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Capítulo cincuenta y cuatro La coz

Ibamos, cortijo de Montemayor, al herradero de los novillos. El patio empedrado, umbrío bajo el inmenso y ardiente cielo azul de la tardecita, vibraba sonoro del relinchar de los alegres caballos pujantes, del reír fresco de las mujeres, de los afilados ladridos inquietos de los perros. Platero, en un rincón, se impacientaba.

– Pero, hombre-le dije-, si tú no puedes venir con nosotros; si eres muy chico…

Se ponía tan loco, que le pedía al Tonto que se subiera en él y lo llevara con nosotros.

Por el campo claro, ¡qué alegre cabalgar! Estaban las marismas risueñas, ceñidas de oro, con el sol en sus espejos rotos, que doblaban los molinos cerrados. Entre el redondo trote duro de los caballos. Platero alzaba su raudo trotecillo agudo, que necesitaba multiplicar insistentemente, como el tren de Riotinto su rodar menudo, para no quedarse solo con el Tonto en el camino. De pronto sonó como un tiro de pistola. Platero le había rozado la grupa a un fino potro tordo con su boca, y el potro le había respondido con una rápida coz. Nadie hizo caso, pero yo le vi a Platero una mano corrida de sangre. Eché pie a tierra y, con una espina y una crin, le prendí la vena rota. Luego le dije al Tonto que se lo llevara a casa.

Se fueron los dos, lentos y tristes, por el arroyo seco que baja del pueblo. tornando la cabeza al brillante huir de nuestro tropel…

Cuando, de vuelta del cortijo, fui a ver a Platero, me lo encontré mustio y doloroso

– ¿Ves-le suspiré-que tú no puedes ir a ninguna parte con los hombres?

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