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– Ni siquiera -dice Pichón-. Es una coincidencia.

Un relámpago azul que arrastrará consigo otro trueno ilumina el patio. En la altura, los penachos de las palmeras y las ramas de las acacias se sacuden con violencia, arrastrando en sus movimientos las lámparas que cuelgan de ellas y produciendo un vaivén agitado de luces y de sombras, y aunque los manteles de papel de las mesas desocupadas empiezan a volarse y el polvo de ladrillo a formar unos remolinos rojizos en el aire de los senderos que los mozos y clientes atraviesan ya con euforia precipitada, Tomatis y Pichón siguen inmóviles, inclinados hacia el plato de aceitunas. Soldi los observa, curioso y sorprendido: más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, no parecen ignorar lo que se aproxima, y sin embargo dan la impresión de estar instalados en el presente como en un trono indestructible. Parecen no esperar nada, no desear nada. Indiferentes a la agitación que los rodea, observan inmóviles el plato de aceitunas, sin que ninguna expresión particular denote en sus caras oscurecidas por el sol alguna emoción o algún pensamiento. Olvidados de sí mismos, parecen haber decidido, en algún momento que Soldi no podría precisar, zambullirse en el río de lo exterior y dejarse flotar, tranquilos, en la corriente. Casi al mismo tiempo, Pichón y Tomatis se incorporan, despacio, ignorando todavía el tumulto que crece a su alrededor. A Soldi le parece notar que sus miradas se encuentran, fugaces, y casi en seguida, por alguna razón que se le escapa, se rehuyen. El segundo trueno, más violento y más prolongado todavía que el primero, retumba en el patio, y son sus vibraciones las que parecen sacudir las copas de los árboles, y no el viento que, en las porciones del cielo que la tormenta no ha cubierto todavía, hace parpadear las estrellas. Pichón recupera su sonrisa, y mete la mano en el bolsillo del pantalón, disponiéndose a pagar.

– Va haber que irse -dice- porque ahora sí que está llegando el otoño.

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