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Y Kunner continuaba:

– Hasta que no se haga desaparecer de la faz de la tierra a toda esa escoria, nunca habrá orden… ¿Y sabe por qué? Porque el mundo no es de todos, ¡porque lo ocupa demasiada gente que debería haber desaparecido hace siglos, como desaparece la podredumbre al llegar la primavera!…

Prague, lentamente, levantó los ojos hacia aquel exaltado.

– ¿Pero usted, realmente, cree en eso?

– ¿Y por qué otra cosa se puede creer? ¿No está usted viendo los resultados de eso que llaman libertad? ¡Nada más que eso: desorden y caos! ¡Caos!… ¿Desde cuándo siguen las guerras parciales? Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Y seguirán, ¿entiende? ¡Seguirán!… Al menos, hasta que el mundo comprenda que hay que administrar la libertad a dosis homeopáticas… ¡Sí, homeopáticas! Un centesimo del centesimo del centesimo del centesimo… Una vez al día y basla. Sólo así llegaría a comprender el hombre alguna vez -los hombres que queden, la raza que sobreviva- lo que significa un centesimo de opinión propia…

Fue una tarde que Pragüe recordó luego como una pesadilla. Las palabras de Kunner o, al menos, las palabras que se le habían quedado grabadas en la mente, eran palabras horrendas. Ideas monstruosas que atacaban directamente los conceptos que le enseñaron del hombre, de los valores del hombre, de la libertad del hombre. Y, sin embargo, ¿acaso él mismo, en su fuero interno, no estaba atacando esa misma libertad desde que había comenzado a trabajar en el monstruoso proyecto de aquella calculadora? ¿Acaso no había renegado él mismo de todo cuanto significaba el régimen en el que estaba viviendo, que permitía que él, un ingeniero electrónico, tuviera que estar a las órdenes directas de un profesor de historia chiflado? ¡Por dinero! Por el dinero y por el miedo a una cárcel que no se sentía de ningún modo dispuesto a soportar, como ahora tendrían que soportarla sus ayudantes, a los que había rechazado por ineptos y que habían caído inmediatamente bajo la férula de un Gobierno que no perdonaba que otros conocieran impunemente las locuras que permitía hacer.

Ahora, en su mente bailaban los conceptos que había expresado Kunner y que no eran, al fin y al cabo, más que la materialización de sus propias ideas confusas. Eso creyó, al menos…

¿Pero es que él, Pragüe, efectivamente pensaba eso? No lo sabía. Ni realmente lo supo en mucho tienpo, a pesar de que, a lo largo de años enteros, siguió viendo a Kunner regularmente, le siguió paso a paso en la materialización de sus ideas mesiánicas y hasta llegó a formar parte de la organización secreta que casi llegó a crear con él.

Primero fueron las palabras. Pero las palabras de Kunner exigían hechos para tener un sentido. No eran una filosofía, eran una acción velada e interna que tenía que exteriorizarse, de un momento a otro. Era, tal vez, otro tipo de locura, pero una locura que arrastraba aun sin quererlo. Igual que Pragüe se dejó arrastrar por él, sin comprenderle realmente, sólo electrizado por sus palabras, hubo otros. Les fue conociendo poco a poco. Comenzaron siendo tres, luego diez y, al cabo de un año, eran cerca de cincuenta los que se reunían en torno a Kunner para escucharle. Algunos eran incluso hombres clave en la administración; terratenientes -de los pocos que aún quedaban- o funcionarios. Todos de un modo u otro descontentos del actual estado de cosas, como Pragüe mismo, o descontentos de los que creían que su talento tendría que haberles proporcionado posibilidades que no habían logrado alcanzar. La mayor parte eran de estos últimos: hombres que se creían mucho más valiosos de lo que realmente eran y, por lo tanto, hombres aptos para que la palabra fácil de Kunner les diera un valor y una esperanza que, de otro modo, nunca habrían alcanzado. Porque Kunner hablaba siempre. Y nunca hablaba de entelequias, sino de posibilidades reales, aunque más o menos remotas. Hablaba de exterminio de dirigentes y de razas inferiores, pero esta palabra -exterminio -nunca aparecía más que envuelta en otras que, para todos, tenían más importancia: poder, destino, escala de valores y límite de humanidad. Kunner les convencía fácilmente. Ellos, los que le rodeaban, eran elegidos , elegidos por una circunstancia que en ningún caso podía ser casual. Tenían un destino trazado y había que cumplirlo. Por la fuerza, si era necesario.

La fuerza vino, poco a poco. Fue llegando despacio, a lo largo de años, trascendiendo las reuniones periódicas de los mesiánicos -como ya se llamaban a sí mismos- mientras Kunner, de un modo que nadie se habría explicado, reclutaba adeptos que ocupaban, tal vez sin saberlo, puntos importantes en lugares fundamentales para sus intereses

Gentes como Darían, director de un periódico de escasa tirada que, de pronto, vio incrementado su capital hasta poderlo convertir en el segundo rotativo del país. Gentes como Rumig, redactor jefe de una de las emisoras más importantes; como Gadarz, subdirector del Banco de Crédito Económico. Todos ellos hombres que no habían llegado a la cumbre de su profesión pero cuya ambición les podía conducir a no reparar en los medios de conseguirlo. De todos ellos se aprovechó Kunner para incorporarlos a su movimiento, haciéndoles concebir la esperanza del día en que el poder pudiera pasar a sus manos por los medios que fuera.

Las reuniones periódicas de los mesiánicos hicieron que Pragüe pudiera soportar mejor el trabajo lento y agotador del montaje de la monstruosa calculadora. Tal vez sin darse él mismo perfecta cuenta, aquel trabajo, con toda su minuciosidad y las horas que tenía que dedicarle diariamente, pasó a ser un elemento secundario en su vida. Lo importante venía luego, cuando encontraba a Kunner y a los compañeros y, juntos, daban forma a ese mundo que Kunner les había convencido de que sería mejor para todos. Más justo, más cruel también, tal vez, pero con un conocimiento común y ciego de que las cosas y los hombres deberían ocupar el lugar que les correspondía en su orden preestablecido de valores. Unos valores que, además -y esto es lo que atraía más a Pragüe y a muchos de los otros, sin saberlo- no estaban designados por un azar de la técnica, sino siguiendo una escala esotérica, casi mágica. Unos -ellos- eran los elegidos, los que serían poderosos, los que gobernarían. Los otros -la gran masa- los que serían gobernados, los que no tendrían posibilidad de elegir, porque los mesiánicos habrían ya elegido por ellos. Y, por último, los que quedarían automáticamente borrados de la sociedad, los seres inferiores, los amarillos, los negros, los semitas, los gitanos, los enfermos, a los que la estructura de ese mundo futuro con que soñaban les tenía reservada la lenta desaparición. Kunner lo había dicho claramente: -Quedan aún en el mundo grandes extensiones de terreno baldío… Las convertiremos en reservas, para que la escoria se autoaniquile en ellas, sin posibilidades de reproducción…

***

El ordenador comenzó a instalarse en los sótanos del Instituto de Historiografía. Tardaron mucho tiempo en encontrar el lugar idóneo para su emplazamiento. Tenía que ser una sala enorme, porque las dimensiones de la máquina serían muy superiores a las de todas las computadoras que se habían construido hasta entonces. Necesitaba igualmente unas condiciones constantes de temperatura y humedad, cuya mínima variación podría alterar la eficacia de los millones de circuitos. Por último, por las exigencias conjuntas del Gobierno y del profesor Granz, la máquina debía instalarse en un lugar cuyo acceso permaneciera vedado a todos aquellos que no formasen parte de su estructura. Naturalmente, todos aquellos factores eran dificilísimos de conjuntar y, cuando finalmente se eligió aquella sala de los sótanos del instituto de Historiografía, hubo que adaptarla aislando totalmente los muros e instalando en las cercanías varios termostatos que mantendrían la gran sala en condiciones constantes de temperatura y humedad.

Pragüe y Dugall trabajaron en aquella sala durante seis años. La monstruosa estructura del computador exigió que cada elemento fuera construido por separado, porque todo él constituyó un diseño totalmente distinto a cuantas calculadoras se habían construido hasta la fecha. Las mismas cintas magnéticas tuvieron que hacerse de un tamaño fuera del standard, para que pudieran albergar con comodidad y en el mínimo espacio la cantidad ingente de datos que constituiría la memoria electrónica de la máquina. Millones de circuitos de transistores repartirían los datos de la memoria en doce cajas metálicas, cada una de las cuales albergaría toda la información correspondiente a un milenio. Estas cajas metálicas tardaron, cada una, cuatro meses en ser instaladas a lo largo de la pared frontal del sótano del Instituto. Y, cuando la estructura de la memoria estuvo colocada, Pragüe y Dugall tardaron aún un año más en conectar todos sus circuitos a la gran central distribuidora de la memoria.

Cada cierto tiempo, siempre corto y siempre molesto, Granz o algún alto miembro del Ministerio de Defensa aparecían por el sótano -siempre guardado por fuerzas de la Seguridad del Gobierno, ante las que cada vez se tenían que exhibir los documentos- y esas visitas suponían para Pragüe un alto en el trabajo y una molestia, por la costumbre de fisgonear que, pasado el tiempo, se iba haciendo constante, sobre todo en el viejo historiador, que no veía el momento en que su Obra -como la llamaba ya, adjudicándose casi su construcción -se viera terminada. Las preguntas impertinentes de Granz eran siempre las mismas y Pragüe aprendió a lo largo de años que era mejor contestarlas que perder la paciencia con aquel hombre que, ya de por sí, aparecía como el más impaciente de cuantos, con relación a la máquina, se mantenían en contacto más o menos constante con el ingeniero.

– ¿Cuánto falta?

– No estará listo antes de dos años, profesor…

– Debería usted quemar etapas…

– No quedan etapas por quemar…

Y siempre la salida del profesor era una salida preocupada, como si temiera no llegar a tiempo de algo de suma importancia para él.

– ¿Pero por qué esa impaciencia? -preguntó Dugall.

Pragüe había tenido tiempo de formar su composición de lugar. Para él, ahora, después de haber cambiado impresiones con Kunner sobre aquel misterio que envolvía la construcción del computador electrónico, las cosas estaban claras.

– Es una medida propagandística del Gobierno. Se trata de dar un elemento colosal de cultura y se trata, al mismo tiempo, de no mostrar la tremenda cantidad de dinero que va a costar. Manteniendo el secreto de su construcción, se le dará publicidad cuando esté en funcionamiento y entonces, nadie preguntará cuánto tiempo y dinero costó la computadora. La computadora estará ahí, al servicio de lo que ellos llaman cultura y el Gobierno habrá ganado una baza inmensa ante sus electores…

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