Capítulo ciento diecinueve Leche de burra
La gente va más deprisa y tose en el silencio de la mañana de diciembre. El viento vuelca el toque de misa en el otro lado del pueblo. Pasa vacío el coche de las siete… Me despierta otra vez un vibrador ruido de los hierros de la ventana… ¿Es que el cielo ha atado a ella otra vez, como todos los años, su burra?
Corren presurosas las lecheras arriba y abajo, con su cántaro de lata en el vientre, pregonando su blanco tesoro en el frío. Esta leche que saca el ciego a su burra es para los catarrosos.
Sin duda, el ciego, como es ciego, no ve la ruina, mayor, si es posible, cada día, cada hora, de su burra. Parece ella entera un ojo ciego de su amo… Una tarde, yendo yo con Platero por la cañada de las Animas, me vi al ciego dando palos a diestro y siniestro tras la pobre burra, que corría por los prados, sentada casi en la hierba mojada. Los palos caían en un naranjo, en la noria, en el aire, menos fuertes que los juramentos que, de ser sólidos, habrían derribado el torreón del Castillo… No quería la pobre burra vieja más advientos, y se defendía del Destino vertiendo en lo infecundo de la tierra, como Onán, la dádiva de algún burro desahogado… El ciego, que vive su oscura vida vendiendo a los viejos por un cuarto, o por una promesa, dos dedos del néctar de los burrillos, quería que l a burra detuviese, en pie, el don fecundo, causa de su dulce medicina.
Y ahí está la burra, rascando su miseria en los hierros de la ventana, farmacia miserable, para todo otro invierno, de viejos fumadores, tísicos y borrachos…