– Eso me dijeron, señora.
– ¿Con quién se fue? -intervine.
– Con el señor Florencio.
Anglada me observó, con un gesto expresivo.
– Ajá. Así que no sabes por dónde paran -recapituló, mientras asentía-. ¿Y si necesitaras hablar con ella? Si te dijera, por ejemplo, que somos de Sanidad y que vamos a cerrar esta cuadra, ¿adónde la llamarías?
– Tengo el número de su celular. De su móvil, quiero decir.
Anglada la observó, desafiante.
– ¿Hace falta que te lo pida por favor? -preguntó.
La mujer bajó los ojos.
– Aguarde. Ahorita se lo traigo.
Se retiró, en todo momento cabizbaja. Volvió con el número anotado en una servilleta de papel. Mientras nos lo tendía, me fijé en el trazo con que había dibujado aquellas cifras, desparejo y tembloroso. Me adelanté a recoger la servilleta y cuando la tuve en mis manos le pregunté:
– ¿Cómo se llama usted, señora?
– Gladys Sánchez, para servirle -respondió, intimidada.
– Muchas gracias, señora Sánchez, y disculpe las molestias.
Me volví a Anglada y le ordené, secamente:
– Vámonos.
– Pero… -se resistió Anglada.
– Vámonos, he dicho -y eché a andar hacia la puerta.
Una vez en el exterior del local, caminé sin detenerme hasta el coche y me instalé en el asiento del copiloto. Saqué mi teléfono móvil y empecé a marcar aquel número. Anglada abrió la otra puerta y se acomodó, lentamente, en el asiento del conductor. Me miró, con aire de inseguridad.
– El teléfono móvil al que usted llama está desconectado o fuera de cobertura -anunció, con su inalterable e indiferente amabilidad digital, la voz grabada de la compañía telefónica.
– Mierda -dije.
Apreté el botón que cortaba la comunicación. Anglada seguía mirándome. Le busqué los ojos. Por primera vez, me pareció francamente indefensa. Y no ocultaré que al verla así, con aquel gesto de zozobra, me pareció aún más bella y apetecible de lo que me había parecido hasta entonces.
– ¿Qué he hecho mal ahora? -preguntó, quejumbrosa.
Medité lo que iba a decir. Hay ocasiones en que uno se siente propenso a cometer una equivocación, y aquélla era una de esas ocasiones.
– No sé si has hecho algo mal, Anglada -dije, despacio-, aparte de obligar a tu superior a repetirte una orden. Puede que ciertas cosas haya que hacerlas así, como tú las haces. Pero ése no es mi estilo. Y mientras estés conmigo, te agradecería que me dejaras tratar a la gente a mi manera, y decidir cuándo corresponde presionar a alguien con malos modos.
– Con esas sudacas no puedes andarte con tantas ceremonias, mi sargento. Si no las acogotas un poco, no hacen otra cosa que marearte.
– Voy a explicarte algo, Anglada, para ver si me entiendes. Yo nací en el mismo continente que esa mujer. Mi madre tenía pasaporte español, y por eso puedo pasearme tranquilo por la calle, y reclamar mis derechos, y hasta ser funcionario público, en lugar de trabajar sin papeles en un bar de putas, como le toca a ella. Creo que debo dar las gracias, por la suerte que tuve. Pero soy tan sudaca como ella, y no puedo aprovecharme de mi privilegio para maltratarla. No la maltrataría aunque creyera que ha matado a alguien, salvo que me obligara a ello. ¿Lo entiendes o te parezco idiota?
– Yo no sabía -se disculpó-. No tienes ningún acento.
– Llevo más de treinta años aquí, pero ésa no es la cuestión, Ruth. Creo que eres una buena chica. El otro día te acordabas de los niños que se mueren en África, y seguro que estás llena de nobles sentimientos. Pero lo importante es cómo los pones en práctica. Cómo reaccionas cuando tienes a tu merced a alguien más débil. No sé a ti, pero a mí lo que más me jode es pensar que en algún momento puedo ser el instrumento con el que los que tienen la sartén por el mango pisotean a quienes no tienen nada.
Anglada se agarró al volante, con los ojos bajos.
– A lo mejor a veces soy ese instrumento, sin saberlo -dije-. El único consuelo que me queda es esforzarme por no serlo a sabiendas.
– Vale, tienes razón -admitió-. No hacía falta.
– Tampoco tienes por qué estar de acuerdo conmigo. Pero no te permitiré que me arrastres a actuar contra mis convicciones. Por eso te advierto.
– Tienes razón -repitió-. Y yo también tengo mis convicciones. Es una pena que a fuerza de revolver la basura se te gaste la paciencia y las acabes traicionando, pero eso no es excusa. No volverá a suceder.
Inspiró fuerte y alzó el rostro. Tenía los ojos húmedos, los dientes apretados. Sonrió extrañamente. Pensé que ya había vivido aquello. Y como todas las demás veces en que me ha desconcertado el misterio de un alma femenina, un escalofrío me recorrió el espinazo. Miré otra vez al frente.
– Nadie coge el teléfono -dije-. ¿Tienes idea de por dónde seguir ahora?
Anglada tardó unos segundos en responder.
– Creo que sí -respondió, mientras arrancaba.
Pocos segundos después estábamos de nuevo en la carretera, de regreso hacia la capital de la isla. Anglada me contó por el camino su idea.
A Machaquito lo encontramos donde la otra vez. Dejando pasar la mañana en la terraza de un bar. Estaba hojeando la prensa deportiva, que acababa de llegar con el barco, y no pareció muy contento de volver a vernos, aunque en seguida recicló la expresión recelosa en una mueca servicial.
– Hola, doña Ru, cuánto bueno.
Anglada le hizo seña de que se levantara y nos acompañara. Machaquito dejó un par de monedas sobre la mesa y nos siguió, obediente, hasta un banco cercano. Mi compañera le invitó a sentarse, y sin ningún afecto, pero con relativa corrección, le hizo saber que los frutos de nuestras pesquisas nos inclinaban a considerarle un chivato lamentablemente desinformado.
Machaquito se echó hacia atrás, inquieto.
– Mire, doña Ru, nadie lo sabe todo, pero le juro por la memoria de mi madre que yo a usted no le miento.
– ¿Nos miente el otro, entonces? -preguntó Anglada.
– No sé quién es el otro -se encogió de hombros el confidente-. Si me lo dijera, a lo mejor podía hacerme una idea.
– Como comprenderás, no te lo voy a decir.
– Pues no sé. Pero ándese con cuidado, doña Ru, que hay taraos que no tienen conocimiento y se inventan películas sin saber lo que pue pasar. ¿Quién le dice que no se está fiando de uno de ésos?
– A ver. Seamos prácticos. ¿Dónde está el Moranco?
Machaquito frunció la nariz.
– He oído que se ha ido a dar una vuelta por el híper. Con la novia. Tendrá en mente hacer algunas compras para el verano.
– ¿Por el híper? -pregunté, despistado.
– Por el moro. Marruecos, de dónde saca el chocolate y el mote.
– ¿Y para qué crees tú que se ha llevado a la novia? -dijo Anglada.
– No sé. Yo sólo he oído eso. Ni siquiera sé si se la llevó o no.
– Dinos alguien que pueda contarnos más de ellos.
– La Guagua.
– ¿Y quién es ésa?
– La amiga del alma de la Cheli. Trabajó con ella en otra época. La llaman así porque no le importa subir a varios a la vez, usía entiende…
– Entiendo -dijo Anglada-. No soy una monja.
Machaquito alzó las manos.
– No quise yo faltarle, doña Ru…
– ¿Dónde la encontramos?
Machaquito nos dio, cómo no, el nombre de un bar. Era bastante peor que el que le tenía a él como cliente, peor incluso que el de la Cheli. Cuando entramos allí, toda la concurrencia la formaban un par de tipos somnolientos y siniestros, además del que atendía la barra, un sujeto calvo de prominente barriga cuya indumentaria no debía de haber sufrido el asalto del detergente desde la guerra de las Malvinas, como poco. Los restos orgánicos que salpicaban su camisa habían adquirido colores indescriptibles.
Pedimos un par de cervezas. Las echamos en los vasos. Hasta ahí, era factible llegar. Beber una sola gota requería más arrojo del que yo acerté a reunir. Tampoco Anglada se apresuró. Esta vez, por relevarla del trabajo sucio, y nunca mejor dicho, fui yo el que hizo las preguntas:
– Buscamos a una a la que llaman la Guagua.
Silencio entre los circunstantes.
– Nos han dicho que viene por aquí.
Miradas bovinas, turbias.
– ¿No la conocen?
Uno de ellos empezó a frotarse la barbilla.
– ¿Una que tiene el coño muy grande? -preguntó, con aire aturdido.
Anglada reprimió una carcajada. Los otros apenas sonrieron.
– No disponemos de ese dato, señor -dije-. Pero podría ser.
– Hace meses que no se le ve el pelo -nos informó, abúlico.
– ¿Sabe por qué?
– No. ¿Sabéis vosotros?
Los otros dos menearon la cabeza.
– ¿Sabéis dónde vive? -atacó Anglada.
Nueva negación silenciosa, esta vez de los tres.
– Está bien. Muchas gracias -dije.
Pagué las cervezas y le hice un gesto a Anglada. Ni allí había nada que rascar, ni me apetecía seguir husmeando en aquel ambiente durante más tiempo. Ya empezaba a estar harto del paisaje tabernario, por aquel día. No porque me creyera mejor que ellos (todos somos trozos del mismo barro, pobres monos condenados a buscar placer, soportar dolor y tirar adelante, perplejos y desvalidos); sino porque aquél no era mi mundo ni abrigaba la ilusión de incorporarme a él. No me habría sentido menos a disgusto en una recepción al cuerpo diplomático en el palacio de Buckingham.
– Podríamos haberles metido más caña -dijo Anglada, una vez fuera.
– Sí, puede ser -reconocí-. Pero mira, por una vez, tengo un pálpito: estamos perdiendo el tiempo. Por aquí no vamos a ninguna parte. Y si habéis propuesto al Machaquito para alguna condecoración, yo lo pararía.
– No hemos llegado a tanto -rió Anglada.
En ese momento me sonó el teléfono móvil. Era Chamorro.
– ¿Qué tal? -le pregunté.
– De lástima -respondió-, y cabreada. Uno de estos niñatos subnormales acaba de preguntarme si he salido desnuda en la revista alguna vez.
– Gloriosa jornada -dije.
– ¿Qué?
– Nada. Que dónde te recogemos -claudiqué.