A llá, en cambio, en diciembre, la noche llega rápido. Morvan lo sabía. Y a causa de su temperamento y quizás también de su oficio, casi inmediatamente después de haber vuelto del almuerzo, desde el tercer piso del despacho especial en el bulevar Voltaire, escrutaba con inquietud las primeras señales de la noche a través de los vidrios helados de la ventana y de las ramas de los plátanos, lustrosas y peladas en contradicción con la promesa de los dioses, o sea que los plátanos nunca perderían las hojas, porque fue bajo un plátano que en Creta el toro intolerablemente blanco, con las astas en forma de medialuna, después de haberla raptado en una playa de Tiro o de Sidón -para el caso es lo mismo- violó, como es sabido, a la ninfa aterrada.
Morvan lo sabía. Y sabía también que era al anochecer, cuando la bola de fango arcaica y gastada, empecinada en girar, desplazaba el punto en el que se agitaban, él y ese lugar llamado París, alejándolo del sol, privándolo de su claridad desdeñosa, sabía que era a esa hora cuando la sombra que venía persiguiendo desde hacía nueve meses, inmediata y sin embargo inasible igual que su propia sombra, acostumbraba a salir del desván polvoriento en el que dormitaba, disponiéndose a golpear. Y ya lo había hecho -agárrense bien- veintisiete veces.
Allá la gente vive más que en cualquier otro lugar del planeta; se vive más tiempo si se es francés o alemán que africano y, si se es francés, se vive más tiempo si se es, parece, hombre de la ciudad que agricultor por ejemplo, y si se es de la ciudad -siempre según las estadísticas- se vive mucho más tiempo si se es parisino que si se es de cualquier otra ciudad y, si se es parisino, se vive mucho más tiempo si se es mujer que si se es hombre -y algo debe haber de cierto en todo esto, porque en París abundan las viejecitas: nobles, burguesas, pequeñoburguesas o proletarias, solteronas achicharradas o mujeres libres que envejecieron obstinándose en no perder su independencia orgullosa, viudas de notarios o de médicos, de comerciantes o de conductores de subterráneo, exverduleras o exprofesoras de dibujo o de canto, novelistas en plena actividad, emigradas rusas o californianas, viejas judías sobrevivientes de la deportación, e incluso antiguas cocottes, obligadas a retirarse por un censor más severo que las buenas costumbres, quiero decir el tiempo: la luz del día las ve reaparecer cada mañana, emperifolladas o casi en harapos, según su condición, estudiando dubitativas los estantes multicolores de los supermercados, o, si hace buen tiempo, en los bancos verde oscuro de las plazas y de las avenidas, sentadas solas y tiesas o en conversación animada con algún otro ejemplar de su especie, o dándole, en actitud ya inmortalizada por las postales, migas a las palomas; de mañana, en primavera, se las puede divisar en salto de cama, el torso inclinado hacia el vacío en la ventana de un quinto o sexto piso regando con aplicación malvones florecidos. En el interior de los edificios se las ve subir o bajar las escaleras, precavidas y lentas, con un bolso de provisiones o un caniche nervioso, pueril y un poco ridículo que llevan en los brazos y del que hablan a veces con algún vecino empleando una terminología de análisis psicológico que ningún psicólogo se atrevería ya a aplicar a un ser humano. Cuando son demasiado viejas, el asilo o la muerte las escamotean, sin que sin embargo su número disminuya, porque nuevas promociones de viudas, de divorciadas y de solteronas, después del lapso irreal y demasiado largo de lo que llaman vida activa, vienen a ocupar, habiendo ya enterrado a todos sus parientes y conocidos, inconcientes o resignadas, las vacantes.
La obstinación por durar, más misteriosa todavía que el concurso de circunstancias que puso al mundo en funcionamiento y más tarde a ellas -y también a nosotros- en el mundo, las va depositando en sus departamentos exiguos, llenos de bártulos y de carpetitas, de manteles bordados antes de la segunda guerra y de alfombras gastadas, de muebles de familia y de baúles, de botiquines repletos de remedios, de juegos de cubiertos que vienen del siglo pasado y de fotos amarillentas en las paredes y sobre el mármol de las cómodas. Algunas viven todavía en familia, pero la mayoría o bien no tiene ya más a nadie o prefiere vivir sola; las estadísticas -quiero que sepan desde ya que este relato es verídico- han demostrado por otra parte que, a cualquier edad, las mujeres en general soportan mejor la soledad y son más independientes que los hombres. El caso es que son innumerables, y aunque también las estadísticas y también, desde luego, en general, demuestran que los ricos viven más que los pobres, las hay que pertenecen a todas las clases sociales, y si bien por la vestimenta y por los lugares donde habitan revelan sus orígenes y sus medios, todas tienen los rasgos comunes propios a su sexo y a su edad: el paso lento, las manos arrugadas y llenas de vetas oscuras, la dignidad ligeramente artrítica de los gestos, la melancolía evidente de los inconcebibles días finales, los órganos parsimoniosos y los reflejos indecisos y seniles, para no hablar de las operaciones múltiples, cesáreas, extracciones de muelas y de cálculos, ablaciones de senos, raspados y eliminación de quistes y de tumores, o de las deformaciones reumáticas, de los disturbios neurológicos, la ceguera progresiva o la sordera total, los senos que se desinflan o se achicharran y las nalgas que se desmoronan, y por último, de la hendidura legendaria que, literalmente, expele no solamente al hombre sino también al mundo, el tajo rosa que se reseca, se entrecierra y se adormece.
Y, sin embargo, si la noche se las traga, con el día, como decía, reaparecen, y las que no se han dejado corroer por la desesperanza, la miseria, las ilusiones perdidas, la tristeza, florecen a media mañana con sus sombreritos pasados de moda, sus tapados severos, sus pinceladas discretas de colorete, trotando a la par de sus caniches o bajando cinco o seis pisos de escaleras para ir a comprar la comida de los gatos, el alpiste del canario, o la revista semanal con los programas completos de televisión, o tal vez, y por qué no, al restaurante del que saldrán a principios de la tarde para ir a visitar a algún conocido al hospital, o más probablemente todavía al cementerio para limpiar la tumba de algún pariente, vueltas ya casi, de materia que eran, símbolo, idea, metáfora o principio.
Por cierto que son un elemento propio de esa ciudad, un detalle del color local, como el museo del Louvre, el Arco de Triunfo o los malvones en los rebordes de las ventanas a cuya existencia, hay que reconocerlo, con sus regaderitas de plástico o sus jarras de agua matinal, ellas contribuyen de todas maneras más que nadie. Como premio quizás por el trabajo de preservar y aun de multiplicar hombre y mundo en la red de sus entrañas tan deseadas, o por pura casualidad, a causa de un ordenamiento aleatorio de tejidos, de sangre y de cartílagos, les ha sido dado a muchas de ellas persistir un poco más que los otros, en las márgenes del tiempo, igual que esos remansos en los ríos en los que el agua parece detenida y lisa, debido a una fuerza invisible que frena la corriente horizontal, pero tira inexorable y vertical hacia el fondo.
Aunque en apariencia son inofensivas, a veces pueden ser irritantes, y tal vez la conciencia de su propia fragilidad, que de un modo paradójico las induce a creerse invulnerables, le da cierto desparpajo a sus opiniones, lo que puede convertirlas en la voz cantante de su época, de modo que en cierto sentido sus observaciones severas en la puerta de una panadería, sus análisis sociológicos en los salones de té, sus comentarios mecánicos hechos a solas en voz alta ante las imágenes del televisor, revelan más los trasfondos del presente que los discursos de los así llamados políticos, especialistas en ciencias humanas y periodistas. La conversación diaria de una anciana con su canario, mientras le limpia la jaula, es tal vez el único debate serio de los tiempos modernos, no los que tienen lugar en las cámaras, en los tribunales o en la Sorbona: habiendo ganado, después de haberlo perdido todo, el privilegio de no tener nada que perder, una sinceridad sin premeditación preside su estilo oratorio, que a veces ni siquiera se expresa con palabras, sino más bien con silencios y ademanes significativos, con sacudimientos de cabeza para nada explícitos, y con miradas en las que se confunden ardor y desapego. El término medio, bueno o malo, sale de entre sus labios arrugados, provocando a veces, en interlocutores menos satisfechos consigo mismos que ellas, la risa, el estupor, e incluso la indignación. Ya sabemos que la expresión popular como dijo una vieja anuncia siempre algún dislate del que nos reímos de antemano, y que en los cuentos y en las canciones populares las ancianas andan por lo general en conflictos de preeminencia con el diablo. Porque en definitiva, y aunque a menudo amenacen con ella a las criaturas, la malignidad de los viejos tiene para el resto del mundo cierta comicidad, igual que un lapsus verbal o un anacronismo.
Eximidas del delito de opinión, otros peligros acechan a las ancianas. En la selva de las ciudades, lo mismo que en la literal, deseo y pánico, accidente y necesidad, determinan el desenvolvimiento de las especies, y los manotazos de ciego que suele dar la expansión tortuosa o recta, precipitada o lenta de las cosas, también alcanza a las viejecitas: puñetazos de drogados, descontrol nocturno de ladrones principiantes sorprendidos en pleno trabajo, argumentación envolvente de estafadores, e incluso adolescentes en patines sobre las veredas grises de la ciudad privada de horizonte, dejan su tendal de viejecitas despojadas, ensangrentadas y llorosas. Al galope del mundo -ya lo sabemos- no es el jinete sino el caballo el que lo dirige. Pero no era eso lo que le preocupaba a Morvan cuando escrutaba, esa tarde de diciembre, casi enseguida después de haber vuelto del almuerzo, a través de las ramas peladas de los plátanos, la caída rápida de la noche.
Faltaban dos o tres días para Navidad, de modo que era en el centro mismo del invierno que Morvan reflexionaba. El cielo blanco y que sin embargo no aclaraba la atmósfera anunciaba, como se dice, nieve. Había mucha gente por la calle. Mujeres cargadas de paquetes, de bolsos, de ramas de pino y de criaturas, cruzaban apuradas por las rayas blancas de los pasajes para peatones en todo el perímetro de la plaza León Blum del que Morvan, en el lugar en que estaba y por mucho que se inclinara hacia la ventana, no podía ver más que una parte, aunque, de tanto haberlo recorrido en los últimos meses, cuando la Brigada Criminal había decidido instalar el despacho especial, conocía de memoria cada uno de sus tramos, el entrecruzamiento, no en forma de estrella sino más bien de asterisco, de la rue de la Roquette y el bulevar Voltaire, más la rue Godefroy Cavaignac, la rue Richard Lenoir, y las avenidas Ledru Rollin y Parmentier, que nacían en diversos puntos de la plaza. En todo el perímetro, los supermercados, los bares y las florerías, el Burger King de una de las esquinas, la plazoleta con la calesita en el cruce de la avenida Ledru Rollin con el tramo oeste de la rue de la Roquette, las zapaterías, las pizzerías y las farmacias, las verdulerías y las rotiserías, le tejían una especie de corona clara y colorida al edificio sombrío del municipio, al que los adornos luminosos que colgaban de su fachada, instalados especialmente para las fiestas, no conseguían alegrar. A través del vidrio y desde el tercer piso, y sobre todo en esa atmósfera particular que precede siempre a una gran nevada, el ir y venir de la muchedumbre un poco fantasmal ocupada en sus diligencias de Navidad, le llegaba como un tumulto silencioso. La escena agitada pero blanda y lejana de los comercios iluminados, la municipalidad sombría, los autos que esperaban en los semáforos o cruzaban a paso de hombre las esquinas, la gente cargada de paquetes y bien envuelta en ropa de lana, las fachadas grises de las casas y los techos de pizarra, las ramas peladas de los plátanos, en contradicción con la promesa de los dioses, y el cielo blanco anunciando nieve inminente, el cuadro vivo que se movía allá abajo, privado durante unos segundos de sus explicaciones causales, tenía la intensidad nítida y al mismo tiempo extraña de una visión. El gran alrededor del mundo, claro y distante a la vez, le daba de golpe la impresión de haberlo expelido a un exterior impensable de las cosas. Pero esa impresión súbita pasó en seguida y, mientras espiaba la llegada de la noche, Morvan siguió rumiando su preocupación principal.