Ustedes se deben estar preguntando, tal como los conozco, qué posición ocupo yo en este relato, que parezco saber de los hechos más de lo que muestran a primera vista y hablo de ellos y los transmito con la movilidad y la ubicuidad de quien posee una conciencia múltiple y omnipresente, pero quiero hacerles notar que lo que estamos percibiendo en este momento es tan fragmentario como lo que yo sé de lo que les estoy refiriendo, pero que cuando mañana se lo contemos a alguien que haya estado ausente o meramente lo recordemos, en forma organizada y lineal, o ni siquiera sin esperar hasta mañana, sí simplemente nos pusiéramos a hablar de lo que estamos percibiendo, en este momento o en cualquier otro, el corolario verbal también daría la impresión de estar siendo organizado, mientras es proferido, por una conciencia móvil, ubicua, múltiple y omnipresente. Desde el principio nomás he tenido la prudencia, por no decir la cortesía, de presentar estadísticas con el fin de probarles la veracidad de mi relato, pero confieso que a mi modo de ver ese protocolo es superfluo, ya que por el solo hecho de existir todo relato es verídico, y si se quiere extraer de él algún sentido, basta tener en cuenta que, para obtener la forma que le es propia, a veces le hace falta operar, gracias a sus propiedades elásticas, cierta compresión, algunos desplazamientos, y no pocos retoques en la iconografía.
El caso es que Morvan, decía, se encontró a los cuarenta y tantos, más o menos un año antes del momento en que lo hemos visto por primera vez, después del almuerzo, espiando el anochecer rápido de invierno y el cielo contradictoriamente blanco que anunciaba nieve inminente, sin madre, ni padre, ni mujer, ni hijos, o sea como él mismo lo pensaba de un modo fugaz y con resignación de tanto en tanto, absolutamente solo en el mundo. Una buena cualidad lo protegía: la incapacidad de compadecerse a sí mismo. Su poder de concentración era una especie de círculo mágico, siempre iluminado, que mantenía afuera, en la penumbra, las masas informes y confusas de emoción, miedo, angustia, odio, autocompasión, que hubiesen podido agitar, en la zona clara, su teatro de sombras. No había, en su capacidad de trabajo, ningún elemento estoico ni ninguna fantasía de redención, sino la facultad orgánica, que parecía natural, de olvidarse de sí mismo para concentrarse, metódico, en lo exterior. De haberlo conocido, sus colegas hubiesen podido aplicar a su persona el sarcasmo de Nietzsche a propósito de Emanuel Kant -¡Esa existencia de araña!-, pero lo respetaban e incluso lo apreciaban demasiado como para ser capaces de proferirla y mucho menos de pensarla realmente: retraído y afable, Morvan, aunque exigente en lo relativo a la eficacia en el trabajo, era incapaz de cualquier gesto autoritario, y si era estimado y obedecido, no lo debía ni a su preeminencia jerárquica ni a la coerción, sino a la convicción de sus subordinados acerca de su inteligencia, de su perseverancia y de su probidad. A pesar de que los que lo conocían un poco adivinaban en él un fondo seguro de desdicha, no atinaban a compadecerlo, hasta tal punto esa desdicha estaba ausente de sus relaciones con los demás, y concientes de sus propias miserias, y aunque llevaran una existencia en apariencia más normal, a veces podían llegar a sentirse más imperfectos que él, igual que esas marionetas que son todavía más patéticas cuando se entrevén los hilos que las dirigen. Si bien por lo común era el primero en llegar al despacho especial y el último en retirarse, Morvan no parecía exigir lo mismo de sus colaboradores, y si daba por descontado que debían aportar resultados positivos, no pretendía que los obtuviesen con sus mismos métodos. Su estilo de vida era como se dice singular, pero el de los demás le era indiferente, y si, por ejemplo, su oficina estaba siempre ordenada y limpia hasta la manía a decir verdad, que en las de los otros reinara el desorden no parecía producirle ningún malestar. Practicaba una austeridad extrema, pero el vitalismo general, simulacro de filosofía, que desbordaba a su alrededor, no lo perturbaba en lo más mínimo. Incluso por contraste o por omisión era un hombre de su época y, a pesar de su singularidad, era un término medio del país que lo había producido: metódico por la educación recibida, racional y ponderado por temperamento, tolerante por conveniencia íntima, moderno por la fuerza mercantil de la sociedad que lo modelaba y a pesar de su contacto frecuente, a causa de su profesión, con los más atroces extravíos de la especie, dando por sentado que la zona clara de la existencia es el escenario principal hacia el que debe convergir, lo quiera o no, la dispersión caótica del mundo.
Tenía un cuerpo sano y vigoroso y, más por inclinación personal que obligado por su trabajo, practicaba deportes -básquet, esgrima, natación- varias horas por semana, lo que lo gratificaba de un descanso profundo y sin sobresaltos, semejante al de una formación rocosa, aunque de tanto en tanto un sueño curioso, siempre el mismo, lo visitaba, dejándolo al día siguiente ligeramente perplejo y un poco inquieto. A fuerza de repetirse casi sin ninguna variante, desde hacía muchos meses, se le había vuelto familiar y, aunque ni siquiera se trataba de una pesadilla, hubiese deseado, no sabía bien por qué, no volver a soñarlo. El sueño transcurría en una ciudad muy gris, silenciosa y envuelta en una penumbra crepuscular, omnipresente y uniforme, que, a decir verdad, no difería mucho de las ciudades reales que conocía, incluso de la ciudad llamada París en la que vivía y trabajaba, y a la que a causa de su trabajo justamente conocía como se dice como a la palma de la mano, e incluso le hubiese parecido estar en ella a no ser por muchos detalles aislados de entre los cuales, como sucede siempre en los sueños, únicamente algunos se le hacían evidentes, en tanto que los demás quedaban sumidos en la región negra y pegajosa de los presentimientos. El primero de esos detalles era el silencio: si bien se veía en la calle un poco menos de movimiento que en las ciudades conocidas, no podía decirse que la ciudad estuviese desierta, y sin embargo los coches, los colectivos, el subterráneo, la gente, comportándose casi igual que de costumbre, se movían y actuaban, tal vez de un modo casi imperceptiblemente más lento, en un extraordinario silencio. Les aseguro que no pasaba nada especial en ese sueño, que como les decía hace un momento no llegaba a ser una pesadilla, y que Morvan se paseaba sin mayores problemas por la ciudad, que para ser más exactos no era propiamente una ciudad, sino una serie de imágenes discontinuas de una ciudad, una serie de escenas animadas que Morvan parecía contemplar desde un punto de vista ubicuo y problemático que estaba dentro y fuera de ellas al mismo tiempo. La gente tampoco era muy distinta, sin ser sin embargo enteramente igual a la de la vigilia. Y en esa diferencia levísima -y este era uno de los puntos más inquietantes del sueño- pero que de todos le era extremadamente difícil llegar a precisar, a Morvan le parecía entrever los atisbos de una revelación terrible sobre la especie que poblaba las ciudades de la vigilia. Ya desde antes de su separación había empezado a tener su sueño, y cuando trataba de contárselo a Caroline, le resultaba imposible encontrarle un sentido, y como se puso a soñarlo de un modo cada vez más frecuente, lo que terminó resultándole cada vez más enigmático no fue el sueño en sí mismo, sino su repetición casi idéntica, y su impresión al despertarse no era la de haber estado en una ciudad diferente y desconocida, sino en la misma ciudad de todos los otros sueños. No se le ocurría pensar que, por su persistencia en la trama de sus sueños, esa ciudad se levantaba en algún paraje perdido de su topografía interior. A causa quizás de la luz crepuscular que borroneaba todo, o por alguna otra razón desconocida, los lugares, la arquitectura, los monumentos eran irreconocibles y algo desproporcionados, o ligeramente más grandes o ligeramente más chicos de lo que son en la vigilia, y en general, y sobre todo las estatuas que se levantaban en las plazas y en las esquinas principales, difíciles de descifrar: de una de ellas, bastante más grande que las que Morvan conocía, y que por esa razón hubiese podido interpretarse con más facilidad, era casi imposible saber lo que representaba. Hombre, animal, figura ecuestre, centauro, sátiro, bisonte, ángel o mamut, las rugosidades de la piedra y tal vez la erosión, delataban el origen arcaico del monumento y borroneaban su sentido. Lo mismo sucedía con algunos edificios de los que Morvan estaba seguro que eran templos, sin saber muy bien por qué, ya que ningún signo exterior conocido, y menos que nada las dimensiones, permitía llegar a esa conclusión: ni iglesias, ni mezquitas, ni sinagogas, ni templos griegos o romanos ni pirámides, los edificios rectos, geométricos, achatados y largos, bastante frecuentes e idénticos entre sí, consistían en un recinto rectangular precedido de un pasillo mucho más estrecho, igualmente rectangular y adosado a uno de los lados menores del primer rectángulo. Morvan deducía que la boca negra del pasillo, igualmente rectangular, en la que ni siquiera había puerta, era la entrada que conducía al rectángulo más grande, o sea el templo propiamente dicho, y por las dimensiones del edificio y de la abertura que servía de acceso, teniendo en cuenta la estatura de los habitantes de la ciudad, se adivinaba que los fieles estaban obligados a entrar y a permanecer agachados dentro del templo para no golpearse la cabeza contra el techo. Los dioses que lo poblaban habían inspirado, por soberbia quizás, o quizás para inculcar la humildad a los creyentes, esa mortificación arquitectónica. De esos dioses, a Morvan le gustaba imaginar durante la vigilia, no sin cierto patetismo deliberado que por su desenvoltura recordaba la vanidad de un artista, que eran muchos, que reptaban en la penumbra interior de los templos achatados y que, ni malignos ni benévolos, dirigían a distancia y en secreto los pensamientos y los actos de sus fieles. A decir verdad, todo lo que Morvan veía en sus sueños, sin ser especialmente horrible, le producía menos inquietud que una repulsión vaga y persistente. La porción de inquietud propiamente dicha provenía de cosas que no eran de por sí inquietantes, como el silencio desmedido o su incapacidad de precisar en lo que veía el sentido de las diferencias con las cosas de la vigilia, y debo señalar una vez más que a pesar de una ligerísima distorsión y de ciertos problemas de legibilidad de ese mundo sumergido en la penumbra crepuscular, ningún elemento del sueño era particularmente extraordinario. Un solo detalle en esa ciudad sombría le parecía absurdo, por no decir grotesco, y en el transcurso del sueño le inspiraba una indignación sarcástica, sin que su atrocidad implícita dejara de sentirse vagamente como una amenaza. Las efigies que adornaban los billetes de banco, en vez de ser retratos de personas ilustres, representaban monstruos de la mitología: Escila y Caribdis en los billetes más chicos, Gorgona en los medianos y Quimera en los más grandes. Los dibujos que las representaban en el interior de unos óvalos hechos de guirnaldas entrelazadas -como si quisiera rendírseles un homenaje delicado- estaban impresos con una gran precisión de detalles y Morvan, al hacer deslizar los billetes en su mano para contemplarlos, se preguntaba si tanta delicadeza con esos seres espantosos no indicaba que esos podrían ser los dioses que los habitantes de la ciudad iban a adorar, agachados y a oscuras, en la estrechez deliberada de los templos. Existía una incongruencia evidente entre el detallismo feroz de los dibujos y el ornamento un poco cursi de las guirnaldas en óvalo. En el sueño, Morvan se decía que esa estética primaria, destinada a exaltar los monstruos que tal vez los obligaban a humillarse, revelaba en los habitantes de la ciudad una mentalidad rudimentaria y, sin saber muy bien por qué, cargada de amenazas. Tal vez su aprensión venía, no de los elementos extraños que diferenciaban al sueño de la vigilia, sino de las semejanzas entre los dos, lo que arrojaba una luz inesperada sobre las diferencias que parecían poner al descubierto, de manera indirecta, aspectos insospechados de la vigilia. Lo cierto es que, cuando se despertaba de ese sueño único, que soñaba con frecuencia y se repetía casi sin variantes, Morvan pasaba el día entero en un estado particular, y una distorsión ligera, hecha no sabía bien si de distancia o de proximidad, modificaba su relación con las cosas. Únicamente la noche siguiente, en la que, macizo como su propia efigie de piedra, dormía de un tirón sin soñar nada, borraba la extrañeza atenuada de la víspera, y la mañana lo encontraba de nuevo fresco y decidido, impermeable a la vez al entusiasmo y a la aflicción.