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– ¿Y qué quieren, ahora?

– Hablar con usted.

Gómez Padilla me miró con detenimiento. Pocas veces lo sientes, cuando actúas en el papel de policía, pero con él lo sentí: el concejal estaba tratando de ver, por encima de lo demás, qué clase de hombre tenía enfrente.

– ¿Y si le digo que espere hasta que venga mi abogada?

– Está en su derecho -reconocí-. Ni siquiera tiene que abrirme esta puerta. No traigo orden de ningún juez, ni tengo ninguna otra posibilidad legal de traspasarla, ahora mismo. Le pido que nos haga el favor de atendernos.

– ¿Por qué cree que va a apetecerme hacerle un favor, sargento?

La pregunta era agresiva, pero su gesto no. Desde hacía dos años, inferí, Gómez Padilla había desarrollado la capacidad de enfrentar la vida de una manera distinta; más estoica, y también menos impaciente.

– No creo que le apetezca mucho -respondí, con precaución-, pero pienso que acaso le convenga. Venimos con el objetivo de detener al que mató al chico. Puede que seamos quienes van a probar su inocencia.

– Mi inocencia quedó probada en juicio.

– No probaron su culpabilidad -le corregí-. Es diferente.

– A mí me vale.

– Lo otro le valdrá más.

Gómez Padilla sonrió desganadamente.

– ¿Eso cree, sargento?

– Sí. Y si usted no tuvo nada que ver, y está en mi mano dejarle limpio y echarle el guante al que le tendió la trampa, me alegrará hacerlo. Tanto si usted se aviene ahora a ayudarme, como si no. Pero hablar conmigo le dará a usted una ventaja: poder contarle su versión de los hechos a alguien que viene a examinarlos desde fuera y sin prejuicios de ninguna clase.

– Yo no tengo versión de los hechos. No estaba allí.

– Puede decirme cosas que me interesan, seguro.

Gómez Padilla volvió a observarnos, primero a mí, luego a Chamorro. Se detuvo unos instantes en ella. Sin dejar de mirarla, preguntó:

– Si me niego, ¿va a volver con una orden judicial?

Me miró otra vez, dentro de los ojos. Era una prueba, quizá.

– No -respondí-. Por ahora no.

El ex concejal alzó la vista y la dirigió hacia el horizonte.

– Está bien. Voy a abrirles.

Caminó sin prisa hacia la casa, entró en ella y unos segundos después sonó el zumbido del resorte que destrababa la cancela. La empujé y dejé pasar primero a Chamorro. Gómez Padilla esperaba ya en el umbral.

Nos invitó a cruzar, a través de la casa, hasta el jardín trasero. Nos ofreció asiento en unas sillas de jardín, bajo un toldo estampado a franjas verdes y blancas. No nos ofreció nada más. Se sentó en una butaca, ostensiblemente más cómoda que nuestras sillas, y nos miró con expresión melancólica.

– Usted dirá, sargento.

En ocasiones, aquélla era una, no celebro especialmente tener que hacer lo que tengo que hacer. Me pasa cuando me resulta evidente que me encargo de algo de lo que nadie querría encargarse. En esa tesitura, contra lo que pudiera parecer, me siento más impelido a cumplir con mi misión. Es una especie de orgullo. Soy yo el que está ahí. El que tiene que hacerlo. El que lo va a hacer, y va a conseguir, por añadidura, que sirva para algo.

– Señor Gómez Padilla -empecé a decir, con decisión.

– No me llame así, por favor. Me recuerda cuando me nombraban para las votaciones en los plenos. Juan vale. Y ahorrará saliva.

Una fina ironía asomaba de pronto a sus facciones tristes.

– Está bien. Juan. Ante todo, no quisiera hacerle perder el tiempo más de lo indispensable, ni tampoco molestarle más de lo que me temo que es inevitable que le moleste el asunto que nos trae a verle esta mañana.

– Es usted muy amable, sargento -bromeó-. Siento que no le encargaran esto a usted desde el principio. Veo que me habría enviado a la cárcel mucho más educadamente que sus compañeros. Siempre resulta un alivio.

Tenía derecho a ser sarcástico. Ya fuera inocente o no, lo había pagado a buen precio: un año largo en el trullo. Seguí, sin dejarme alterar:

– En fin, no le importará, sólo con esa intención, que no me pierda en muchos rodeos y que entre en materia directamente.

– Al contrario. Se lo agradeceré mucho.

Busqué yo ahora sus ojos. No me costó encontrarlos.

– ¿Por qué cree que intentaron colgarle un asesinato que no cometió? -le pregunté, deteniéndome en «colgarle».

– No tengo ni la más remota idea -dijo, sereno-. Pero supongo que el que lo hizo prefería que otro fuera a la cárcel por él, y le parecí una buena cabeza de turco. Y hasta cierto punto, estará usted conmigo en que acertó.

– ¿Tampoco se le ocurre quién pudo organizar el montaje para imputarle?

Gómez Padilla se encogió de hombros.

– Pues la verdad, no será porque no he pensado sobre ello. Minuto a minuto, durante cuatrocientos dieciséis días. Y un poco menos intensamente, en el último año, pero sigo preguntándomelo. En balde.

– ¿No tenía usted enemigos?

Gómez Padilla soltó una risa seca.

– Claro, sargento. Llevaba once años en política. Tenía enemigos a espuertas. Dentro y fuera de mi partido. Y como es lógico, y por la cuenta que me traía, los tenía fichados y tenía también mis cálculos sobre el peligro que cada uno podía representar para mí. Algunos eran pájaros de cuenta. He denegado licencias para clubes de putas y otros negocios jugosos, a individuos que no eran precisamente angelitos. No digo que alguno no se hubiera atrevido a montar algo contra mí. Qué sé yo, tratar de drogarme una noche y ponerme en los brazos una chica para sacarnos unas fotos. A eso se atreve cualquiera, dentro de lo que cabe. Pero estamos hablando de otra cosa. De degollar a un chaval, robar un coche, mancharlo con la sangre del muerto y hacer luego una llamada telefónica para que se lo carguen a otro.

– ¿Puedo pedirle el nombre de las personas a las que denegó esas licencias que me dice? -pregunté.

– Buf. Si le doy la lista completa, no acabamos en toda la mañana. Puede investigar a todos los promotores inmobiliarios y a todos los propietarios de clubes de alterne de la isla. Cualquiera tiene algo contra mí. Pero no se me ocurre uno solo con las agallas para organizar un asesinato.

– ¿Tampoco alguno que le pudiera odiar más que otros?

– No, sargento. Y créame que para mí tendría tanto interés como para usted poder darle algún nombre. Pero me parece una imprudencia dárselo a voleo. No estoy tan lleno de rencor como para hacerlo, todavía.

Reflexioné durante un instante sobre lo que acababa de decir. Fue el propio Gómez Padilla el que me arrancó de mis pensamientos:

– ¿De veras cree que ése es el camino?

– ¿Cuál? -dije, descolocado.

– Si cree que el importante aquí soy yo. Que quienquiera que lo hiciera lo que pretendía era hundirme a mí.

– Ni lo creo ni dejo de creerlo -dije-. Es pronto para que descarte nada.

– No se equivoque -me aconsejó-. Yo no soy nadie, en este asunto. Mataron al chico, por lo que fuera, y luego yo les vine bien para taparlo. Nada más. Tuve la mala suerte de que pasaba por allí, eso es todo.

– Tampoco eso parece muy normal, ¿no? -dijo Chamorro.

– No, pero yo me puse a tiro. O me pusieron. El resultado práctico es el mismo. Era bastante notoria mi aversión hacia el muerto. La había demostrado ante testigos. Lo supieron de alguna manera, tampoco es difícil enterarse de esa clase de cosas en un lugar pequeño, y lo planearon todo. El asesinato y el montaje para convertirme en el chivo expiatorio. Fueron inteligentes, eso no puedo negarlo. Porque como chivo expiatorio, a la vista está, yo era poco menos que insuperable. Hicieron una jugada maestra.

– ¿Por qué era usted insuperable? -pregunté.

– Hombre, piense un poco. Un político en ejercicio, con responsabilidades de gobierno. Un padre ultrajado por la ligereza de su hija. Carnaza para los periódicos durante meses, lo que ya les garantizaba, de entrada, la máxima distracción. Y poner en la picota a un sospechoso con la presunción de inocencia más disminuida creo que habría sido imposible.

– Sin embargo, tenía coartada. Y eso le salvó, al final.

El ex concejal me miró, reticente.

– ¿Me salvó, de verdad? -dudó-. ¿Y quién me dice que no le han enviado a usted para tratar de romper esa coartada, buscar la forma de incriminarme otra vez y poner en marcha la revisión de la sentencia?

– Yo se lo digo -respondí-. Hemos venido a resolver el crimen, si podemos, nada más. Y usted tiene mucha ventaja respecto de cualquier otro sospechoso. Una sentencia que declara que no es culpable.

– En todo caso -retomó el hilo de su razonamiento-, a quien diseñara la maniobra le salió redonda. Durante año y medio se me persiguió a mí. Y ahora, cuando parece que desentierran el asunto enviándolos a ustedes, ya han pasado más de dos años. Lo tiene usted crudo, para pillarle.

– En eso debo darle la razón -admití-. Pero el final de esta historia no está escrito, todavía. Hay asesinatos que se han resuelto al cabo de más de dos años. No puedo decirle que seamos los mejores policías del mundo, pero cabezotas sí que somos. No nos rendiremos así como así.

Si Gómez Padilla era el asesino, mis palabras representaban una amenaza para él. Las acogió con una mueca de incredulidad.

– Siguiendo con lo que antes nos estaba diciendo -proseguí-, ¿se le ocurre por qué podía alguien querer matar a Iván López?

Esta vez, Gómez Padilla rió abiertamente.

– Como saben de sobra, se me ocurre por qué habría querido matarlo yo, si entrara en mis esquemas quitarle la vida a otro ser humano. Pero -recobró aquí la seriedad-, no le conocía lo suficiente como para poder imaginar por qué otro quiso rebanarle el pescuezo. Todo lo que sé es lo que mi abogada aportó en el juicio. No era el hijo que cualquiera desea tener. En cuanto a la chusma concreta con la que tenía tratos, era ajena a mi círculo.

– Hay una cuestión un poco embarazosa por la que no tenemos más remedio que preguntarle -intervino valiente y oportunamente Chamorro.

– Dispare, señorita. Hace dos años que perdí la vergüenza que pudiera quedarme. La vida ya no me permite mantener ese lujo.

– ¿Cómo de intensa fue la relación entre el muerto y su hija?

Gómez Padilla meditó su respuesta.

– Me temo que todo lo intensa que puede ser una relación entre un hombre y una mujer, llamémosles así al uno y a la otra. Larga, no demasiado, dice ella. Pero tengan en cuenta que todo sucedía a mis espaldas, salvo cuando tuve la dudosa fortuna de sorprenderles, que fue un par de veces.

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