Capítulo cincuenta y tres Albérchigos
Por el callejón de la Sal, que retuerce su breve estrechez, violeta de cal con sol y ciclo azul, hasta la torre, tapa de su fin, negra y desconchada de esta parte del Sur por el constante golpe del viento de la mar; lentos, vienen niño y burro. El niño, hombrecito enanillo y recortado, más chico que su caído sombrero ancho, se mete en su fantástico corazón serrano, que le da coplas y coplas bajas:
…con grandej fatiguiiiyaaaa yo je lo pediaaa…
Suelto, el burro mordisquea la escasa hierba sucia del callejón, levemente abatido por la carguilla de albérchigos. De cuando en cuando, el chiquillo, como si tornara un punto a la calle verdadera, se para en seco, abre y aprieta sus desnudas piernecillas terrosas, como para cogerle con fuerza, en la tierra, y, ahuecando la voz con la mano, canta duramente, con una voz en la que torna a ser niño en la e:
– ¡Albéeerchigooo!…
Luego, cual si la venta le importase un bledo -como dice el padre Díaz-, torna a su ensimismado canturreo gitano:
…yo a ti no te curpooo, ni te curparíaaa…
Y le da varazos a las piedras, sin saberlo…
Huele a pan calentito y a pino quemado. Una brisa tarda conmueve levemente la calleja. Canta la súbita campanada gorda que corona las tres, con su adornillo de la campana chica. Luego un repique, nuncio de fiesta, ahoga en su torrente el rumor de la corneta y los cascabeles del coche de la estación, que parte, pueblo arriba, el silencio, que se había dormido. Y el aire trae sobre los tejados un mar ilusorio en su olorosa, movida y refulgente cristalidad, un mar sin nadie también, aburrido de sus olas iguales en su solitario esplendor.
El chiquillo torna a su parada, a su despertar y a su grito:
– ¡Albéeerchigooo!…
Platero no quiere andar. Mira y mira al niño y husmea y topa a su burro. Y ambos rucios se entienden en no sé qué movimiento gemelo de cabezas, que recuerda, un punto, el de los osos blancos.
– Bueno, Platero; yo le digo al niño que me dé su burro, y tú te irás con él y serás un vendedor de albérchigos…, ¡ea!