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– No por el desafortunado desenlace de este caso, sino porque su familia está allí. Aunque ya te puedes imaginar que el asunto López von Amsberg no lo tenemos incluido en nuestro disco de grandes éxitos.

A falta de poder cambiar impresiones con el sargento, lo hicimos con los guardias que habían colaborado con él. La más curtida era una mujer, la misma que había tenido la oportunidad de interrogar a la inefable Desirée. Tanto al exponernos sus ideas sobre la muchacha, como sobre el conjunto del caso, Morcillo, que así se apellidaba la guardia, se mostró cooperadora y relajada. Parecía tener el sentido común y el rodaje suficientes como para saber que en el trabajo policial, como en todo, a veces se mete la pata hasta el fondo y ni el mejor está libre de que le pase. El otro guardia, Azuara, más joven e inexperto, se condujo, en cambio, de un modo incómodamente defensivo. Me hizo sentir todo el tiempo como un examinador.

– Tranquilo, hombre -acabé por decirle-. Que me he leído el expediente. Sé que os lo currasteis, yo no estoy buscándole las vueltas a nadie.

Sin embargo, hubo algo que desde el primer momento me llamó la atención, y no favorablemente. La investigación se había centrado de forma casi exclusiva en la hipótesis de que el asesino fuera el concejal. Se disponía de muchos datos y muy contrastados acerca de éste y, en particular, acerca de su inquina hacia el muerto. Pero de Iván López von Amsberg, la información no resultaba demasiado abundante. Por los testimonios de parientes y vecinos se habían procurado los investigadores una razonable aproximación a su carácter. No habían averiguado, por el contrario, demasiado acerca del modo en que ocupaba su tiempo. Morcillo sólo me pudo decir:

– No tenía oficio conocido. La actividad en la que se le recuerda, mayormente, era pasearse por ahí en una moto de gran cilindrada, que venía a ser una especie de prolongación de su personalidad, y a la que por lo visto dedicaba sus únicos desvelos. Durante una época, mantuvo con unos descerebrados como él un bar de copas. Y parece que también fue instructor de submarinismo, pero debieron de echarle antes de que matara a alguien.

– ¿Y eso? -se interesó Chamorro.

– Sí, vamos, de una embolia; así se llama lo que les da a los que suben demasiado deprisa, ¿no? Lo que me extraña es que no le diera a él.

– Se diría que no tienes una gran opinión del difunto -observé.

Morcillo pareció calibrarme durante unos instantes. Era la primera vez que se tomaba tiempo antes de responder. Yo la observé a mi vez, tranquilo. Era una mujer de treinta y pocos años, seguramente un poco más grave y descreída que sus compañeras de colegio que no habían tenido la ocurrencia de ingresar en la Guardia Civil y ocuparse de indagar crímenes.

– Usted ya sabe, mi sargento, estoy segura -dijo al fin- Hay veces, cuando ahondas un poco, que acabas llegando a la conclusión de que tampoco se ha perdido gran cosa. Lo de esta criatura es el ejemplo perfecto.

– Tampoco era tan malo, mujer -apuntó Anglada, que durante toda la conversación había permanecido en segundo plano.

– No digo que hiciera mucho mal, más que a sí mismo y a su madre, que para eso lo parió -aclaró Morcillo-. No tengo información para asegurarlo. Pero tampoco me consta que le hiciera ningún bien a nadie.

Chamorro tomó entonces la palabra, y al hacerlo me demostró haber leído con atención no sólo el expediente, sino también los recortes de prensa.

– ¿Y qué nos puedes decir del asunto ese de las drogas que sacó la abogada de Gómez Padilla en el juicio?

Morcillo sonrió.

– Bueno, qué te voy a decir. Que el niño, como tantos otros de su edad, le daba a las pastillas, el hachís y la cocaína siempre que podía. Que para conseguir todo eso trataba con gente que infringía la ley, por supuesto, por la sencilla razón de que si no, al menos en este país, no puedes comprarlo. Ahora bien, de ahí, a convertirlo en narcotraficante, hay un pasito.

– No es necesario que él traficara -dijo Chamorro.

Morcillo se volvió a mi compañera. Por primera vez, me pareció advertirle una sombra de susceptibilidad en el semblante.

– Pudo bastar con que no pagara lo que debía -añadió Chamorro.

Morcillo se mordió el labio. Luego volvió a sonreír.

– Para eso, habrían tenido que fiarle. Pero yo no le habría fiado ni un céntimo a Iván López von Amsberg. Y un camello no es más confiado que yo.

Pudimos hablar largamente con nuestros compañeros, y resolver sin ninguna prisa todas las dudas que nos había planteado la lectura del expediente. Y es que, según nos dijeron en su oficina, el subdelegado del gobierno no podría recibirnos hasta por la tarde. Sin embargo, había dado instrucciones de que no se nos ocurriera salir hacia La Gomera sin verle. Eso iba a obligarnos a hacer noche en Tenerife, cosa que en principio no entraba en nuestros cálculos, pero obviamente el subdelegado del gobierno tenía en la cabeza cuestiones más importantes que nuestros miserables problemas de alojamiento. Por fortuna, el teniente Guzmán nos echó una mano para conseguir un hotel. Además de eso, tuvo el detalle de invitarnos a almorzar en un restaurante económico, pero digno. Se notaba que le gustaba oficiar de anfitrión, y no se le daba nada mal. Su amabilidad, y las facilidades que nos había dado para revisar la investigación que había llevado a cabo su gente, absteniéndose de interferir mientras hablábamos con ellos, me animaron a consultarle un extremo algo peliagudo. Admito que me costó hacerlo, no sólo porque él pudiera considerarlo una impertinencia por mi parte, sino también por si le inclinaba a tomar una decisión contraria a mis apetencias personales. Prevaleció en mí, no obstante, el rigor profesional. Aprovechando un momento en que nos quedamos a solas él y yo, le pregunté:

– ¿Por qué no me has asignado a Morcillo?

Guzmán me observó con interés.

– ¿La preferirías?

Había cierta picardía en la pregunta, que preferí pasar por alto. La verdad es que Morcillo era una mujer mucho menos atractiva que Anglada.

– No sé -repuse, en un tono neutro-. Participó en la investigación. Conoce bien el caso. Parece curtida, y lista.

– Anglada también es lista. Ya lo verás.

– Entiéndeme, no quiero meterme donde no me corresponde. Ni digo que Anglada no pueda aportar cosas. Sólo es que me choca que no elijas para acompañarnos a quien mejor domina los antecedentes del caso.

– Tengo tres razones. Y si quieres te las digo.

– Oye, mi teniente, que no tienes por qué justificarte. Tú mandas.

Guzmán asintió, conciliador.

– La primera razón -dijo- es que Anglada se presentó voluntaria, cuando dije que veníais. Cosa que no hizo Morcillo. La segunda es que Anglada también está al tanto de los antecedentes del caso, y además conoce la zona y algunos detalles mejor que nadie. De hecho, cabe pensar que vio al asesino. Y la tercera es que Morcillo, aunque sepa disimular, está quemada con esto. Prefiero que llevéis a alguien que pueda cogerlo con entusiasmo.

– Está bien, entendido.

Lo dije con un improcedente alivio. A partir de ese instante me propuse vigilarme. No podía dejar que mi cerebro se distrajera con lo que no debía. Ésa es una disciplina que me he impuesto y que he tratado de seguir no pocas veces a lo largo de mi existencia. Siempre con resultados lamentables, porque, para qué engañarnos, uno es mal gobernante de sí mismo.

El subdelegado del gobierno nos recibió a Guzmán y a mí (no consideré necesario someter a Chamorro a aquel acto de vasallaje del que yo no podía escabullirme) a eso de las ocho menos diez, después de hacernos esperar unos cincuenta minutos en su antedespacho. Era un hombre de treinta y muchos años, escaso de pelo y con aire de deportista. Vestía de gris con camisa de cuadros y corbata color pastel y miraba a los ojos de un modo apremiante y artificial. Un político al uso, pensé, con un futuro sin duda prometedor. Por lo demás, el tipo se mostró campechano, insistió mucho en aprender a pronunciar correctamente mi apellido (cuyo origen tuvo la elegancia de no preguntarme) y en el rato que pasamos juntos se esforzó en darnos la impresión de no andar apurado y de estar dispuesto a dedicarnos todo el tiempo que necesitáramos. La lástima era que yo no creía necesitar nada de aquel hombre, y la entrevista vino a corroborarlo en gran medida. El subdelegado del gobierno parecía, ante todo, empeñado en demostrar que su intervención en el asunto, aunque inducida por razones familiares, no era ilegítima y se apoyaba en consideraciones de interés público. Era un esfuerzo que respecto de mí podía haberse ahorrado, porque hace mucho que acepté que dondequiera que haya alguien a quien hayan despenado con violencia se me puede obligar a investigarlo, sin que me importen ni la filiación ni la entidad del difunto, sean cuales sean. No me repugna resolver la muerte de un desgraciado y tampoco la de alguien con recursos, ya sean éstos fama o fortuna o parentesco político con un subdelegado del gobierno.

Acaso para ser más persuasivo, el subdelegado habló con franqueza:

– No sé si ha oído alguna vez eso que dicen de que uno no se casa con una persona, sino con un regimiento, el que forman la familia, los amigos y en definitiva la gente con la que se relaciona tu cónyuge -rió moderadamente su propia gracia-. Bueno, eso pasa, y eso me ha pasado a mí. Me casé hace un año, y una parte destacada del lote que venía con mi esposa fue su hermana Margarethe y la tragedia de su hijo. Que es la tragedia de la familia, como se pueden imaginar. De hecho, por su causa conocí yo a la que hoy es mi mujer, porque si ella no hubiera venido de Alemania a hacerle compañía a Margarethe tras el suceso, quizá no nos habríamos encontrado.

Algo indebido debió asomarnos al rostro al teniente o a mí, porque en este punto el subdelegado del gobierno tomó bruscamente un atajo:

– En fin, no les voy a aburrir con el detalle de mis relaciones familiares. El caso es que mi cuñada, como ya supondrán, está obsesionada con la muerte de su hijo. La absolución del acusado en el juicio fue un mazazo para ella, y lo que lleva peor es que pase el tiempo y el caso siga sin resolverse. Desde que nos conocimos y se enteró de que yo me dedicaba a la política, me ha estado agobiando para que hiciera algo. Siempre le dije lo mismo, que el asunto estaba en manos de la policía, bueno, de la Guardia Civil y de los jueces, que no había que entrometerse, que ellos ya hacían todo lo que podían, etcétera. Más o menos la iba capeando, haciendo alguna gestión informal aquí o allá, pero sin emplearme a fondo, la verdad.

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