Mientras el agente, obedeciendo a una orden de Morvan, llamaba desde el dormitorio al despacho especial, Morvan inspeccionó el departamento. En un ángulo del salón encontró una botella de champaña vacía, que debía haber rodado por el piso cuando el asesino acostó a su víctima en la mesa de operaciones. En la cocina había bastante orden, salvo que el cajón de los cubiertos estaba abierto y que en la pileta se amontonaban fuentes y platos sucios que la dueña de casa había sin duda dejado provisoriamente ahí para pasarlos al lavaplatos cuando la visita se hubiese retirado. La heladera no contenía gran cosa: manteca, un cartón de leche, huevos, cuatro yogures desgrasados y una botella de champaña de reserva. También el dormitorio estaba en orden -el agente ya había terminado de hablar con el despacho especial- de modo que Morvan echó una mirada rápida y se dirigió al baño donde, después de encender la luz, se detuvo más tiempo. No había ningún indicio preciso, aparte de que la ducha había sido utilizada recientemente, pero sólo el laboratorio podría determinar por quién y en qué circunstancias, y sin embargo Morvan tenía en ese lugar la sensación de proximidad y de inminencia que tanto lo angustiaba. Examinó las instalaciones, el lavabo, el bidet, la bañadera, el botiquín, el espejo, con un interés tan reconcentrado que fue recorriendo centímetro a centímetro la superficie pulida que lo reflejaba sin reparar en su propia imagen que, puesto que sus miradas no se encontraron ni una sola vez, parecía tan indiferente de él, como él lo era respecto de ella. Estaba seguro de que era en ese cuarto recubierto de azulejos blancos que brillaban a la luz eléctrica demasiado viva, y que de manera un poco más confusa que el espejo reflejaban lo que ocurría frente a ellos, que el hombre, o lo que fuese, que después iba al salón a atormentar a sus víctimas, se metamorfoseaba en monstruo, que era probablemente ahí donde se desnudaba plegando con cuidado su vestimenta para que no quedara en ella ningún rastro de la ceremonia, y que era ahí adonde volvía para ducharse y vestirse, y salir después a la calle cerrando tras de sí la puerta con doble llave, restituido a la envoltura humana que le servía para traspapelarse en la muchedumbre. En ese paréntesis de desnudez se liberaba en él lo que en la monotonía de los días grises y sin salida permanecía adormilado, oscuro, apelmazado, y el cuarto de baño era el lugar sacrosanto donde el dios desconocido, habiéndolo elegido por alguna razón misteriosa entre esa muchedumbre casi infinita que se le parecía tanto, se encarnaba en él.
Combes vino solo al cabo de un rato con el médico, el fotógrafo, los hombres del laboratorio y el resto del personal, porque Lautret estaba ausente y Juin comenzaba su servicio recién después de mediodía. Lacónico, un poco distante, Morvan le explicó lo que sabía y lo dejó encargado del resto de las operaciones. Él volvería a su oficina hasta la hora de almorzar. En la planta baja, la portera, acompañada de una agente femenina, lloraba, la cabeza apoyada en la palma de la mano, el codo en la mesa, estrujando un pañuelito de papel en la otra mano que descansaba en su regazo. Morvan, pasando junto a la puerta abierta, simuló no verla y salió a la calle. Ya eran casi las ocho y media, pero el aire seguía todavía oscuro, azulado, aunque ya se anunciaba el gris uniforme que iba a instalarse hasta el anochecer. Morvan empezó a bajar por la rue de la Roquette en dirección a la plaza León Blum. En algunos tramos de la vereda, la capa de nieve estaba todavía intacta, y Morvan la sentía bastante dura bajo las suelas de sus zapatos, pero sus huellas se iban marcando sobre la materia blanca y crujiente. Como había una especie de bruma baja, el cielo propiamente dicho no era todavía visible, de modo que cuando Morvan levantó la cabeza para estudiarlo, no pudo decidir si volvería o no a nevar. Los negocios de alimentación, verdulerías, carnicerías, panaderías, cremerías, ya habían abierto, pero muchos estaban todavía vacíos, de modo que con sus empleados inmóviles detrás de los mostradores, y sus mercaderías acomodadas de un modo casi preciosista en vidrieras y vitrinas, los locales iluminados parecían más las maquetas tamaño natural de sí mismos que verdaderos negocios, y las puertas de vidrio cerradas a causa del frío exterior acentuaban esa ilusión. Morvan entró en el bar Le Reíais y, acodado en el mostrador, tomó un café con leche en el que fue mojando, con precauciones exageradas para no mancharse, una medialuna. Un desasosiego mortal acababa de invadirlo, una tristeza sin nombre, desesperada, como un cansancio físico, y tan súbita y desconocida para él que, echándose un poco hacia atrás el sombrero, se tocó la frente con el dorso de la mano para ver si no tenía fiebre. Pero a pesar de la temperatura elevada que había en el bar, la piel de su frente estaba fría. Al cabo de unos minutos, el estado se disipó, dejándole en los miembros una especie de blandura, que atribuyó al cansancio y a los acontecimientos que lo habían sacado bruscamente de la cama. Después salió del bar, y cruzó la plaza. Las lamparitas de adorno de la municipalidad y del bulevar Voltaire estaban todavía encendidas, y sin duda seguirían estándolo todo el día, y probablemente lo que quedaba del mes, a causa del día sombrío que comenzaba. Morvan entró despacio en el despacho especial, dio algunas órdenes al personal de servicio, y se encerró en su oficina.
Cerró la puerta con llave, se sacó los guantes, el sombrero, el sobretodo, los acomodó cuidadosamente sobre una silla y después, sin encender la luz, se dirigió a la ventana. De las ramas peladas de los plátanos colgaban puntas afiladas de hielo, y la nieve recubría la parte superior de los troncos. Vistas desde arriba, las veredas emitían vibraciones azuladas y ya los pasos de los primeros peatones empezaban a revolver la nieve y a crear en medio de la vereda un reguero atormentado y sucio. La nieve intacta en algunos tramos de las veredas y de las calles, y en los rebordes de las fachadas y de las ventanas, las masas blancas inmaculadas, lo hicieron pensar otra vez en el toro intolerablemente blanco del libro de mitología de su infancia, que su padre le había traído de regalo de regreso de uno de sus viajes, y del que nunca se había desprendido, y que le gustaba todavía hojear de vez en cuando; el toro con las astas en forma de medialuna, que después de haberla raptado en una playa de Tiro o de Sidón, ya no se acordaba, simulando primero mansedumbre para hacerla entrar en confianza, apenas la tuvo sentada en su lomo musculoso, llevó a la ninfa por mar hasta Creta y la violó bajo un plátano, lo que dio lugar a la promesa de los dioses, incumplida como tantas otras, de que los plátanos nunca perderían las hojas; el toro blanco, que era también él un dios, astuto, oculto y evidente a la vez, ni cruel ni magnánimo, con una mitad de su ser en la sombra y la otra en plena luz, sin otra razón ni ley que su deseo violento dispuesto, en su auto afirmación desmedida, a hacer retroceder los ríos hasta su fuente, a detener el sol en medio de su curva periódica y monótona y, de inmóviles que eran, a hacer bailotear y desmoronarse, una a una, porque sí, en el firmamento, las estrellas.
Morvan se dio vuelta, abrió el armario y, sacando con cuidado el cenicero lleno de papelitos para impedir que se volaran, se sentó ante el escritorio y encendió la lámpara. En la superficie lisa del escritorio volcó suavemente el contenido del cenicero, y empezó a separar sin apuro los pedacitos de papel, y a disponer como un rompecabezas, seleccionando uno por uno los papelitos para hacerlos coincidir con los que ya estaban ordenados, y desechándolos y devolviéndolos al montón si no coincidían. No pensaba en nada mientras lo hacía, en ninguna otra cosa que no fuese el próximo pedacito de papel que debía encajar en el hueco correspondiente. Le llevó un buen rato reconstruir la hoja entera de la carta ministerial, y cuando hubo acomodado todos los papelitos pudo comprobar que faltaba uno solo, no más grande que una moneda de veinte centavos, a la altura de la firma del funcionario del ministerio que había mandado la carta en nombre del ministro, de modo que una parte de la firma y del sello ministerial que se superponía a ella faltaban para completar la hoja. Morvan sacó de su bolsillo el sobrecito de plástico del tamaño de un paquete de cigarrillos, hizo presión sobre los bordes superiores rígidos para ensanchar su abertura y, poniendo el sobre boca abajo, empezó a sacudirlo hasta hacer caer sobre el escritorio el pedacito de papel que había recogido de la moquette verde claro, en la antesala diminuta y limpia que nadie, desde el día anterior, en todo caso nadie después del crimen, había atravesado, salvo el hombre o lo que fuese que, después de servirse del cuchillo eléctrico como un escultor del martillo y del cincel, había ido a darse una ducha al cuarto de baño, se había vestido sin ningún apuro, y después de verificar que no dejaba ningún rastro detrás suyo, había cerrado la puerta con doble llave y se había guardado la llave. La noche anterior había cometido el primer descuido. Tal vez después de apagar la luz de la antesala, el papelito se había caído y, al cerrar la puerta exterior, una corriente de aire levísima lo había arrastrado hasta el centro de la moquette verde claro, bien visible a mitad de camino, blanco, casi brillante, entre la puerta de entrada y la que separaba la antesala de las habitaciones interiores. Como el papelito había caído sobre el escritorio exponiendo su reverso blanco, Morvan lo dio vuelta despacio y comprobó que, en efecto, en el anverso había unos fragmentos de escritura y de sello, de modo que lo introdujo con mucho cuidado en el hueco que faltaba rellenar en la carta, donde el pedacito de papel entró justo: el rompecabezas estaba por fin completo.
Morvan se reclinó en su sillón y, cruzando las manos sobre el vientre, se inmovilizó con los ojos fijos en el cielorraso. En los rasgos de su cara no había ninguna expresión particularmente enfática, y su cuerpo no denotaba tampoco ninguna emoción particular, a no ser la inmovilidad de los ojos demasiado abiertos, la cabeza y las manos demasiado inmóviles, el cuerpo demasiado inmóvil que reposaba en el sillón, en el silencio bruscamente demasiado perceptible de la pieza. La imagen del comisario Lautret arrojando al aire los fragmentos de la carta y la lluvia lenta de papelitos blancos, que se habían diseminado por la habitación, también persistían en su mente, a pesar del pequeño tumulto que evocaban, en el más completo silencio. Era evidente que, en el momento de caer, el pedacito de papel había quedado adherido o enredado en algún punto del cuerpo o de la vestimenta de uno de los cuatro policías presentes, en un bolsillo, en algún pliegue del saco o del pantalón, en el cabello, en el interior de un guante o en la cinta de un sombrero, o atrapado en los hilos rígidos de lana de algún pullover, imantado por la electricidad estática, marcando al hombre que durante horas había estado llevándolo encima sin saberlo, de un modo más indeleble y más inequívoco que un tatuaje impreso en su frente con un hierro al rojo blanco, señal discreta y levísima al principio que, sin embargo, en una sola noche se había vuelto evidencia y había adquirido el peso de una condena y, de blanca que había sido, el color de la perdición.