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Capítulo setenta y siete El vergel

Como hemos venido a la capital, he querido que Platero vea El Vergel… Llegamos despacito, verja abajo, en la grata sombra de las acacias y de los plátanos, que están cargados todavía. El paso de Platero resuena en las grandes losas que abrillanta el riego, azules de cielo a trechos, y a trechos blancas de flor caída, que, con el agua, exhala un vago aroma dulce y fino.

¡Qué frescura y qué olor salen del jardín, que empapa también el agua, por la sucesión de los claros de yedra goteante de la verja! Dentro, juegan los niños. Y entre su oleada blanca pasa, chillón y tintineador, el cochecillo del paseo, con sus banderitas moradas y su toldillo verde; el barco del avellanero, todo engalanado de granate y oro, con las jarcias ensartadas de cacahuetes y su chimenea humeante; la niña de los globos, con su gigantesco racimo volador, azul, verde y rojo; el barquillero, rendido bajo su lata roja… En el cielo, por la masa de verdor tocado ya del mal otoño, donde el ciprés y la palmera perduran, mejor vistos, la luna amarillenta se va encendiendo, entre nubecillas rosas…

Ya en la puerta, y cuando voy a entrar en El Vergel, me dice el hombre azul que lo guarda con su caña amarilla y su gran reloj de plata:

– Er burro no pué’entrá, zeñó.

– ¿El burro? ¿Qué burro?- le digo yo, mirando más allá de Platero, olvidado, naturalmente, de su forma animal.

– ¡Qué burro ha de zé, zeñó; qué burro ha de zéee…!

Entonces, ya en la realidad, como Platero no pude entrar por ser burro, yo, por ser hombre, no quiero entrar, y me voy de nuevo con él, verja arriba, acariciándolo y hablándole de otra cosa…

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