Capítulo setenta y tres Nocturno
Del pueblo en fiesta, rojamente iluminado hacia el cielo, vienen agrios valses nostálgicos en el viento suave. La torre se ve, cerrada, lívida, muda y dura, en Un errante limbo violeta, azulado, pajizo… Y allá, tras las bodegas oscuras del arrabal, la luna caída, amarilla, y soñolienta, se pone, solitaria, sobre el río.
El campo está solo con sus árboles y con la sombra de sus árboles. Hay un canto roto de grillo. Una conversación somnámbula de aguas ocultas, una blandura húmeda, como si se deshiciesen las estrellas… Platero, desde la tibieza de su cuadra, rebuzna tristemente.
La cabra andará despierta, y su campanilla insiste agitada, dulce luego. Al fin, se calla… A lo lejos, hacia Montemayor, rebuzna otro asno… Otro, luego, por el Vallejuelo… Ladra un perro…
Es la noche tan clara, que las flores del jardín se ven de su color, como en el día. Por la última casa de la calle de la Fuente, bajo una roja y vacilante farola, tuerce le esquina un hombre solitario… ¿Yo? No; yo, en la fragante penumbra celeste, móvil y dorada, que hacen la luna, las lilas, la brisa y la sombra, escucho mi hondo corazón sin par…
La esfera gira, sudorosa y blanda…