Abrió los ojos. Le dolía la cabeza. Ya habrán adivinado que estaban golpeando a la puerta, y que lo sacaban de un sueño. Había dormido, como acostumbraba a hacerlo cada tanto, en una de las piecitas del despacho especial destinadas al descanso de los funcionarios que se quedaban de guardia. La pieza tenía la exigüidad y la carencia de todo lo superfluo que congeniaban perfectamente con el carácter austero de Morvan: una cama turca, una mesita de luz, un sillón, una mesa, un armario y un par de sillas. Daba a un patio trasero, angosto y cegado por paredes altas y sin ventanas, de piedra gris ennegrecida por la intemperie. Prendiendo el velador, Morvan se sentó en la cama y comprendió que se había dormido vestido, sin el saco, pero con el pullover y el pantalón e incluso con los zapatos puestos, lo cual no lo asombró mucho, porque sabía ocurrirle de tanto en tanto, sobre todo cuando dormía en el despacho -esas veces en que un sentimiento inquietante de inminencia lo invadía, como el día anterior en que, de vuelta del almuerzo, mirando a través de los vidrios fríos de su oficina las ramas peladas de los plátanos, había tenido la certeza de que la sombra que venía persiguiendo desde hacía tantos meses, inmediata pero inasible, igual que su propia sombra, saliendo de su desván recóndito y oscuro, movida por su impulso repetitivo y funesto, corno una sierra sinfín puesta en marcha desde el origen del tiempo, se disponía a golpear.
El que llamaba con insistencia a la puerta era un agente de servicio que había recibido una alerta telefónica: la portera de un edificio en la rue de la Folie Regnault, inquieta porque la anciana que debía acompañar al hospital esa mañana para una visita médica no contestaba ni al timbre ni al teléfono, pedía que le mandaran a un policía para abrir la puerta, porque ella sola por su cuenta no se atrevía a entrar en el departamento. Morvan miró su reloj pulsera, y aunque marcaba las siete y diez, cuando abrió las cortinas azules que tapaban la ventana, comprobó que todavía era noche cerrada. En todas las salientes de las paredes, en lo que alcanzaba a distinguir de los techos y en el piso del patio exiguo, igual que en el reborde de la ventana, la nieve blanca, bien real, se había acumulado irradiando una luminosidad cristalina en la mañana negra de diciembre.
Su único desayuno fue el vaso de agua en el que disolvió la aspirina efervescente, guardándose otra vez el tubo en el bolsillo del sobretodo por si debía quedarse mucho tiempo en el departamento que iban a inspeccionar. Cuando el agente que manejaba a su lado quiso hacer funcionar la sirena, Morvan lo disuadió con un ademán silencioso. La nieve cubría las veredas, las plazoletas, las cornisas, las ramas desnudas de los árboles de las que colgaban estalactitas largas y afiladas como cuchillos de vidrio. En la calle, como muchos autos circulaban desde temprano, se habían abierto huellas de nieve revuelta y sucia, que despertaban en Morvan asociaciones íntimas y recientes, sin darse cuenta de que esas asociaciones le venían de la afinidad que tenía la nieve sucia de la calle con los copos grises de su sueño. La portera espiaba su llegada con ansiedad evidente, detrás de la ventana de su cuarto, en la planta baja.
Aunque debía tener unos cincuenta años, y a causa de una vida difícil representaba un poco más, al verla detrás del vidrio, los ojos demasiado abiertos, el pelo negro visiblemente teñido y todavía revuelto que el sobresalto matinal no le había dado tiempo para arreglarse, el cuerpo espeso de matrona cubierto con un salto de cama acolchado, Morvan calculó con pertinencia horrible y también con alivio que, si su suerte dependía del hombre, o lo que fuese, a quien tanto le gustaba despedazar ancianas, le quedaba mucho tiempo por delante ya que, como lo demostraba la experiencia, parecía todavía demasiado joven para el tormento. Recién cuando estuvieron él y el agente junto a la entrada, oyeron el chirrido del portero eléctrico y, empujando la puerta pesada y trabajada, con agarraderas de bronce -el edificio no había perdido su nivel en el siglo de vida que ya debía estar por cumplir- entraron en el zaguán oscuro, donde ya estaba esperándolo la portera con las llaves en la mano.
Subieron la escalera hasta el cuarto piso y, jadeando, esperaron que la portera, con cierta dificultad, abriera la puerta dando una doble vuelta de llave para liberar la cerradura. Sin entrar en el departamento, Morvan estiró el brazo hacia un costado, palpando la pared interior junto a la puerta, buscando la llave de la luz, y cuando tocó la protuberancia afilada del interruptor, hizo presión con la yema del índice y encendió la luz de la entrada. Era una antesala exigua con un espejo, una percha y una mesita angosta de patas torneadas, adosada a la pared debajo del espejo. Una moquette verde claro, recorrida sin duda con frecuencia por una aspiradora minuciosa, cubría el piso de ese recinto reducido, y probablemente de todo el departamento, excepción hecha del baño y de la cocina. Sin moverse del umbral, Morvan inspeccionaba la antesala, mientras el agente y la portera trataban de espiar el interior por encima de su hombro.
– Mire -le dijo Morvan al agente, haciéndose a un lado para mostrarle algo: a mitad de camino entre la puerta cerrada enfrente, que llevaba a las habitaciones interiores y la puerta abierta en cuyo hueco estaban los tres parados, prácticamente en el centro de la antesala exigua, en el suelo, resaltando contra la moquette verde claro, había un pedacito de papel blanco, no más grande que una moneda de veinte centavos.
Estoy seguro de que el agente atribuyó la palidez de Morvan, súbita y verdaderamente poco común, al hecho de que el comisario se había acostado tarde, mucho después de medianoche -el agente lo sabía porque había retomado el servicio a las doce y lo había visto entrar en el despacho especial bastante tiempo después, con su habitual expresión abstraída, amable y distante a la vez, el sombrero y los hombros del sobretodo cubiertos de nieve. Pero también debe haberle llamado la atención el hecho de que, durante una buena cantidad de segundos, clavó la vista en el pedacito de papel, inclinando un poco la cabeza hacia el hombro izquierdo, y se quedó mirándolo, como fascinado. Después se volvió hacia el agente y la portera y dijo, con tono oficial, casi solemne, como si los tomara de testigos:
– Ahora procedemos a entrar en el departamento.
Y cruzando el umbral, penetró en la antesala diminuta y se arrodilló en el suelo, sin dejar de mirar un solo instante el papelito blanco que resaltaba contra la moquette verde claro. De su billetera sacó un sobrecito de plástico transparente, del tamaño de un paquete de cigarrillos -tenía varios cuidadosamente plegados en un compartimento de la billetera- y, haciendo presión con los dedos sobre los bordes rígidos de la parte superior para abrirlos, apoyó la abertura del sobrecito en la moquette a unos pocos milímetros del papelito blanco. Después, con el índice enguantado de la otra mano, empujó el papelito hacia el interior del sobre hasta que lo hizo entrar, de modo que dejando de hacer presión con el índice y el pulgar de la mano izquierda sobre los bordes rígidos de la abertura, hizo que la abertura se cerrara sola y, sacudiendo la mano enguantada para que el papelito se deslizara hacia el fondo del sobre, cuando consideró que estaba bien guardado se metió el sobre en el bolsillo. Después avanzó unos pasos, abrió la puerta que llevaba al interior del departamento, echó una mirada y, dándose vuelta, le dijo a la portera que bajara a su cuartito en la planta baja y que no se moviera de ahí. Sin haber visto todavía lo que había en el interior, el agente comprendió que un día difícil acababa de comenzar para el despacho especial y que él, por suerte, como había estado de guardia toda la noche, no tardaría en ser relevado.
En contraste con la piecita de la entrada, en el salón de estar reinaba un desorden que, para ser preciso, tendría que calificar de encarnizado. El azar puede ser devastador, pero nunca es metódico ni meticuloso. Y aunque es verdad que, desde cierto punto de vista, todo lo que se refiere a los actos humanos es locura, sería prudente reservar esa palabra para designar algo específico y que es, no extraño a la razón, sino el resultado de una razón propia que ordena el mundo según un sistema de significaciones sin fisuras, y por eso mismo impenetrable desde el exterior. Morvan sabía que la puesta en escena que se desplegaba en la habitación tenía un sentido para el que la había organizado, pero ese sentido nunca se haría evidente a nadie que no fuese su propio organizador. Había casi demasiado sentido, infinitamente más de la cantidad irrisoria que una mente ordinaria se resigna a aceptar del mundo opaco y casi mudo: y en ese orden propio, las cosas, retiradas de sus fines habituales, simbólicos o prácticos, eran reintegradas con un signo diferente, igual que esos objetos de la civilización técnica que, cuando se pierden en la selva, son recuperados por una tribu ignota e inscriptos en la evolución necesaria de una cosmografía que existe desde la noche de los tiempos y que pretende haber previsto, en un punto exacto del porvenir, la aparición ineluctable de esos objetos.
Como las figuras de ciertas esculturas que emergen, fragmentarias pero reconocibles, de la piedra bruta, del caos de sillas dadas vuelta, de vajilla rota, de libros dispersos y deshojados, de quemaduras, de manchas de salsa, de ceniza, de sangre, de excremento, de ropa desgarrada, de lámparas caídas y de sillones reventados a puñaladas de los que brotaban resortes retorcidos y borbotones de estopa, quedaban signos legibles de lo que había sucedido la noche anterior. Había habido una cena para dos personas y, probablemente después de la cena, una partida de cartas, ya que las cartas estaban todavía dispuestas sobre una mesita, en la que había también dos copas de cognac milagrosamente intactas y unas fichas de colores que servían para marcar los puntos. La ceremonia habitual de esa religión en la que el oficiante era también el dios y el demiurgo, la doctrina y la interpretación, la iglesia y el creyente, la redención y el castigo, el alfa y el omega en una palabra, había interrumpido la partida de cartas en el momento en que la víctima propiciatoria iba ganando justamente, a juzgar por el montoncito de fichas que había de su lado, y que era su lugar podía ser deducido de modo inequívoco por el estado del sillón dado vuelta en el suelo de ese lado de la mesa, y por las gotas de sangre que manchaban el montoncito de fichas ganadoras. En cuanto a la viejecita número veintiocho, estaba tendida en la misma mesa en que había servido la cena, a juzgar por la vajilla rota, los restos de rosbif, de papas al horno, de queso, de ensalada y de torta de chocolate que decoraban el suelo alrededor de la mesa. Morvan dedujo que, a causa de sus huesos fatigados, de sus dolores frecuentes de piernas y de caderas, de su corazón frágil y de sus pulmones apelmazados por un principio de enfisema, la dueña de casa, para no tener que levantarse a cada rato, había preferido depositar todos los platos del menú en una punta de la mesa y reservar la otra para la cena propiamente dicha, lo cual le permitía ganar en reposo y en intimidad. Decir que en vida debió haber tenido un buen pasar en razón del aspecto más que confortable que presentaba de modo evidente el departamento antes del huracán, que tal vez gozaba de una buena jubilación e incluso de rentas jugosas, es perder el tiempo en detalles superfluos, en nimiedades, teniendo en cuenta su aspecto en ese momento, tan poco afín con cualquier idea de extracción social y aun de ente morfológicamente humano. Ya desde antes de haberla sometido a la labor del cuchillo, el demiurgo meticuloso, al designarla, probablemente por puro azar, en una de esos cruces imprevisibles que crean la oportunidad, como objeto de su ritual, la había despojado de todo rasgo concreto, carne, nervios, sentimientos, memoria, acordándole únicamente la posibilidad de ser durante una noche la encarnación tangible de un principio contra el que él estaba en guerra total. En vida había sido más bien delgada, y tal vez hermosa cuando joven, y, sin duda, a pesar de sus años, en pleno invierno, debía pagarse sesiones de bronceado integral en algún instituto de belleza porque, aunque arrugada, tenía la piel parejamente oscura, de un color más bien agradable, en la que la palidez de la muerte no había logrado filtrarse. Pero, y disculpen mi insistencia, también sobre la palabra muerte habría que ponerse de acuerdo, y si aceptamos que únicamente al sujeto le es acordado el privilegio de morir, a esa altura de los acontecimientos la noción misma de muerte desaparecía. El hombre, o lo que fuese, la había atado a la mesa, boca arriba, un hilo grueso a la altura de la frente, que pasaba por debajo de la mesa y que mantenía la cabeza inmóvil, otro a la altura de los muslos y un tercero que inmovilizaba los pies. Le había tapado la boca con cinta adhesiva para impedirle gritar y después, viva probablemente, le había abierto con el cuchillo eléctrico que todavía seguía enchufado un enorme tajo que iba desde la garganta hasta el pubis. Después había dado vuelta los labios de la herida hacia afuera, de modo tal que por la forma la herida semejaba una enorme vagina -era difícil saber si esa había sido la intención del artista que había trabajado la carne, pero era más difícil todavía evitar de hacer de inmediato la asociación. Desangrado, con las vísceras afuera, a causa de las arrugas también, el cuerpo parecía más una muñeca de plástico desinflada, o, mejor todavía, la cascara oscura de un fruto descompuesto mucho tiempo atrás, o, y tal vez esta sea la mejor comparación, una bolsa de arpillera vacía, de la que una mano furiosa acababa de vaciar el contenido de estopa para diseminarlo al voleo por el salón.