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La mañana siguiente, después del desayuno, nos dirigimos a la casa-cuartel. Allí pusimos al corriente a Nava de nuestras averiguaciones de la víspera. El sargento primero coincidió con Anglada:

– Me preocupa que se nos haya podido colar algo así. Me preocupa un huevo. Como eso sea verdad, voy a poner firme a más de uno.

Las palabras de Nava venían reforzadas por la irritación que transmitía su semblante. Fijándose bien, hasta tenía mala cara. Tan cansada y ojerosa que me vi en la obligación de interesarme por su salud.

– ¿Estás bien? -le pregunté-. No tienes muy buen aspecto.

– No es nada -respondió-. La niña. Anda todavía echando muelas y las noches son un martirio chino. Apenas he dormido una hora del tirón. Lo llevo fatal, porque tengo el sueño ligero y me desvelo en seguida.

Le compadecí. Conocía aquella sensación.

Recabamos los antecedentes detallados de la Cheli, o lo que es lo mismo, María Consolación Requero Antúnez, y el Moranco, que ante el Registro Civil era Florencio José Torres Esteve. La Cheli estaba limpia, y el Moranco no tenía mucho más de lo que recordaba Anglada. Mientras andábamos en ésas, me sonó el móvil. Era la guardia Salgado, en Madrid.

– Buenos días, mi sargento -dijo-. Perdona por el retraso, pero entre la diferencia horaria, y que los diplomáticos no corren si no les achuchas…

– ¿Cómo dices? -respondí, con la cabeza aún en la Cheli y el Moranco.

– El consulado de España en Caracas -me recordó-. Puedo contarte algo sobre ese Máximo Jesús López Delgado por el que preguntabais ayer.

– Sorpréndeme, Salgado -dije.

– No sé. Tú dirás si te sorprende o no. Alguien con ese nombre se inscribió en el consulado el 21 de diciembre de 1982. No duró mucho tiempo en sus registros. Tuvieron que borrarlo el 17 de febrero de 1983.

– ¿Tuvieron que borrarlo?

– Por defunción -precisó Salgado.

– Pues sí que me sorprendes. ¿De qué murió?

– No está claro. Pero si fue de golpe, como parece, me ha dicho la funcionaría del consulado, no debemos descartar que se lo cargaran. Por lo visto Caracas es una ciudad con un alto índice de homicidios.

– Vaya, hombre.

– ¿Quieres que profundice?

Muerto en 1983, pensé. Demasiado tiempo. Ya teníamos una explicación para el hecho de que el padre de Iván no hubiera vuelto a ponerse en contacto con su familia. Pero, ¿podía esperar que su muerte tuviera algo que ver con la de su hijo? No me parecía que fueran por ahí los tiros, aunque tampoco podía olvidarme sin más del asunto. Dondequiera que uno ponía el ojo, en aquel maldito caso, se le abría un fleco. Le pedí a Salgado:

– Intenta que la funcionaría averigüe algo más.

– No va a ser fácil, ya me avisó. Los archivos de esa época no están informatizados. De milagro, dice que ha sacado esas fechas.

– Bueno, trabájatela. Pero tampoco te quemes. Hoy por hoy no es la vía principal de la investigación. Si cambio de idea, te lo diré.

– A tus órdenes, mi sargento.

Me gustaba Salgado, en el sentido más casto de la palabra. Era una chica que le permitía a uno sentir la comodidad del mando.

Desde el propio puesto hice la gestión que se me había olvidado hacer el día anterior. Los del hotel me atendieron en seguida, pero tardé varios minutos en escuchar al otro lado de la línea la voz aguda y cristalina de Desirée Gómez, la hija del ex concejal Gómez Padilla. Le dije quién era y dónde trabajaba. Antes de que pudiera decirle por qué me ponía en contacto con ella, Desirée se adelantó a informarme, con aquella vocecita infantil:

– Sí, ya sé quién es. Papá me dijo que me llamaría.

– Quisiéramos hacerle unas preguntas -dije, dudando si no debía tutearla en vez de tratarla de usted. Pero cuando no lo tengo claro, siempre opto por la formalidad. Igual que jamás me abalanzo a besuquear a una desconocida. No me gusta llevar la soltura hasta el extremo del avasallamiento, aunque eso me haga un poco más extranjero en el país en el que me toca vivir.

– Ya me imagino -dijo, apagada-. Como la otra vez.

– Siento mucho volver a molestarla.

– Bueno, qué remedio. ¿Cuándo van a venir?

– Cuando pueda atendernos. Lo antes posible. ¿Mañana?

– Es que mañana tengo el día libre y había quedado con unos amigos para ir a la playa. ¿No puede ser otro día?

– ¿Pasado mañana?

– Es domingo -advirtió-. ¿Trabajan en domingo?

– Por nosotros no se preocupe. Si el domingo puede, vamos el domingo.

– Sí, el domingo acabo a las tres y media.

– Pasamos a verla al hotel, ¿le parece?

– Está bien.

Durante varios minutos después de colgar, se me quedó sonando en el cerebro la voz de aquella chica. Trataba de imaginar cómo sería ahora su propietaria, y el contraste que seguramente, a juzgar por su reputación, produciría su apariencia con el timbre aniñado e ingenuo de aquella voz. Todos o casi todos los hombres guardan en su memoria la huella, y a veces la herida, de una niña así, una niña que se desdibuja sin prisa en la inexorable fuga del tiempo. También yo guardo alguna, y la tenue música de Desirée, escuchada a través del teléfono, me devolvió por un instante a aquella orilla lejana y recóndita de mi adolescencia. Hasta que el hombre desencantado y renunciador que ahora me habita me llamó al orden y me recordó que lo que me incumbía era formar a la tropa y salir al gris combate cotidiano.

– Saca los billetes a La Palma para el domingo -le ordené a Anglada.

– El domingo. Estás hecho un estajanovista, mi sargento.

– No, Anglada, aprovecho el tiempo, nada más. Cualquier día de éstos me suena el móvil y mi comandante me hace saber que no me ha enviado aquí para hacer turismo. No aspiro a haber resuelto nada para entonces, pero sí me gustaría tener algo más de lo que podría contarle ahora.

– Era broma, hombre. Para Virgi y para ti, los billetes, ¿no?

– Si quieres venir también tú, paga la empresa.

Anglada me dedicó una mirada afectadamente temerosa.

– Si te pido tomarme el día libre para limpiar el piso, lavar la ropa y poner al día la plancha, ¿empeorará mucho tu concepto de mí?

– En absoluto -dije-. No es indispensable que vengas. Y es domingo, después de todo. No me gusta putear a la gente.

– Gracias, mi sargento.

A veces, al deficiente sabueso que soy, le falla la intuición. El que me llamó al móvil, un cuarto de hora después, mientras acercábamos a Chamorro al centro del pueblo, no fue mi jefe, sino el subdelegado del gobierno.

– Buenos días, señor subdelegado del gobierno -le saludé, por protocolo y también por alertar a mis compañeras. Para que se abstuvieran de producir cualquier sonido que pudiera arrojar sospechas sobre la seriedad con que nos tomábamos nuestro trabajo. Las dos enmudecieron al instante.

– No se preocupe, sargento -dijo el subdelegado del gobierno-. No le llamo para meter las narices. Y tampoco quiero robarle su tiempo. Ya me contará usted lo que tenga que contarme cuando lo estime conveniente. En realidad esto es una llamada personal. Sólo quería darle las gracias.

Seguí escuchando, más bien atónito.

– Hablé con mi cuñada anteanoche -agregó-. Le han causado ustedes una impresión magnífica, y por lo que me cuenta la han tratado exquisitamente. Lo dicho, que se lo agradezco. Y perdone que no le llamara ayer, pero tuve un día espantoso. Bueno, no le molesto más. Suerte y buen servicio.

– Qué majo, este chaval -comenté, cuando colgó-. Nos da las gracias. Y eso que todavía no hemos hecho nada.

– En Santa Cruz los viejos de colmillo retorcido hacen apuestas -dijo Anglada-. Ninguno cree que llegue a cumplir un año en el cargo.

– Pues es una lástima, si aciertan -dije, conmovido aún.

Dejamos a Chamorro cerca de la plaza, con el encargo de volver a interpretar el papel de periodista con los testigos que le quedaban de la lista de Margarethe, entre ellos Ramón Velázquez y Jorge Fernández, los dos a quienes la víspera Anglada había interrogado sin mucho fruto. Ruth y yo tomamos la carretera del sur, camino del bar de Consolación Requero, alias La Cheli. Según habíamos confirmado con el sargento primero Nava, seguía regentándolo, y seguía manteniendo relaciones con Florencio Torres, alias el Moranco. Nava tenía razones para suponer que sus negocios marchaban como siempre, no le constaba que hubieran ido a más. El Moranco, según él, era un camello de poca monta, y la Cheli, quien en realidad aportaba los medios de subsistencia de la pareja con el bar y sus anexos. En su opinión, el establecimiento de la Cheli era modesto, pero digno, dentro de lo que cabía. Las chicas, varias sudamericanas y un par de marroquíes, no estaban en malas condiciones. Si llegaba, como sucedía periódicamente, la orden de acosar un poco a los clubes de alterne, no sería el suyo por el que Nava empezaría. Aunque nunca podía uno estar seguro, con gente como aquélla.

El local de Consolación Requero, visto desde fuera, me pareció un sórdido tugurio. Por dentro, lo era aún más. Oscuro, las paredes pintadas en colores que en alguna época debieron ser chillones y ahora sólo eran espesos, la barra y el resto del mobiliario cubiertos de un baño de mugre. Sólo había una mujer, de aspecto magrebí, que barría el suelo desganadamente. Cuando nos vio entrar, se quedó bastante descolocada. Ni era la hora en que solían presentarse clientes, ni Anglada y yo debimos darle mucha impresión de serlo. Anglada se le dirigió, como solía, sin especiales preámbulos:

– ¿Está por ahí la Cheli?

– Momento, siniora -repuso la magrebí, y desapareció por una puerta.

Oímos unas voces. Poco después vino una mujer de unos cuarenta años, cuyos rasgos delataban su inequívoca procedencia sudamericana.

– Buenos días -dijo, un poco untuosamente.

– Hola -dijo Anglada-. Buscamos a la dueña.

– La señora Chelo no está -informó la sudamericana-. ¿Qué se les ofrece a ustedes? Si yo puedo ayudarles…

Anglada meneó la cabeza.

– No lo creo. La buscamos a ella. ¿Dónde está?

– De viaje -dijo la mujer.

– Mira, cariño, no nos hagas perder el tiempo -le aconsejó Anglada, con impostada dulzura-. De viaje dónde. Desde cuándo. Hasta cuándo.

– Y, se fueron hace un par de días. De vacaciones, no sé bien dónde. Marcharon a la Península, eso es todo lo que yo puedo informarle. Y no creo que vuelvan hasta final de mes, no me dijeron de cierto.

– De vacaciones. En febrero -desconfió Anglada.

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