– Nunca habló usted con él -deduje.
– Nunca de otro modo que a gritos.
– ¿Le plantó él cara alguna vez?
– La última. Cuando tuve la poco ingeniosa ocurrencia de jurarle que si volvía a verle con mi hija le iba a arrancar el hígado.
– ¿Qué opinión tiene usted del difunto, dejando aparte las razones por las que tuvieron esos enfrentamientos?
– No puedo dejarlas aparte, sargento. Creo que era un pichabrava y me temo que un poco oligofrénico. Sin acritud. Que en paz descanse.
Con eso quedaba claro que si en algo faltaba Gómez Padilla a la verdad, no era por hipocresía, ni mucho menos por diplomacia.
– Espero que entienda lo que voy a pedirle ahora, Juan -dije.
– Vaya, intuyo que no va a gustarme su petición -coligió.
– Querríamos hablar con su hija. Podemos hacerlo sin su consentimiento, pero por una vía que preferiría no utilizar. Es menor de edad y me parece lo más apropiado y deseable que su padre nos autorice.
Gómez Padilla asintió, con gesto desesperanzado.
– Gracias por su consideración. Pero la verdad es que sería por mi parte bastante ridículo oponerme. Sólo puedo mantener mi oposición durante dos días. Mi hija cumple pasado mañana dieciocho años.
Eché cuentas. Sí, podía ser, desde luego. No me constaba que Desirée tuviera quince años justos en la fecha del crimen. Sólo que no había cumplido dieciséis. Y habían pasado dos años y tres meses desde entonces.
– En cualquier caso, espero que no tenga inconveniente -dije.
– No -respondió-. Le viene bien enfrentarse a las consecuencias de sus actos. A lo mejor así es un poco más precavida, en lo sucesivo. Después de todo es mi hija y me gustaría que alguna vez se convirtiera en una mujer con la cabeza sobre los hombros. La única dificultad que voy a ponerles para interrogarla es que la mandé hace un año fuera de la isla.
– ¿A dónde? -inquirí, sin poder ocultar mi preocupación.
– No teman. No demasiado lejos. A La Palma. La metí a trabajar en el hotel que tiene allí un amigo mío. Por si el esfuerzo la ayudaba a reflexionar o por lo menos le servía para quitarle las energías sobrantes. Y también, como comprenderán, me parecía recomendable sacarla de aquí.
– ¿Nos dará la dirección de ese hotel? -consultó Chamorro.
– Claro. Les daré una tarjeta, para que tengan también los teléfonos.
Se levantó y regresó al cabo de un par de minutos con la tarjeta prometida. En su ausencia, no intercambié palabra alguna con mi compañera. Siempre podía haber alguien escuchando. Nos lo dijimos con los ojos: o lo habíamos hecho muy bien, o aquello no era tan difícil como temíamos.
– Aquí tienen -me tendió la tarjeta-. Si llaman y preguntan por ella, antes de las cinco, la localizarán casi con seguridad. Les he apuntado detrás mi teléfono, por si lo necesitan para algo. No vengo en la guía y a lo mejor les iba a costar un poco dar con él. Les ahorro las pesquisas.
– Gracias -dije-. Creo que no debernos robarle mucho más tiempo. Y le agradezco mucho su colaboración. Sinceramente.
Gómez Padilla mostró las palmas de sus manos.
– Mire -explicó-, para llevar adelante esto de la mejor manera posible, he procurado volverme un hombre práctico. Lo que puedo evitar, lo evito. Lo que tarde o temprano ha de pasar, que pase cuanto antes.
Le di mi tarjeta, con el número de mi teléfono móvil manuscrito.
– También le agradecería que me llamase, si le parece de pronto que alguna de esas personas que tenían razones para no quererle podría ser más sospechosa que las demás. O si lo cree necesario por cualquier otra razón.
– Descuide. Pero no espere mucho más de lo que ya le he dicho.
El ex concejal nos acompañó hasta la valla exterior de su casa. Por el camino, traté de mantener con él una conversación más distendida. Pero sin desaprovechar la posibilidad de sacarle información que pudiera ser útil.
– Y ahora, ¿qué hace usted? -pregunté.
– Lo de siempre. Llevo mi negocio. No es gran cosa, no ha mejorado después del asunto, pero he conseguido que no se hundiera. Podemos vivir.
– Debe de haber sido duro para usted, después de tantos años en política.
Gómez Padilla acogió mi suposición con una maliciosa sonrisa.
– Qué va. Eso ha sido lo único bueno que he sacado de esta historia. Que me haya echado de la política. No sólo por la mierda de vida que llevaba, sino por la gente que me rodeaba. Estas cosas sirven para conocerla, a la gente. Y lo que yo he visto, me ha revuelto las tripas.
– ¿Por qué dice eso?
El ex concejal pareció querer explicarse mejor.
– No, no vaya a creerse que me he convertido en un cínico -dijo-. Sigo creyendo lo que he creído siempre. Que el servicio a los demás es una de las tareas más nobles que puede realizar una persona. Pero por desgracia hay que pasar por las horcas de la política profesional. Por las que manejan los chacales que te apartan como un apestado, cuando te ves en apuros, y no por razones éticas, sino por si puedes contagiarles la mala suerte.
Gómez Padilla hizo chascar la lengua.
– En fin, hay que comprenderles. Para triunfar en política hay que ser así. Hay que tener vocación de servicio público, no digo que no. Hay que tener ideas, tampoco lo niego. Pero sólo con eso no se llega a ninguna parte, dentro de un partido. Todos los que usted vea arriba, tienen otra cosa, que es lo que les empuja: la ambición, la determinación constante de realizarla y la falta de escrúpulos suficiente como para apartar todo obstáculo que pueda estorbarles. Ya sea una idea, un prurito moral, un compañero. Los que no tienen la frialdad para deshacerse de cualquier lastre de ese tipo, no llegan, o caen tan pronto como han subido. Y no le hablo por hablar, sargento. Yo he sido así, como le estoy contando. Hasta que me tocó ser el saco de lastre para otros y me arrojaron a la cuneta. Así tuve que aprender la lección.
Muchas veces, me toca callarme lo que pienso sobre lo que me dicen. Cada uno en su lugar: ya que no he acertado a ser un héroe ni un sabio, ni a redimir a la humanidad de los males que la aquejan, procuro al menos no salirme del tiesto. Pero me costó no ofrecerle al concejal algún tipo de solidaridad. No por su desgracia, sino por el coraje con que se juzgaba a sí mismo. Estoy bastante aburrido, como cualquiera, de tropezarme con gente que se construye una visión del mundo con el único o primordial propósito de justificar lo que ha hecho o ha dejado de hacer en la vida. Si Gómez Padilla creía aquello, y no era una simple cortina de humo, tenía mérito.
Antes de despedirnos, quise expresarle de otra forma mi gratitud.
– Sólo quiero que sepa que si aquí ha habido un error, no sólo nos veremos en la obligación de pedirle disculpas, sino ante todo, en la de enmendarlo -me comprometí-. Y que no dudaremos en hacer ambas cosas. Pero espero que entienda que este trabajo no siempre es tan fácil como uno quisiera.
Gómez Padilla asintió, cabizbajo.
– A pesar de todo, lo entiendo, sargento. Y le aceptaré las disculpas, como si me las pidiera su director general -aquí volvió a mirarme, y añadió, a renglón seguido-: O quizá no. Quizá me valgan más las suyas.
Aunque uno siempre puede equivocarse, al interpretar lo que dice otro, me pareció algo más que un simple intercambio de cortesías.
– Suerte -nos deseó el ex concejal-. De corazón.