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El subdelegado del gobierno pareció reconocer con ello alguna clase de culpa. Me lo imaginé en las reuniones familiares, soportando a duras penas el asedio y posiblemente las recriminaciones de su cuñada.

– No hace falta que les diga que hace dos meses, cuando me nombraron subdelegado del gobierno, se me puso muy difícil decirle a mi cuñada que el asunto estaba en otras manos. Desde entonces, la presión que ha ejercido sobre mí ha sido, lógicamente, toda la que ha podido. Y a mí no me ha quedado más remedio que meterme en el caso, informarme a fondo y tratar de decidir de la mejor manera posible una línea de acción. Y con el respeto que quiero que sepan que tengo por su trabajo, he llegado a la conclusión de que aquí no se hizo todo lo que se debía, por razones seguramente comprensibles, pero que no deben servirnos de excusa para quedarnos de brazos cruzados. Por otra parte, creo que debemos plantearnos lo que significa dejar que quede impune un crimen tan notorio y tan sangriento, en una comunidad tan reducida como La Gomera, con la desazón y la mala imagen que eso supone para la ciudadanía. Es entonces cuando yo, no como cuñado de Margarethe von Amsberg, sino como subdelegado del gobierno, entiendo que no tengo otra opción que ordenar que se reabra el caso y se le dediquen los mejores recursos disponibles. Y ahí es donde interviene usted, sargento.

Era el momento en que se iba a depositar sobre mis frágiles hombros el peso del problema, cuyas dimensiones y trascendencia el subdelegado del gobierno, con su fino discurso, se había esmerado en dejar claras.

– Le aseguro que haremos cuanto esté en nuestra mano para merecer esa confianza, señor subdelegado del gobierno -me apresuré a decir, sin arredrarme ante lo inadecuado que resultaba su título para ser declamado con naturalidad en una fórmula adulatoria-. Aunque le aseguro que nuestros compañeros, desde el teniente aquí presente hasta el último de sus hombres, no son peores profesionales que nosotros. Hay que hacerse cargo de que la investigación criminal es siempre una labor incierta. Por otra parte, el trabajo que hicieron ellos nos ayuda a empezar el nuestro con ventaja. Si sacamos esto adelante, será en gran medida gracias a sus esfuerzos.

La forma en que me observó el subdelegado del gobierno me hizo suponer que había logrado parecerle un buen chico y que mi comandante no recibiría quejas de mí. Eso era todo lo que creía poder conseguir de aquella entrevista, así que me permití sentirme contento con mi desempeño.

Pero antes de despedirnos, el subdelegado del gobierno, debo reconocerlo, me suministró algunas pistas útiles para mi trabajo. Y lo hizo casi sin querer, buscando posiblemente llevar a mi ánimo algo distinto.

– Me gustaría que fueran a ver cuanto antes a mi cuñada -dijo, una vez que nos pusimos en pie-. Así tendrá la sensación de que todo está de nuevo en marcha, de que estamos trabajando. Sé que eso la animará mucho.

«Y quizá deje de llamarte todas las noches para abroncarte», pensé, pero no sólo lo comprendí, sino que vi la oportunidad de confortarlo:

– Es lo primero que haremos. La investigación así lo exige.

– Se lo agradezco. Hay algo que debo advertirle, sargento -aquí su tono se volvió confidencial, y sus ojos buscaron los míos sin recurrir al artificio aprendido, con un impulso por primera vez humano y espontáneo-. Mi cuñada es una persona, cómo decirlo… Supongo que lo mejor es no andarme con rodeos. No sé muy bien cómo era antes, pero lo que sí puedo decirle es que la muerte de su hijo la ha trastornado mucho. A veces, podría considerarse que no está en su juicio. Le contará cosas extrañas, o disparatadas, y es posible que no le resulte nada fácil hablar con ella. Puede ponerse agresiva, derrumbarse, en fin, mejor será que no descarte nada. Por otra parte, está sometida a una medicación muy fuerte, conviene que lo sepa. Honestamente, no sé si le resultará demasiado fiable lo que pueda decirle.

– Tendré que arreglarme con ello -respondí-. Es la madre y no puedo dejar de hablar con ella. Pero no se preocupe, que me hago cargo. Es muy duro para cualquiera, quizá lo más duro, ver morir a un hijo.

– También tengo que decirle otra cosa -añadió el subdelegado del gobierno, gravemente-. Esto no se basa en impresiones directas, sino en lo que he podido ir deduciendo aquí y allá, porque a Iván no le conocí. El chico debía de ser un pobre imbécil, una desgracia ambulante. Nadie se merece que le maten, claro, pero ya lo hiciera aquel hombre al que juzgaron o cualquier otro, tenga usted la sospecha de que mi sobrino hizo por buscárselo.

El que faltaba. Todos contra Iván, incluso quien mandaba que se esclareciera su muerte. La brutal declaración del subdelegado confirmaba, por si no lo hubiera intuido antes, que el mundo es un lugar paradójico.

– Bien -dije-. Pero eso, para mí, no tiene mayor importancia.

Al subdelegado parecieron satisfacerle mis palabras. Mejor, pero yo no las decía, ni iba a atenerme a ellas, por satisfacerle a él. No sé si resulta adecuado o inadecuado reconocerlo, pero la verdad es que lo que necesito, para hacer lo que hago, es hacerlo de forma que me satisfaga a mí.

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