Después de unos minutos de inmovilidad, Morvan se inclinó otra vez hacia la carta reconstituida y la contempló un momento. Las líneas irregulares que formaban las rasgaduras de papel donde los pedacitos, todos de tamaño semejante, se unían de un modo imperfecto, parecían los hilos tortuosos de una telaraña, y, durante unos segundos, Morvan tuvo la impresión fugacísima de que era él mismo el que estaba atrapado y se debatía en su centro. Pero esa impresión inesperada pasó enseguida, y su inclinación por lo claro lo ocupó un buen rato con una serie de razonamientos. Lo primero que se le ocurrió fue que su descubrimiento no lo había asombrado mucho, y que en el momento en que había visto el pedacito de papel resaltando sobre el paño verde claro, había adivinado de inmediato su procedencia. A decir verdad se había tratado, no de un descubrimiento, sino de la confirmación de una certidumbre, una especie de convicción tácita en la que nunca había pensado, pero que lo acompañaba día y noche desde hacía meses. La proximidad de la sombra que venía persiguiendo, Morvan 10 sabía, no era únicamente psicológica sino también física. El galgo y su presa ocupaban el centro del mismo espacio, y era desde el mismo punto que salían los dos a trazar el círculo que iba estrechando cada vez más su campo de operaciones. El mismo horizonte mágico los encerraba en un lugar irrespirable y sin salida, condenándolos a repetir, cada uno por su lado, los mismos gestos antagónicos que sin embargo tenían mucho de complementarios. En cierto sentido, el galgo era también presa, y la presa, galgo. Un sentimiento casi insoportable de reconocimiento y de identificación se apoderó de Morvan, tan visceralmente obsceno que, en vez de aterrarlo, lo hizo emitir, como cada vez que reconocía una evidencia, en medio de movimientos de cabeza lentos y dubitativos, una risita sarcástica.
De los cuatro hombres que habían estado expuestos, como a una radiación mortal, a la lluvia de papelitos, Morvan se descartó no sin reticencias, porque sabía que, a la hora de las pruebas, todos los argumentos que empezaba a aplicar a los tres restantes, los otros podían, con la misma lógica, volverlos en su contra. Pensó que tal vez había cometido un error guardándose la única prueba tangible de que el asesino de la Folie Regnault había salido la tarde anterior, al oscurecer, de su oficina, y ni siquiera podía contar con el testimonio del agente y de la portera, porque ese pedacito de papel que para Morvan constituía una prueba irrefutable, no significaba nada para ellos. No habían visto más que un papelito del que ignoraban no sólo el sentido, sino también el origen. Ni siquiera un examen dactiloscópico serviría de mucho, en primer lugar porque lo más probable era que las impresiones digitales de los cuatro aparecieran en la carta, y sobre todo porque, al haberse guardado el pedacito de papel, Morvan lo había invalidado como prueba. Ya no existía ningún medio de probar que ese pedacito de papel había salido alguna vez de la oficina.
Aunque su propia conducta le producía una ligera incomodidad, por no decir cierta extrañeza, Morvan se desinteresó del problema, para abocarse al de la identidad del hombre que perseguía. Como conocía a sus tres colaboradores desde hacía años, le resultaba difícil imaginar en alguno de ellos la gran zona oscura de demencia que había sido necesaria para cometer esa serie horrenda de crímenes. Combes y Juin eran hombres simples, de inteligencia mediana, dos policías rutinarios pero eficaces y leales que habían trabajado siempre bajo sus órdenes y que por eso había traído con él al despacho especial. No tenían ideas propias, pero eran funcionarios puntillosos, y aunque esas categorías le parecían ridículas en relación con los crímenes que habían sido cometidos, tampoco los creía capaces de desplegar el talento de simulación que requería una doble vida. Por otra parte, los dos eran casados y padres de familia. Morvan sabía que eso no significaba nada, y que con cada padre de familia responsable y afectuoso puede convivir un monstruo sanguinario, hecho que había sido verificado muchas veces, pero su objeción no era de orden moral sino lógico, e incluso práctico, porque le parecía difícil que la esposa, o cualquier otro miembro de la familia que viviese bajo el mismo techo, no fuese capaz de advertir alguna anomalía, rareza o detalle particular, en un pariente que había cometido veintiocho crímenes en nueve meses. La esposa menos suspicaz del simulador más perfecto no podría no haber notado algo raro alguna de las veintiocho veces en que su marido se disponía a, o acababa de, supliciar, violar, decapitar y descuartizar a una anciana. Desde el principio, Morvan había razonado que el asesino vivía solo y que probablemente su profesión, o una posición de privilegio, le permitía ganar la confianza de sus víctimas. En tanto que policías, Combes y Juin llenaban con facilidad el segundo requisito, pero en tanto que jefes de familia, sobre todo Juin que, además de su mujer y de sus hijos, había traído a su suegra a vivir bajo el mismo techo, no cumplían con el primero. La imagen del Hombre solitario y sin cara, preparándose a salir, en una especie de trance hipnótico, de su departamento en penumbra, incapaz de desoír el llamado terrible y periódico del anochecer, no coincidía con el marco convencional del reencuentro familiar al fin del día, los chicos que han vuelto de la escuela y comen su merienda frente al televisor, y los adultos que, molidos y de humor brumoso a la salida del trabajo, se preparan para la cena. Es verdad que un policía hubiese podido justificar fácilmente ante su familia horarios fuera de lo común y ausencias largas y frecuentes, pero resultaba claro que el hombre, o lo que fuese, que había cometido todos esos crímenes, había construido, antes de comenzar la serie, una muralla de soledad o, más bien, una especie de zona aislante alrededor de sí mismo, un territorio vacío con una atmósfera propia que ningún otro ser humano podría respirar sin riesgo mortal, un círculo desolado y estéril en el que todo lo viviente que, por error o cálculo, pudiese entrar, se transformaría de inmediato en un montoncito de polvo calcinado. El aura que lo acompañaba debía suscitar sentimientos o emociones más coloridos, más intensos -respeto, envidia, admiración, deseos de seducir o de ser seducido, de obedecer o de ser obedecido, temor, odio e incluso compasión inexplicable, sospecha o adhesión ciega- que el interés banal, la deferencia convencional y los grises intercambios profesionales que generaban los inspectores Combes y Juin. El animal que buscaba era astuto, excesivo, razonador y cruel; era violento y meticuloso, y aunque era un solitario, a diferencia de muchos de sus contemporáneos, que no viven ninguna, vivía más de una vida a la vez. En él convivían el pensamiento lógico y los actos inexplicables. Vivía tan intoxicado por el veneno que circulaba por todo su ser, con su sangre tal vez, desde el instante mismo en que emergió al aire de este mundo, que hasta ignoraba o era indiferente a su propia crueldad. Podía tener amigos ocasionales e incluso duraderos, pero cuando dos amigos se separan es en realidad difícil para cada uno saber lo que ha hecho el otro durante las horas, los días, las semanas o los meses de separación. Ya es difícil saber lo que puede estar haciendo cuando baja por diez minutos, con el pretexto de comprar cigarrillos, al bar de la esquina, o aun durante los segundos en que dejarnos de tenerlo en nuestro campo visual cuando nos damos vuelta para sacar un libro de la biblioteca. Probablemente se mudaba seguido, o quizás tenía más de un departamento, un lugar fijo de residencia y otro ocasional, debido a razones profesionales, como las pequeñas habitaciones que había en el despacho especial por ejemplo, que los cuatro policías ocupaban cuando estaban de servicio o cuando, como podía ser también el caso de Morvan, terminaban tarde de trabajar y no tenían ganas de desplazarse. El hombre, o lo que fuese, poseía también una gran fuerza física, ya que de otro modo no hubiese podido manipular los cuerpos como lo hacía cuando se le daba por abrirlos o despedazarlos, y también era prudente y meticuloso, como lo probaba el hecho de que no hubiese dejado, de los primeros veintisiete crímenes, un solo indicio que pudiese comprometerlo. Ese detalle podía también probar que se trataba de un policía, porque tenía la inteligencia de omitir todo rastro comprometedor, sabiendo de antemano lo que sus colegas buscarían. Y en cuanto a los que dejaba, algún cabello (si era efectivamente de él), esperma, alguna otra nimiedad, sabía perfectamente que sólo podrían tener valor como indicio en un plano comparativo, y que ninguno constituía en sí una prueba. El esperma, por otro lado, Morvan pensaba que lo dejaba deliberadamente, porque gozaba con que se supiese que había habido violación. Morvan ya sabía desde hacía mucho tiempo que se vestía bien y tenía un aspecto agradable, superior quizás al término medio, ya que varias ancianas se habían dejado tentar por sus atractivos antes del ritual propiamente dicho. Eso desde luego no bastaba en los tiempos que corrían: también tenía que inspirar confianza y, para obtenerla, la credencial policial debía serle de mucha utilidad. Tal vez las abordaba en la calle, o las llamaba por teléfono para decirles que iría a verificar si todo andaba bien y si las consignas de seguridad se aplicaban correctamente, y en muchos casos podía haberles dado el número del despacho especial para que lo llamaran, lo cual debía acrecentar su confianza. Tal vez a algunas las veía varias veces antes de hacerse invitar a cenar, o tal vez llegaba deliberadamente a la hora del aperitivo o de la cena y, llenando la soledad de la anciana con su conversación entretenida y protectora, no tenía ninguna dificultad en quedarse a cenar. Incluso podía llamar por teléfono desde el despacho, anunciar su visita, y llegar con una botella, unos bombones, un libro o una videocassette de regalo. No siempre tal vez la credencial de policía era suficiente para tranquilizar a la dueña de casa y hacerla entrar en confianza. Podía ser que el hombre o lo que fuese, por alguna razón precisa, tuviese un rostro más familiar que el resto de sus colegas. Es verdad que a pesar de su discreción legendaria, Morvan ya era conocido en todo el barrio a causa de sus rondas regulares y de sus largos paseos diurnos y sobre todo nocturnos, y que también él había realizado no pocas visitas de verificación a muchos edificios y que había estado en muchos departamentos privados y cuartos de porteras para ver si se aplicaban realmente las consignas de seguridad que se habían difundido, pero a pesar de su presencia constante en el campo de operaciones, su persona era relativamente menos conocida que la de otros colegas, el comisario Lautret por ejemplo, que pasaba varias veces por semana por televisión y que dirigía personalmente sus consignas, cara a cara podría decirse, a las ancianas atemorizadas, desde la pantalla chica como le dicen. Era evidente que, de toda la brigada, Lautret era el miembro más conocido y eso gracias a la televisión, que había hecho de él, después de nueve meses de comunicados semanales, un personaje bastante popular. Lautret ni siquiera hubiese necesitado valerse de su credencial para entrar, no solamente en el departamento de las viejecitas, sino donde se le ocurriese, y no solamente en el barrio donde se cometían los crímenes, sino en toda la ciudad y aun en el país entero. La sombra repelente que salía, de tanto en tanto, movida por una necesidad a cuyas leyes de hierro obedecía ciega, en forma repetitiva, a golpear, tomaba quizás, para ocultarse, y a la vista de todo el mundo, la forma coloreada, protectora y familiar de una imagen de televisión, de modo que ya se había instalado, desde mucho antes de llamar a la puerta, en la intimidad y en la credulidad de sus víctimas. Sin emoción y sin extrañarse de esa ausencia de emoción, Morvan comprendió lo que la sensación angustiosa de proximidad que tenía desde hacía tiempo -y que crecería un poco más tarde hasta la demencia- le había hecho presentir, o sea que su viejo amigo el comisario Lautret era el hombre que buscaba.