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Desde hacía más o menos un año, ese estado de ánimo neutro le era más que necesario. Ya me han venido oyendo relatar sus catástrofes personales; en el plano de su profesión, las turbulencias no eran menos bravas. En los últimos nueve meses, la sombra empecinada en golpear, venía saliendo regularmente del desván en el que dormitaba, movida por una absurda pulsión repetitiva y, con minucia maniática, tanto los detalles de su puesta en escena eran idénticos cada vez, actualizaba como se dice sus desvaríos, dejando un tendal de exterminio, de extravagancia y de sangre.

En la luz turbia del anochecer, alguien, algo tal vez habría que llamarlo, hombre o lo que fuese, mimetizándose con los últimos estremecimientos humanos del día que llegaba a su fin -para recomenzar unas horas más tarde sin razón conocida con las primeras luces del alba- salía a cazar, si podemos llamarlo así, y aunque parezca increíble a causa de su saña y de la forma perfeccionista y rebuscada de los crímenes que cometía, desprotegidas y frágiles, viejecitas. La tarde de invierno en que Morvan estaba parado cerca de la ventana de su oficina en el despacho especial, de vuelta del almuerzo, mirando a través de las ramas peladas de los plátanos el cielo blanco que anunciaba nieve, ya lo había hecho – les avisé que se agarraran bien- veintisiete veces.

El hombre solitario que cometía esos crímenes chapaleaba sin la menor duda en el fango de la demencia, pero para su realización práctica era capaz de desplegar las sutilezas más variadas de la astucia, de la psicología y de la lógica, sin abstenerse de observar una pericia exacta en su manipulación del plano material, como lo probaba la ausencia total de pruebas que podía verificarse de sus crímenes y de sus desplazamientos. La tentación clásica de desafiar a la policía, común en muchos delincuentes megalómanos, parecía implícita en su modo de actuar; y después de la instalación del despacho especial en el bulevar Voltaire, su radio de acción como se dice se había ido acortando, de modo tal que la circunferencia imaginaria en el interior de la cual cometía sus crímenes, se estrechaba un poco más alrededor del despacho, a tal punto que el último, el número veintisiete, la semana anterior, lo había cometido con su destreza ya legendaria y su impunidad habitual a muy pocas cuadras de la oficina. Esos lugares comunes -mezcla de demencia y de lógica, gusto megalómano del riesgo, insistencia dramatúrgica y topográfica- no los atribuyan por favor a la banalidad de mi relato, sino a la del mecanismo oscuro que, ceñido hasta el ahogo en su camisa de acero, se ve obligado, por razones que probablemente a él mismo se le escapan, a aplicar una y otra vez las mismas recetas sobadas de folletín en su programa insensato de aniquilación.

Como decía, los primeros crímenes habían sido cometidos en los arrondissements décimo y undécimo, pero las dieciocho últimas víctimas habían vivido todas en el undécimo. Para facilitar las cosas, los altos jefes de la Brigada Criminal -y por supuesto también del Ministerio del Interior- habían decidido instalar el despacho especial en el bulevar Voltaire, bajo la dirección de Morvan, que tenía a su disposición un experto en informática, dos secretarias, seis agentes uniformados, y tres policías de civil, los inspectores Combes y Juin, y el comisario Lautret. Igual que una comisaría, el despacho especial funcionaba las veinticuatro horas del día, y en el departamento espacioso cedido por la municipalidad, había incluso un par de habitaciones que podían servir de dormitorios y una cocina en la que también estaba instalada la sala de prensa. La comisaría de enfrente, que funcionaba en un anexo de la municipalidad, suministraba el resto del personal subalterno -agentes, pesquisas, mensajeros, ordenanzas, asistentes- algunos vehículos grandes como ambulancias o celulares y material logístico común, destinado sobre todo a los operativos urgentes. Morvan dirigía, por lo tanto, un grupo de investigadores, que podríamos llamar de largo aliento, y un comando de intervención rápida, y al mismo tiempo estaba en contacto permanente con una red de juristas, soplones, políticos, psiquiatras, asistentes sociales, médicos, asociaciones familiares, comisiones de vecinos y periodistas. Su gusto por la soledad sufría un poco en ese tumulto, de modo que acostumbraba a delegar la parte más visible del trabajo en el comisario Lautret, que como corolario había alcanzado cierta notoriedad gracias a sus declaraciones a la prensa y a sus apariciones frecuentes en la televisión. Sería imposible concebir como se dice dos personas más diferentes -ya les hablaré de esto más adelante- y sin embargo Morvan depositaba una confianza total en Lautret, que era, a decir verdad, desde hacía muchos años, su mejor amigo. Pero no quiero anticiparme. Por ahora, lo que hay que saber es que el dispositivo imaginado por la Brigada Criminal, probablemente el más moderno del continente y el que mejor se adaptaba a las circunstancias, no había dado, en los meses que llevaba funcionando, ningún resultado. Los cinco o seis sospechosos arrestados, un poco a ciegas a decir verdad, habían sido liberados inmediatamente después del interrogatorio. Las denuncias, anónimas en su mayor parte, se revelaban, en el momento de las verificaciones, erróneas o calumniosas. Las llamadas telefónicas que se hacían al día siguiente de cada crimen con la intención de reivindicarlo provenían de desequilibrados, de provocadores o de bromistas. Y los dos o tres muchachos pálidos que habían probablemente leído demasiado a Dostoyevski, y que se constituyeron espontáneamente detenidos, no obtuvieron como castigo a sus crímenes imaginarios más que unos días de observación en el Hospital Psiquiátrico. Demás está decir que la prensa, la radio, la televisión e incluso el cine -dos películas se rodaron precipitadamente sobre el tema, una después del duodécimo y otra después del vigésimo crimen-, para no hablar de la literatura, ensayística pero también aunque parezca mentira de ficción, magnificaban el efecto ya de por sí espectacular de los acontecimientos. El comisario Lautret, más sociable por temperamento que Morvan, y también más flexible según la opinión de casi todo el mundo desde el punto de vista moral, en tanto que portavoz del despacho, ya era una figura familiar para los telespectadores del país, y aun del continente. Su relativismo, adquirido gracias a los métodos un poco turbios de la Mondaine, en la que había empezado su carrera, a lo que habría que agregar un físico de policía más cinematográfico que real -era jugador, mujeriego, y no desdeñaba ni el alcohol ni, de tanto en tanto, según dicen, para superar la fatiga, una pizca de cocaína- lo volvían simpático para el público, que absorbía con placer evidente sus comunicados pasando por alto, con la más amable predisposición hacia su persona, que sus frases precisas, llenas de tecnicismos jurídicos, psiquiátricos y policiales y mechadas aquí y allá de consideraciones humanas y de consignas paternalistas de seguridad, decían en el fondo que, después de meses de gastar tiempo, fuerzas y dinero, no se había obtenido el más mínimo resultado. Bien al abrigo en los anocheceres de invierno, en los departamentos calefaccionados contra los vidrios de cuyas ventanas venían a golpear inútilmente los copos de nieve o los puñados de lluvia helada, los que en otras épocas habían nacido para ser personas y ahora se habían transformado en meros compradores, en unidad de medida de los sistemas transnacionales de crédito, en fracciones de los puntos de audiencia de la televisión y en blanco sociológica y numéricamente caracterizados de las tandas publicitarias, absorbían, entre dos cucharadas de alimentos descongelados en el horno a microondas, con alivio injustificado y credulidad inagotable, los comunicados pregrabados que la imagen fantomática del comisario Lautret daba la impresión ilusoria de murmurar al oído de cada uno desde las pantallas magnéticas y siempre al borde de la desintegración de los televisores. Como todos los notables de su época, Lautret sabía por otra parte que la inmensa mayoría de los habitantes de ese continente, y también sin duda de los restantes, confunde el mundo con un archipiélago de representaciones electrónicas y verbales de modo que, pase lo que pase, si es que todavía pasa algo, en lo que antes se llamaba vida real, basta saber lo que se debe decir en el plano artificial de las representaciones para que todos queden más o menos satisfechos y con la sensación de haber participado en las deliberaciones que cambiarán el curso de los acontecimientos. A pesar de su relativismo, de su temperamento excesivamente vivaz -había visto tal vez demasiadas películas policiales, calcando su comportamiento sobre modelos demasiado arquetípicos, de modo que tenía aires demasiado vistosos de policía, el paso demasiado decidido cuando entraba en algún lugar y la bofetada demasiado pronta en los interrogatorios-, a pesar también de sus manejos un poco turbios durante su período en la Mondaine, cuya regla de oro no escrita exige que para obtener el máximo de eficacia policías y delincuentes se comporten más o menos de la misma manera, Lautret no carecía ni de perspicacia ni de exactitud en sus razonamientos, y aunque a veces lo disimulaba con sutilezas retóricas, era capaz de distinguir con claridad el bien y el mal. Si a veces ignoraba en forma ostentosa los matices, era tal vez porque, a través de una vía indirecta, quería inducir a los otros a que pensaran de él que esa ignorancia aparente tenía como fin deliberado obtener con métodos más expeditivos lo que la puntillosidad de Morvan tardaba a veces en cosechar. En tanto que policías, algo sin embargo tenían en común: los años que llevaban en la Brigada Criminal, los había acostumbrado a aplicar, de un modo más o menos instintivo, una escala jerárquica en el crimen, que les hacía desdeñar y ni siquiera tener en cuenta en tanto que tales a los criminales pequeños y medianos, para abocarse de un modo exclusivo a los grandes, con un interés tal vez excesivo que muchos atribuían al rigor profesional y unos pocos, posiblemente más perspicaces, a la fascinación.

Por habituados que estuviesen a los grandes criminales, el que buscaban ahora, después de tantos meses, no parecía tener, ni siquiera para ellos, expertos entre los expertos, ni referencias ni nombre. En lo que iba del siglo, ningún particular había matado tanto, ni con tanto estilo propio, ni con tanta perseverancia, ni con tanta crueldad. Su instrumento era el cuchillo que manejaba, no con la habilidad sutil del cirujano, sino más bien -horresco referens- con la brutalidad expeditiva del carnicero. Que únicamente se ocupara de ancianas indefensas y solas lo volvía todavía más repulsivo, y la gratuidad de sus masacres -los bienes de las víctimas quedaban casi sin excepción intactos- revelaba de por sí, mientras que los detalles la ahondaban hasta lo insondable, turbadora, la demencia. Pero, como creo haberles dicho, la astucia y la razón no parecían faltarle en ningún momento y no quedaba, de su paso por los departamentitos mancillados de desvarío y de sangre, ni un solo indicio que pudiese servir para identificarlo. El hombre o lo que fuese desaparecía detrás de sus actos, como si la perfección que había alcanzado en el horror le hubiese dado el tamaño del demiurgo que únicamente existe en los universos que crea. En su trato debía ser persuasivo y seguramente amable, bien vestido y bien educado, porque de otro modo no podía explicarse que inspirara todavía confianza en las viejecitas que seguían permitiéndole entrar en los departamentos a pesar de la alerta general que se había propagado en la ciudad, y sobre todo en el barrio, después de los primeros crímenes. Desde ese punto de vista, las consignas de las autoridades no habían dado ningún resultado y eso que, cada vez que Lautret o algún otro aparecían por televisión -y a la cadencia en que se sucedían los crímenes era casi una vez por semana- serios hasta la severidad, y a veces hasta la súplica, elocuentes, las repetían. A causa de la facilidad con que entraba y salía de los departamentos, por decir así a la vista de todo el mundo, sin que de un modo paradójico nadie reparase en él, empezaron a volverse sospechosos los enfermeros, que ponían inyecciones cotidianas, los repartidores de supermercados, que entregaban los pedidos al final de la tarde, dos o tres médicos clínicos que hacían visitas a domicilio y hasta un par de gigolós, fichados en la policía por tener la costumbre de vender sus encantos a señoras mayores y gastarse los beneficios con proxenetas de su propio sexo y de aproximadamente su misma edad. Un vendedor de enciclopedias que iba de puerta en puerta y que hacía firmar contratos un poco a la ligera, envolviendo con argumentos versátiles y vidriosos la ideación ya un poco lenta de las damas, con el fin de hacerles comprar "la más inteligente síntesis del saber contemporáneo en veinticuatro volúmenes" según Le monde, se hizo demorar durante varias horas en el despacho especial, y no recobró la libertad antes de poder llevarse como recuerdo un par de bofetadas y las amenazas del comisario Lautret por la singularidad de sus métodos comerciales. La última víctima de ese estado de sospecha generalizada fue un recaudador de impuestos que, para combatir el fraude, tenía como misión llegar por sorpresa a la casa de la gente, a la hora de la cena, y verificar si tenían un televisor y si habían pagado la tasa fiscal correspondiente. Pero su interrogatorio no dio ningún resultado: que el hombre tenía una idea fija no cabía la menor duda, pero no eran las viejecitas sino el fraude impositivo. En el despacho especial, las hipótesis se erigían, se mantenían en equilibrio precario durante cierto tiempo, y después se desmoronaban.

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