, y lo que le digo yo, pero quién se atreve a escarbar más. Si el que sea se ha cargado a doña Ru, a las primeras de cambio, imagínese lo que dura un pichón como yo, que se le ponga en el camino. Ni un telediario.

Crucé una mirada con Chamorro. Estaba claro que si queríamos sacar algo de aquel hombre íbamos a tener que ponerlo entre la espada y la pared. Me habría gustado pedirle antes su opinión sobre la mejor forma de arrinconarlo, porque la suponía más fría de lo que yo estaba. Pero había que resolverlo según venía y no me anduve con más ceremonias:

– Está bien, Machaquito. Te creo, porque Ruth me dijo que confiara en ti. Eso que le debes, así que no lo olvides si todavía rezas y lo haces alguna vez por ella. Y comprendo que a cualquiera le dé un poco de susto meter la nariz en esta historia, que tiene una pinta tan fea, así que entiendo que te lo dé a ti, faltaría más. Tu desgracia es que no puedes escaquearte como los otros. Porque los otros, si se escaquean, no tienen nada que perder. Pero tú sí que lo tienes. Verás. Por ahora no voy a hacer nada contra ti. Pero vamos a encontrarnos otra vez aquí mismo, esta tarde, a las siete. Tienes, más o menos… Cinco horas y media. Si entonces no me cuentas algo más de lo que me has contado ahora, hago lo que te dije antes. No te lo tomes a mal, es que me importa mucho más descubrir al asesino de mi compañera que tu posible colaboración en el futuro. Espero que te hagas cargo.

– No es justo, sargento, con lo que yo… -protestó.

– Nuestra relación no es sentimental, sino de negocios -le atajé-. Y los negocios son así, Machaquito, tú lo sabes. Cuando tu mercancía vale, te la pagan; cuando no, te dejan de pagar. Y a veces hay cabrones que no te pagan aunque tu mercancía valga. Si te consuela, piensa que yo soy uno.

– Me pone a los pies de los caballos…

– Te pongo donde tengo que ponerte. Y me fumo un puro.

Machaquito me miró entonces con rencor.

– No se crea que yo no conozco a nadie y que tengo que aguantarme así como así cualquier atropello -galleó.

– Vives en un país libre. Usa tus contactos o plántate aquí esta tarde a las siete con lo que te he pedido. Tú decidirás lo que es mejor para ti. Yo ya te he dicho lo que voy a hacer. Y no creas que cambio de opinión por las amenazas de un chivatillo cagado. Vamos, ahora lárgate de aquí.

Tuvo que aguantarse y circuló, aunque visiblemente enfurecido. Mientras lo veía alejarse, Chamorro comentó:

– Acabas de perder un amigo, si lo era.

– No se me oculta -dije.

– Y alguien se puede cabrear contigo, por quemarle a un confidente.

– Que se cabree, y le preguntaré al que sea si le parece poco motivo intentar atrapar al asesino de una compañera.

– A lo mejor es verdad que no sabe nada.

– A lo mejor, pero de lo que estoy seguro es de que si quiere, algo puede saber. Ese soplagaitas no se va a reír de mí.

– Le obligas a arriesgarse.

– Ya le protegeremos, si hay que protegerle.

– Lo que está claro es que no te va a ayudar de muy buena gana.

– Ya le ofrecí antes la oportunidad de hacerlo así, por las buenas, y la desaprovechó. Tenía que darle látigo. Y de algo va a servir. Ya verás.

– ¿Apostamos si va a estar aquí a las siete o no? -propuso.

– ¿Tú que dices?

– No quiero desanimarte. Pero apuesto que no.

– Yo que sí, no me queda otra. Son casi las dos. El que pierda paga la comida de hoy. Vamos a buscar un sitio y entramos sin mirar el precio.

– Vale -aceptó, y al verla sonreír reparé en que era la primera vez que lo hacía, en día y medio. Me pareció bien. Hay que intentar vivir, siempre.

Después de comer, fuimos a la caza de otros dos personajes cuyo testimonio cobraba un nuevo valor: Rufino Heredia y Juan Sandoval, los dos camellos cuyo nombre nos había facilitado Margarethe y a los que Chamorro, camuflada como periodista, había sonsacado acerca de las actividades ilícitas de su hijo Iván. Nos pasamos un buen rato buscándolos, en vano. Casi desesperábamos ya de encontrarlos cuando nos tropezamos, en mitad de la calle principal, con el que más nos interesaba de los dos. Se quedó mirando primero a Chamorro, luego a mí, y no supo cómo reaccionar.

– Hola, Johnny -le abordó Chamorro.

– Hola -repuso el camello, inseguro.

– Mira, te presento a mi compañero, Rubén.

Le tendí la mano, imperturbable. Varios segundos después, unos dedos titubeantes se dejaban apretar por los míos.

– Oye, nos apetecería hablar un momento contigo -dijo Chamorro, con una amabilidad encantadora-. ¿Puedes atendernos?

Johnny estaba hecho un lío. No sabía si mirar a aquella chavala que seguía pareciéndole apetecible, o al tipo antipático con el que de pronto aparecía; le daba mala espina, no podía ser de otro modo, y acabó diciendo:

– Yo, es que tengo prisa, me espera un colega y…

– Señor Sandoval -le hablé, imprimiendo a mi voz el tono más oficial y a mi gesto el aire más circunspecto-. Le ruego que nos conceda el tiempo que le pedimos. Sólo van a ser unos pocos minutos. Si quiere le acompañamos a donde está su amigo para que no se ponga nervioso esperándole.

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