Sabía que la llamada de Madame Mouton sería un nuevo elemento que vendría a confirmar las sospechas de Morvan, y que Morvan iría en persona a esperarlo al departamento antes de las ocho, aunque más no fuese, si no podía probarle nada, para impedirle cometer un nuevo crimen. La dosis que había puesto en el champaña estaba calculada para que el efecto del somnífero durase entre dos y tres horas. Cuando Morvan vio que los billetes que tenía en la cartera eran idénticos a los de su sueño, ya estaba empezando a dormirse, y la expresión pensativa de Madame Mouton, inmóvil en su sillón con los ojos entornados, era también consecuencia del somnífero. El otro entró a las ocho y media y los encontró dormidos. Desnudó a Morvan, decapitó a Madame Mouton sobre el cuerpo de Morvan para que la sangre chorreara sobre él, y también le puso y le sacó los guantes de látex para imprimir sus huellas digitales, y por la misma razón puso los dedos de Morvan en contacto con el manojo de llaves y con el paquete de guantes del que faltaban veintinueve pares. Después cambió la botella de champaña por la que no tenía somnífero, la hizo rodar por el suelo cuidándose de que quedara en la botella un poco que pudiese ser comparado con el de la copa de Madame Mouton, lavó la copa de Morvan y la rompió, y por último llevó a Morvan desnudo y lo dejó en el piso del cuarto de baño. Después se lavó, se vistió, guardó la botella con el somnífero y sus propios guantes de látex en una bolsa de plástico, envolvió cuidadosamente el paquete de guantes y el manojo de llaves, abrió la canilla de agua caliente para que Morvan tuviese la impresión de despertarse en medio de una acción comenzada en estado de sonambulismo, y salió del departamento. De ahí fue directamente al departamento de Morvan, donde dejó el paquete de guantes y el manojo de llaves, salió a la calle, hizo desaparecer la bolsa de plástico con la botella y sus propios guantes, y se encaminó al despacho especial. Había calculado el tiempo que duraría el efecto del somnífero, y si, era posible, quería llegar al departamento con los otros policías en el momento en que Morvan empezara a despertarse. Llamó un par de veces sabiendo que, aún despierto, Morvan no contestaría, y después, haciéndose acompañar por un grupo numeroso de policías que servirían de testigos irrefutables, se dirigió al departamento de Madame Mouton. Importaba poco que Morvan estuviese despierto o dormido, porque todos los jefes estaban al tanto de sus trances sonambúlicos, y Caroline estaría obligada a declarar lo que le había contado a él, pero también en eso las cartas le fueron favorables, porque justo en el momento en que forzaron la puerta, Morvan, que a causa del somnífero y medio dormido todavía durante unos segundos en que creía estar ya despierto no reconoció su propia imagen en el espejo, salió del cuarto de baño, desnudo y ensangrentado, tropezando con la cabeza de Madame Mouton y haciéndola rodar por la alfombra hacia los zapatos humedecidos de nieve de los policías. Los policías se dispusieron a arrojarse sobre él, pero el otro se los impidió: quería que Morvan tuviese tiempo de razonar, de analizar la situación, las pruebas materiales, el número y la calidad de los testigos, y concluyera por sí solo que estaba perdido. Más: quería que, después de la certidumbre, la duda también recogiese su parte de ganancia, y que el propio Morvan, aunque no tuviese ningún recuerdo, y el haberlo tenido quizás tampoco hubiese probado nada, admitiera la posibilidad de ser él mismo la sombra mortal que venía persiguiendo desde hacía nueve meses. El otro ya sabía que, habiendo analizado los hechos, Morvan no podría acusarlo, porque esa acusación sería para los testigos y para los jueces una prueba suplementaria de perversidad y de demencia. Cuando Morvan empezó a buscar sus ojos, el otro comprendió que la partida estaba terminada, y recién entonces, sabiendo que hasta de eso podría sacar provecho, condescendió a la compasión.
A causa del esfuerzo que le han exigido sus palabras, y quizás también de los efectos del cigarro, que ha venido chupando con energía en los momentos más intensos de su monólogo, cuando Tomatis hace silencio, el sudor sigue brotando todavía de su frente, y se desliza por los pliegues movedizos y rugosos de su cara socarrada por el sol. Cuando se echa un poco hacia adelante en la silla y, recogiendo su vaso, toma un trago de cerveza ya tibia, a causa de la temperatura de la bebida su aire satisfecho se enturbia fugazmente con una expresión de desagrado. También los otros, que sin embargo lo han escuchado sin moverse, sudan bastante y, como él, sienten la camisa pegoteada a la piel de la espalda. Cuando han bajado de la lancha en el Yacht Club, después de despedirse del tripulante, han decidido venir a comer al patio en el que están ahora -un patio cervecero, lo llaman en la ciudad-, pero antes Soldi los ha depositado en el auto a cada uno en su casa, para descansar un poco y darse una ducha, y se han vuelto a encontrar alrededor de las nueve y media. Alicia y el Francesito, que no abrieron la boca durante el trayecto en auto, pero que al separase frente al taller de Héctor, donde se aloja Pichón, convinieron algo en voz baja como si hubiesen sido conspiradores, y como si hubiesen querido mantenerse a toda costa al margen del mundo desalentador de los adultos, ni siquiera se dignaron contestar a la invitación de Tomatis y Pichón de unirse a ellos para la cena, de modo que después de las nueve, habiendo llegado cada uno por sus propios medios, provenientes de diferentes puntos de la ciudad que ya había entrado en la noche, recién bañados y cambiados, hambrientos y sedientos, y sobre todo con ganas de seguir conversando, se encontraron en el patio iluminado por las hileras de luces que cuelgan de las paredes blancas, de las ramas de las acacias gigantes y de las palmeras. Para estar más tranquilos, eligieron a propósito la mesa más alejada de la entrada y se sentaron, cuando todavía no había empezado a llegar demasiada gente, Tomatis de espaldas a la entrada, donde están instalados el bar, las parrillas y la cocina, adosados a una pared de ladrillos pintada de blanco y protegidos por un techo común de paja, Pichón enfrente de Tomatis, de modo que ha estado todo el tiempo observando al barman y a los cocineros, y el ir y venir de los mozos por los senderos rojos de ladrillo molido para servir las mesas dispersas entre los árboles, y Soldi equidistante de los dos, en la cabecera, viendo todo el tiempo, más allá de las ruedas de carro de distinto tamaño pintadas de blanco, de la parecita de balaustres blancos y de la calle oscura, el edificio achatado de la Terminal de Ómnibus que, aunque ha sido inaugurado hace ya veinte años, Pichón sigue llamando todavía la Terminal Nueva. Los tres tienen residuos de las sensaciones que han experimentado a lo largo del día caliente y luminoso, y el paseo por el río, la visita a Rincón Norte, los vericuetos de islas desteñidas y de agua, les dejarán seguramente a los tres recuerdos propios, salidos de una experiencia común, pero intraducibles a los idiomas privados de los otros, y que los acompañarán hasta la muerte. Han llegado de vuelta a la ciudad en el rumor del anochecer, y la ducha rápida que se han dado no les ha procurado más que una frescura pasajera, un alivio momentáneo y superficial. Únicamente la conversación los ha hecho olvidarse durante un par de horas del calor embrutecedor, del tiempo inquietante y oscuro que los atraviesa, continuo y sin cesuras, como un fondo constante y monocorde. Alertas y volubles, graves y juguetones, reconcentrados y al mismo tiempo disponibles, durante un par de horas han obligado a las fuerzas que tiran hacia lo oscuro a quedar fuera de sus vidas, sin dejar de saber ni un solo instante que, en las inmediaciones, dispuestas como siempre a arrebatarlos, esas fuerzas palpitan todavía.
Ahora que Tomatis ha dejado de hablar, Soldi piensa que el aire satisfecho que adopta es más simulado que genuino, y durante por lo menos un minuto, los tres se quedan en silencio. Es un silencio reflexivo pero un poco incómodo, como si un sentimiento de vergüenza se hubiese apoderado de ellos y que a Soldi, que sin embargo lo empieza a experimentar también él, le resulta inexplicable. Las tres camisas -la azul, la amarilla y la verde claro casi fluorescente- que hace dos horas estaban limpias, rígidas y bien planchadas, pero que ahora están deshechas por el sudor, quedan inmóviles, igual que las caras tostadas y los brazos tostados que emergen de sus cuellos y de sus mangas. Una bailarina, extraviada en el aire de la noche, lejos de las luces colgadas entre los árboles, alrededor de las cuales giran y se entrechocan miles y miles de sus semejantes, aletea en el vacío sobre la mesa, por encima de los vasos y de los platos sucios, entre restos de comida, carozos de aceitunas, cuartos de limón exangües y retorcidos, migas despedazadas, aceite, grasa, queso endurecido y filamentos de tomates. La mariposa evoluciona haciendo vibrar sus alas blancuzcas que se vuelven como transparentes, volando cada vez más bajo por encima de los restos de comida, como si le costara remontar, y como si el peso de lo que tira hacia abajo, despechado por no haber podido atrapar todavía a los tres hombres que permanecen en silencio alrededor de la mesa, estuviera ensañándose con ella. Los tres se ponen a mirarla con interés y con cierta sorpresa, la ven girar vertiginosa en torno de sí misma, elevarse, descender, en círculos cada vez más reducidos, hasta que, exhausta, cae en picada, como una piedrita blanca, en el plato de las aceitunas. Pichón se inclina hacia ella, y sacudiendo un índice amenazador sobre el plato, le dice con tono de reprobación:
– Ya te advertí cuando tuve que sacarte del bolsillo que no queríamos volver a verte por aquí.
– No es la misma -dice Tomatis, inclinándose sobre el platito de aceitunas.
– No se sabe -dice Pichón-. Y aún así, ¿cuál es la diferencia?
El cuerpito blanco aletea cada vez más lento, medio sumergido en los restos de aceite. Las pocas aceitunas que quedan en el plato, formas ovoides de un verde lustroso y sombrío, parecen, junto a la manchita blancuzca que agoniza, más misteriosas y pétreas que las pirámides, y más mudas, distantes y desdeñosas que las estrellas. Cuando la mariposa se inmoviliza por completo, un trueno inesperado y violento que se demora en la noche haciéndola vibrar, da la impresión de sacudir las ramas de los árboles y todo el aire alrededor, porque un viento brusco empieza a soplar. Tomatis señala con lo que queda de su cigarro la mariposa inmóvil en el charco de aceite, y después dirige la punta encendida hacia el cielo.
– Su hora sexta -dice.