Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero.
Cuando, yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas. Corren detrás de nosotros. Chillando largamente:
– ¡El loco! ¡El loco! ¡El loco!
…Delante “está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil, mis ojos -¡tan lejos de mis oídos! -se abren noblemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sinfín del horizonte…
Y quedan. allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados finamente entrecortados, jadeantes, aburridos:
– ¡El lo…co! ¡El lo…co!