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Se sentía amargo y lúcido, confuso y alerta, cansado y decidido. En veinte años ejemplares en la policía, el comisario Morvan no había tenido nunca la oportunidad de enfrentarse a una situación semejante: el hombre que buscaba le daba, sobre todo en los últimos meses, una sensación de proximidad e incluso de familiaridad, lo que por momentos lo abatía de un modo inexplicable y al mismo tiempo lo estimulaba a seguir buscando. Esa sensación tenía sus razones objetivas, porque el espacio en el que se cometían los crímenes venía circunscribiéndose a un radio cada vez más corto a partir del despacho especial de la Brigada, y en esa restricción había sin duda un elemento significativo, del que era difícil decidir si se trataba de un azar persistente o de un desafío, una especie de regla que el asesino se imponía, un capricho transformado en obligación igual a los que se someten la locura o el arte. Es verdad que en los meses transcurridos desde los primeros crímenes, el asesino nunca había actuado más que en los arrondissements décimo y undécimo, y que en los últimos meses se había limitado al undécimo, lo que explicaba la instalación del despacho especial de la Brigada enfrente de la municipalidad, en el bulevar Voltaire, con él, Morvan, como jefe de operaciones, pero la proximidad creciente de los crímenes respecto del despacho, le producía a veces un malestar fugaz y angustioso, y cualquiera fuese la explicación, regla o casualidad, capricho compulsivo o desafío temerario, le parecía igualmente inquietante.

Era tal vez demasiado buen policía. En todo caso, a veces lo pensaba de sí mismo, y de tanto en tanto era a su profesión, y al hecho de no haber tenido hijos -que de ningún modo lamentaba- lo que consideraba como las causas principales de su fracaso matrimonial. El último año sobre todo, después de la separación con Caroline, decidida de común acuerdo pero a partir de un deseo de Morvan, el sentimiento de haber llegado a los cuarenta y tantos años para encontrarse en la soledad más absoluta venía siempre acompañado de una sospecha y al mismo tiempo de una determinación: que era la profesión de policía la causa de sus trastornos afectivos, pero que de ningún modo podía renunciar a ella. Su oficio era menos un trabajo o un deber que una pasión, con todos los excesos contradictorios que una pasión puede acarrear. No es que lo hubiesen tentado nunca el abuso de poder o la brutalidad o ni siquiera la venalidad frecuente entre sus colegas, no, nada de eso: era el más recto -tal vez un poco demasiado como podía pensarlo a veces él mismo con un poco de ironía- y el más meticuloso desde el punto de la ley -tal vez un poco demasiado, como pensaban a veces sus colegas con un dejo de agobio y hasta de malhumor- de toda la Brigada Criminal; y podría haber llegado mucho más alto en la jerarquía si, imitando a algunos compañeros de promoción, le hubiese robado algunas horas a su trabajo para dedicárselas, como se dice, a la política. Pero aun los que lo habían sobrepasado en grado y frecuentaban los corredores de los ministerios y de las embajadas, los palacetes de los emires y de los dictadores africanos, no ignoraban que una investigación difícil, que exigiese imaginación y perseverancia, tiempo y razonamiento, flexibilidad y obstinación, una investigación de la que por otra parte a ellos no les hubiese interesado en absoluto ocuparse, únicamente el comisario Morvan podía llevarla hasta el final y extraer de ella, sean cuales fueren, hasta las últimas consecuencias. Como en todo investigador auténtico, cualquiera fuese el campo al que la aplicara, la pulsión de verdad sobresalía en él del hervidero de sus otras pulsiones, adormiladas por la urgencia impasible del conocer, que en él no tenía más límite que la legalidad y que por esa razón era indiferente a la compasión -que al margen de su oficio no le faltaba- e incluso a veces a la justicia.

Había tenido una vida no difícil, pero sí sombría -según una versión antigua, anterior a la experiencia y a la memoria, su madre había muerto durante el parto, y como su padre era ferroviario, conductor de locomotoras, y se ausentaba a menudo, se había criado en el campo, en la región del Finistère, con la madre de su padre. Apenas se lo permitía su trabajo, una o dos veces por mes, siempre cargado de caramelos y de regalos, el padre venía para verlo y para descansar unos días en la casa materna que, desde la desaparición de su mujer, era la única casa que tenía. De tanto en tanto, durante las vacaciones escolares, el padre lo llevaba con él en sus viajes, en la locomotora, y cuando lo traía de vuelta, disponiéndose a irse otra vez, tenía la costumbre de abrazarlo largamente, bajo la mirada de la abuela que, por razones que Morvan comprendería muchos años más tarde, sacudía la cabeza, con expresión menos triste que contrariada o furiosa. A los dieciocho años se fue a estudiar abogacía a París, pero al año siguiente ya había entrado en la Escuela de Policía. El padre, viejo militante comunista que había luchado en la Resistencia, pero que lo estimaba demasiado como para enfurecerse, recibió la noticia con perplejidad, hasta que comprendió ese aspecto singular de su temperamento, la apetencia de lo claro, la inclinación por la verdad, más fuerte que la pasión del placer, que la de sí mismo y aún, como les decía hace un momento, que la de la piedad o la justicia. Y después de esa comprobación, de esa toma repentina de conciencia, el padre había empezado a sentirse vagamente el hijo de su propio hijo, ligado a él, más allá del amor seguro y sin dobleces, por el respeto un poco temeroso, la culpa y la vulnerabilidad. Morvan lo presentía, pero recién el año anterior se había enterado de las causas.

Aunque no vivían juntos, el padre y el hijo nunca se habían separado. Una especie de intemperie común hecha de gravedad, de protección mutua y de silencio los mantenía unidos. Debido a sus trabajos respectivos, podían pasar semanas y hasta meses enteros sin verse, pero nunca más de diez o quince días sin llamarse por teléfono, o sin mandarse una postal garabateada entre dos tareas absorbentes, un mensaje amable y lacónico en el que, por debajo de las frases banales que lo componían, palpitaba la turbulencia oscura de lo que habían callado desde siempre. La muerte de la abuela, el casamiento de Morvan, la jubilación del padre, no habían modificado en nada esa complicidad desvalida y tácita, que en el padre provenía de una inquietud infantil y en el hijo de la certidumbre de un dolor sin nombre. Hasta que el año anterior, el secreto había salido a la luz del día.

Por decisión propia -Morvan y Caroline habían tratado de disuadirlo- el padre vivía en un hogar de ancianos. El hijo y la nuera lo visitaban seguido, o lo invitaban a pasar largas temporadas con ellos, lo que el padre aceptaba con la docilidad de una criatura dejándose llevar, sumiso y neutro, a los parques, a los restaurantes y a los teatros hasta el día en que, sin previo aviso, hacía su valija sin dar explicaciones y se volvía al hogar de ancianos. En el último viaje, el padre había notado los signos de conflicto entre Morvan y su mujer y, en un estado inusual de excitación, había interrumpido bruscamente su estadía, y cuando un mes más tarde se produjo la separación definitiva, Morvan lo informó con una carta dolida y breve. El padre lo mandó llamar. Mientras rodaba en auto por la autopista hacia el Finistère, Morvan ya sabía que el encuentro que se avecinaba pondría de manifiesto la quemazón callada que los había mantenido unidos, como una llaga común, durante más de cuarenta años.

Una semana después de la entrevista, el padre se suicidó. Al recibir la noticia, Morvan supo que ya había presentido secretamente ese desenlace y que, al presentirlo, se había dicho también secretamente que, si el padre lo llevaba a cabo, ese gesto sería desproporcionado en relación con los sentimientos que la revelación había causado en su hijo: porque enterarse de que su madre no había muerto durante el parto sino que los había abandonado por otro hombre, al padre y al hijo, apenas había tenido la fuerza suficiente para mantenerse en pie y salir caminando de la maternidad, ese secreto que la humillación, la prudencia, la compasión, habían inducido al padre a mantener oculto durante años, como una brasa apretada en el puño, ese secreto que explicaba el furor de la abuela cuando el padre y el hijo se abrazaban largamente antes de cada separación, a él, a Morvan, no le había producido ningún efecto, ninguna reacción emocional como se dice, e incluso ninguna sorpresa, igual que si hubiese leído, en un diario de cuarenta años atrás, una noticia relativa, no a su familia y a su propia persona, sino a un grupo borroso de desconocidos. Y ni siquiera la noticia entera, sino apenas el titular entrevisto distraídamente al dar vuelta una página: La esposa de un resistente comunista abandona a su marido y a su hijo recién nacido por un miembro de la Gestapo. Si, al enterarse, no sacudió la cabeza, chasqueando la lengua y emitiendo al mismo tiempo una risita sardónica, fue porque su padre se lo estaba contando entre sollozos, y porque ese viejo austero y querible que estaba viviendo las últimas horas de su existencia era una presencia real que amaba y compadecía. Y mientras lo consolaba, oyéndolo balbucear que, y ella misma se lo había dicho antes de desaparecer para siempre, desde hacía mucho tiempo estaba enamorada de ese hombre pero aunque no sabía de quién era el hijo ni le importaba, había decidido irse recién después del parto para no tener que cargar con la criatura, iba sintiendo que en los pliegues enterrados de su propio ser en los que esas revelaciones hubiesen debido poner, en movimiento preguntas, penas y escándalo, se producía lo contrario, la indiferencia, la fatiga, el desprecio desinteresado, semejante al que podría motivar el comportamiento de una especie animal sin ningún parentesco con lo humano -él, Morvan, que, sin embargo, después de trabajar más de veinte años en la Brigada Criminal, había tenido como interlocutores a los más grandes criminales de su época y los había tratado siempre, una vez que había llegado a acorralarlos, sin suavidad por cierto, pero también sin odio, aunque en su fuero interno se hubiese sentido horrorizado por sus crímenes, y además había sido uno de los pocos policías de la Brigada que se había pronunciado por la abolición de la pena de muerte. Con sus actos, argumentaba, nos espantan y nos sublevan, pero no nos está permitido aplicarles el Talión, para no confirmarlos en sus métodos y también para no ser, como ellos, fieras. La confesión de su padre no había despertado en él como se dice ni estupor ni odio ni deseo de reparación, ni siquiera el instinto de ver claro, de conocer, con minucia y exhaustividad, hasta el detalle más insignificante de los hechos, como le ocurría tan a menudo, para elaborar un diseño coherente y extraer, de ese diseño, un sentido. Únicamente una imagen lo obsedía, pero que desde luego no provenía de su memoria, sino que parecía haber sido entresacada de un fondo de experiencia perteneciente a otros hombres, a la especie entera quizás, excepción hecha de sí mismo: un recién nacido rojizo, ciego y ensangrentado, saliendo por entre las piernas abiertas de la mujer que durante nueve meses lo fabricó, lo alimentó y le dio abrigo y que, una vez que ha logrado zafar la cabeza de los labios que la comprimen, irrumpe aullando, con los puñitos vindicativos y apretados, haciendo estremecerse, a medida que aparece, todo el cuerpito blando y arrugado, la masa vibratoria hipersensible y a medio terminar, hecha todavía casi exclusivamente de nervios y cartílagos, que aterriza en este mundo para manchar de sangre la sábana blanca de la maternidad.

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