Dugall se encogió de hombros.
– Pero el profesor Granz… ¡Es él el verdadero dueño de esto!…
– El lo disfrutará, ciertamente. Y, a su muerte, lo disfrutarán otros. Su impaciencia viene precisamente de esto. El viejo Granz teme no llegar a tiempo de gozar de su juguete…
Y Pragüe paseó la mirada por la alucinante red de colores que llenaban el piso y el techo, esperando el momento de entrar en los cubiles de las cajas. Habría querido tener su pequeña venganza en aquello, precisamente: en que el profesor Granz hubiera muerto antes de que la mastodóntica computadora estuviera terminada. Pero la salud del viejo parecía estar tan fuera de dudas como la inexorable realidad de que la computadora, lentamente, iba tomando forma. Y, con ella, tomaba forma igualmente el odio de Pragüe hacia una forma de gobierno que permitía aquel gasto de tiempo y dinero en cantidades astronómicas para servir a una ciencia tan caduca como la historia.
Confesó a Kunner el odio que iba acumulando y Kunner rió con aquella risa casi sádica que había enervado a Pragüe la primera vez que la escuchó:
– ¡Pero Pragüe, camarada!… ¡No estás haciendo un trabajo inútil!… La computadora podrá tener otros empleos, ¿no es cierto?
– Podría emplearse en mil cosas más importantes que aquella a que la han destinado. Prácticamente, con la red de circuitos y la memoria que tendrá, podría regir sin fallos a todo el país.
– ¡Magnífico! También nosotros emplearemos máquinas, ¿por qué no?… Emplearemos cualquier cosa que nos sea útil. Y tu computadora lo será, Pragüe… ¡lo será!
La extraña comunidad mesiánica de Kunner creció con la computadora de Pragüe y estuvo lista para entrar en acción al mismo tiempo que la máquina.
Faltaban diez minutos para las nueve. Y una hora y diez minutos para la cita con Kunner. La cita en la que tendría que decidirse si, en aquel mismo instante, se pasaba definitivamente a la acción directa que el mesiánico jefe había estado preconizando durante años y aplazado día a día, hasta que el momento propicio hubiera llegado.
Ahora, el momento era propicio, efectivamente. Tenían la seguridad de que, en media hora, podrían controlar los puntos clave de la capital. Y que, con un golpe de fuerza espectacular -una fuerza que habían ido reuniendo en el más absoluto secreto- caería el Gobierno y comenzaría una nueva vida que el mismo Pragüe no sabía exactamente en qué iba a consistir, pero que significaría, al menos, un cambio fundamental frente a lo que se había estado soportando hasta el momento. Habría muertes -nadie lo dudaba y el mismo Kunner lo había avisado con una especie de regocijo que a Pragüe le había revuelto el estómago-, pero esas muertes eran necesarias, como sería necesaria la violencia y el arrancar de raíz todo cuanto conectase eventualmente el mundo antiguo con el que ellos se proponían crear. En ese nuevo mundo no habría sitio para muchos, de eso no cabía duda. Habría que exterminar de un modo u otro a una parte considerable de la humanidad y a otra habría que aislarla para que su funesta influencia no se siguiera extendiendo entre la élite, o para que no constituyese élite por sí misma, como ahora constituía.
El momento era propicio, Pragüe se había dado perfecta cuenta de ello. El Gobierno, pasado aquel instante histérico en el que, aún no sabía por qué, había desencadenado la secreta ola de persecuciones en torno a la construcción de la computadora gigantesca que hoy estaba terminada, había vuelto a la molicie de la paz total, una vez asegurado el secreto por parte de los que intervenían en el proyecto y que, salvo las lucubraciones lógicas de Pragüe y de Dugall, no sabían de él más que su inmediata realidad, ignorando cuanto pudiera afectar a su futura aplicación. La vida y el trabajo cotidiano habían hecho que se convirtiera en una costumbre la presencia de la Policía de Seguridad que seguía guardando desde el exterior la sala donde se construía la computadora, las visitas periódicas de Granz acompañado de miembros del ministerio de Defensa, las preguntas siempre iguales… Habían sido seis años ininterrumpidos de trabajo, seis años a lo largo de los cuales los misterios se habían convertido en hábitos y la curiosidad se había adormecido. Seis años en los que el odio por un trabajo hecho a ciegas se había convertido en Pragüe en un convencimiento total e igualmente ciego de la necesidad del cambio que preconizaba Kunner y aceptaban los exaltados mesiánicos.
Dugall apareció por detrás de la distribuidora nuevamente. Sin duda, se había adormilado. Venía restregándose los ojos y murmurando entre un bostezo y otro;
– Son casi las nueve… No se retrasarán, supongo…
Pragüe sonrió, levantándose.
– ¿Se han retrasado alguna vez?
– No, que yo recuerde…
– Y lo malo es que pretenderán ponerse hoy mismo en marcha, ¿no?…
– Tenlo por seguro…
– Pues con el sueño que tengo… -Dugall se interrumpió y se encogió de hombros-. Bueno, afortunadamente no podrán trabajar mucho, porque…
– ¿Tú crees? -le interrumpió Pragüe-. Hace dos meses que los ayudantes de Granz están repartidos en todas las máquinas taladradoras de la Casa confeccionando las fichas de información.
– ¡No!…
– Por desgracia, es cierto… Más de doce millones de tarjetas.
Dugall se encogió de hombros, calculando mentalmente.
– Bueno, eso es trabajo para una hora.
– Una hora para llenar la memoria. Luego…
– Claro, según le dé al viejo por preguntar, ¿no?…
Fue de una exactitud matemática. Mientras el reloj eléctrico que estaba instalado en la sala hacía sonar las nueve, se abrió la puerta acorazada y entró el profesor Granz, seguido por una extraña comitiva. Inmediatamente detrás de él venía el propio Ministro de Defensa, luego cinco ayudantes provistos de enormes carteras de cuero repletas, a continuación dos agentes de la Seguridad Internacional, que se apresuraron a instalar un equipo de radioteléfono, mientras los ayudantes del historiador iban colocando en orden, sobre la mesa vecina al Distribuidor, los millones de tarjetas perforadas en las que habían estado trabajando desde meses atrás. Los preparativos duraron un cuarto de hora y, durante él, apenas si se cambiaron las palabras más necesarias. El profesor Granz daba indudables muestras de excitación nerviosa. Miraba el computador, como si quisiera desentrañar el secreto de su funcionamiento, miraba a sus ayudantes, dándoles prisa con su impaciencia y miraba a los dos agentes que terminaban de instalar el radioteléfono. Las voces, siempre escasas, se dejaban oír tenuemente, como si los asistentes estuvieran concentrados en una operación casi religiosa. Pragüe observaba a unos y a otros y únicamente en Dugall encontraba respuesta al cúmulo de preguntas que se estaba haciendo. La respuesta muda de Dugall era un incontenible deseo de echarse a reír, ante la solemnidad inusitada que estaba tomando el acto.
Los ayudantes de Granz terminaron con su labor y se retiraron, cambiando un saludo en voz baja con el viejo catedrático. Por su parte, los dos agentes terminaron de instalar el radioteléfono y uno de ellos salió, quedándose el otro para hacerlo funcionar.
Quedaban cinco personas en la sala. La puerta acorazada se cerró, aislándoles del exterior, excepto por el tenue cable que estaba al mando del agente de la Seguridad. El profesor Granz cambió una mirada con el Ministro, una mirada en la que parecía pedir su gran oportunidad. El Ministro se sentó junto al agente de la Seguridad e hizo una seña con la cabeza. Entonces el profesor se volvió a Pragüe, al que no había mirado más que de reojo desde que entraron.
– Bien, señor Pragüe… ¿Podemos empezar?
– Cuando usted quiera, profesor…
– Primero… -señaló los montones ordenados de las tarjetas perforadas, repitiendo:- Primero habrá que meter todo eso en la memoria, me imagino…
– Eso es…
– Las tiene usted distribuidas por su orden: fechas y acontecimientos históricos, con precisión de su naturaleza y del lugar exacto en que ocurrieron.
Pragüe dio un respingo:
– ¡Pero profesor Granz!… La máquina no puede… ¡no puede localizar el lugar, sin tener en la memoria el más exacto mapamundi!… Y no ha sido construida para eso…
El profesor negó nerviosamente con la cabeza, como si quisiera apartar las dificultades.
– ¡No hace falta ningún mapa!… Están los lugares expresados por sus coordenadas geográficas… ¡y eso son números, señor Pragüe!… He estado informándome sobre esto, no crea que me he dedicado a esperar durante estos seis años… Supongo que bastarán las coordenadas, ¿no es eso?…
Pragüe afirmó con la cabeza. El profesor indicó nuevamente las tarjetas, impaciente.
– Entonces…
Fue una hora de silencio en los cinco hombres que ocupaban la sala de la máquina. Una hora durante la cual sólo se escuchó el breve rumor de la impresora y del complejo aparato distribuidor de las tarjetas. Pragüe y Dugall fueron introduciéndolas una a una. Una hora de labor continua y monótona, casi convertidos los dos hombres en parte constitutiva de la enorme máquina. El profesor y el ministro permanecían mudos, sentados en los sillones que se habían apropiado. El agente encargado del radioteléfono observaba curioso el funcionamiento de aquella máquina extraña, seguía con los ojos el constante parpadeo de las lucecillas de colores que se encendían y apagaban en torno suyo, el movimiento mecánico de las cintas magnéticas acumulando información que luego transmitirían a las memorias electrónicas.
Mientras introducían en la Distribuidora las últimas tarjetas, Pragüe levantó la mirada hacia el reloj. Pasaban pocos minutos de las diez. Pensó que Kunner y los demás compañeros ya estarían reunidos en los sótanos de Las Columnas, esperando su llegada para tomar la decisión final. Tal vez aún podría llegar a tiempo… si el profesor se conformaba con un ensayo de las posibilidades del computador.
Las últimas tarjetas desaparecieron por un instante en la garganta de la máquina, para volver a aparecer un minuto después por los pequeños vomitorios que las devolvían, una vez memorizadas por la computadora. Pragüe desconectó los mandos y se volvió. A diez centímetros de su rostro estaban los ojos cansados y miopes del profesor Granz. Pragüe contuvo un sobresalto.
– Ya está, profesor…
Granz afirmó con la cabeza. Cambió una mirada rápida con el Ministro y nuevamente se volvió hacia Pragüe.
– Bien, señor Pragüe… Supongo que ya es hora de que conozca usted el destino de nuestra computadora… -hablaba con la voz agitada, como si sintiera que iba a faltarle tiempo para lo que deseaba hacer-. Esta máquina, contra lo que usted habrá podido suponer, no obedece a ningún capricho… Ni siquiera fui yo quien tuvo la idea de que se construyera… En el fondo, yo mismo tengo mis dudas respecto a su eficacia… pero espero que su trabajo habrá sido tan completo como he tenido ocasión de ir comprobando. La idea partió del mismo señor Ministro de Defensa, en combinación con la Dirección de la Seguridad Internacional… Usted ya conoce la máquina computadora que emplea nuestro cuerpo de policía…