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– Soy una traficante de droga -murmuró Arma sin inflexión en la voz-. Lo que vosotros llamáis un correo. Un proveedor.

Mathilde asintió como si se esperara aquella revelación. En realidad, se esperaba cualquier cosa. Ya no había limites para la verdad. Esa noche, cada paso produciría vértigo.

Volvió a concentrarse en el asfalto. Pasaron muchos segundos antes de que preguntara:

– ¿Qué tipo de droga? ¿Heroína? ¿Cocaína? ¿Anfetaminas? ¿Qué?

– Heroína -respondió la voz-. Exclusivamente heroína. Varios kilos en cada viaje. Nunca más. De Turquía a Europa. Encima. En mi equipaje. O por otros medios. Hay trucos, sistemas. Mi trabajo consistía en conocerlos. Todos.

Mathilde tenía la garganta tan seca que cada inspiración era un suplicio.

– ¿Para…? ¿Para quién trabajabas?

– Las reglas han cambiado, Mathilde. Cuanto menos sepas, mejor.

Anna había adoptado un tono extraño, casi condescendiente.

– ¿Cuál es tu verdadero nombre?

– Ninguno. Eso formaba parte del trabajo.

– ¿Cómo actuabas? Dame detalles.

Anna le opuso un nuevo silencio, denso como el mármol.

– No era una vida muy divertida -respondió al cabo de unos instantes-. Envejecer en los aeropuertos. Conocer los mejores puntos de escala. Las fronteras peor vigiladas. Las correspondencias más rápidas y, a la inversa, las más complicadas. Las ciudades donde el equipaje te está esperando en la pista. Las aduanas donde te cachean y donde no te cachean. La distribución de las bodegas y las zonas de paso… -Mathilde escuchaba, pero sobre todo estaba atenta a la calidad de la voz: Anna no había hablado con tanta sinceridad desde que la conocía-. Un trabajo de esquizofrénicos. Cambiar de lengua constantemente, utilizar varios nombres, tener varias nacionalidades… Sin más hogar que el confort impersonal de las salas VIP de los aeropuertos. Y siempre, en todas partes, el miedo.

Mathilde parpadeó varias veces para ahuyentar el sueño. Su campo de visión se reducía. Las líneas de la autopista ondulaban, se segmentaban…

– ¿De dónde procedes exactamente? -siguió preguntando Mathilde.

– Todavía no tengo un recuerdo preciso. Pero ya vendrá, estoy segura. Por ahora, me atendré al presente.

– Pero ¿qué ocurrió? ¿Cómo acabaste en París, metida en la piel de una obrera? ¿Por qué te cambiaste el rostro?

– La historia clásica. Quise quedarme con el último cargamento. Estafar a mis jefes. -Anna hizo una pausa. Cada recuerdo parecía costarle un gran esfuerzo-. Fue en junio del año pasado. Tenía que entregar la droga en París. Un cargamento especial. Muy valioso. Tenía un contacto aquí, pero elegí otro camino. Escondí la droga y consulté a un cirujano plástico. Creo… En fin, me parece que en ese momento tenía muchas probabilidades… Pero durante la convalecencia ocurrió algo que no había previsto. Que no había previsto nadie: los atentados del 11 de septiembre. De la noche a la mañana, las aduanas se convirtieron en murallas. Los registros y comprobaciones estaban a la orden del día. No podía volver a marcharme con la droga, como tenía planeado. Ni dejarla en París. Tenía que quedarme y esperar hasta que las cosas se calmaran, sabiendo que mis socios removerían cielo y tierra para encontrarme…

»Así que me escondí donde, a priori, nadie buscaría a una turca que trata de ocultarse: entre turcos. Entre las obreras ilegales del Distrito Décimo. Tenía un nuevo rostro y una nueva identidad. Nadie me reconocería.

La voz se apagó, como agotada. Mathilde trató de reavivar la llama:

– ¿Qué paso luego? Cómo te encontró la policía? ¿Sabían lo de la droga?

– No ocurrió de ese modo. Todavía no lo recuerdo con claridad, pero entreveo la escena… En noviembre trabajaba en un taller de tintorería. Una especie de lavandería subterránea, en un baño turco. Un lugar que no te puedes imaginar. A menos de un kilómetro de tu casa. Una noche se presentaron allí.

– ¿Los policías?

– No. Los turcos enviados por mis jefes. Sabían que me había escondido allí. Debió de traicionarme alguien, no sé… Pero estaba claro que ignoraban que había cambiado de rostro. Se llevaron, ante mis propios ojos, a una chica que se me parecía. Zeynep no sé qué… Dios mío, cuando vi aparecer a aquellos asesinos… Solo tengo el recuerdo de un miedo atroz.

– ¿Cómo caíste en manos de Charlier? -le preguntó Mathilde, empeñada en reconstruir la historia, en rellenar las lagunas.

– No tengo recuerdos claros sobre eso. Estaba en estado de shock. Supongo que los polis me encontraron en el baño turco. Veo una comisaría, un hospital… En cualquier caso, Charlier se enteró de mi existencia. Una obrera amnésica. Sin estatuto legal en Francia. La cobaya perfecta. -Anna se quedó pensativa, como si sopesara su hipótesis-. En mi historia, hay una ironía increíble -murmuró al cabo de unos instantes-. Porque los polis nunca han sabido quién era realmente. Sin pretenderlo, me han protegido de los otros, de los turcos

Mathilde empezaba a sentir un dolor en las entrañas: el miedo, agravado por la fatiga. Cada vez lo veía todo mas borroso. Las líneas blancas se convertían en gaviotas, en pájaros desdibujados que aleteaban convulsivamente.

En ese momento, vio los paneles indicadores del bulevar periférico. París se insinuaba en el horizonte. Mathilde se concentró en la cinta de asfalto y reanudó el interrogatorio:

– Esos hombres que te buscan… ¿quiénes son?

– Olvídate de eso. Te repito que cuanto menos sepas, mejor para ti.

– Te he ayudado -replicó Mathilde apretando los dientes-. Te he protegido. ¡Habla! Quiero saber la verdad.

Anna seguía dudando. Aquel era su mundo, un mundo del que sin duda nunca le había hablado a nadie.

– La mafia turca tiene una particularidad -dijo al fin-. Utiliza sicarios procedentes del frente político. Los llaman los Lobos Grises. Nacionalistas. Fanáticos de extrema derecha que creen en la instauración de la Gran Turquía. Terroristas entrenados en campos desde niños. Te aseguro que a su lado los esbirros de Charlier parecen boy scouts armados con navajas suizas.

Los indicadores azules se agrandaban. PORTE DE CLIGNANCOURT. PORTE DE LA CHAPELLE. Mathilde ya solo pensaba en una cosa: soltar aquella bomba en la primera parada de taxis. Volver a casa y encontrar la comodidad y la seguridad de su vida diaria. No deseaba nada más; dormir veinticuatro horas seguidas y despertarse al día siguiente pensando: Solo ha sido una pesadilla.

– Seguiré a tu lado -declaró tomando la salida de la Chapelle.

– No. imposible. Tengo algo importante que hacer.

– ¿Qué?

– Recuperar mi cargamento.

– Voy contigo.

– No.

Mathilde sintió que un nudo se endurecía en el fondo de su estómago. De orgullo, más que de coraje.

– ¿Dónde está? ¿Dónde tienes la droga?

– En el cementerio Pére-Lachaise.

Mathilde le lanzó una mirada: Anna parecía más vieja, pero también más dura, más densa. El cristal de cuarzo comprimido sobre sus estratos de verdad…

– ¿Por qué allí?

– Veinte kilos. Había que encontrar una consigna.

– No veo la relación con el cementerio.

Sonrisa de Anna, soñadora, como dirigida hacia su interior.

– Un poco de polvo blanco entre el polvo gris…

Un semáforo en rojo las obligó a parar. Al otro lado del cruce, la rue de la Chapelle se convertía en la rue Marx-Dormoy.

– ¿Cuál es la relación con el cementerio? -repitió Mathilde alzando la voz.

– Está verde. En la place de la Chapelle, continúa en dirección a Stalingrad.

54

La ciudad de los muertos.

Amplias avenidas rectilíneas, flanqueadas de enormes árboles conscientes de su dignidad. Bloques macizos, monumentos elevados, tumbas lisas y negras.

En la clara noche, aquella parte del cementerio desplegaba sus parterres con generosidad. Un derroche, una ostentación de espacio.

En el aire flotaba un perfume a Navidad; todo parecía cristalizado, cuajado bajo la cúpula de la noche, como en el interior de esas pequeñas esferas que hay que agitar para que la nieve cubra el paisaje. Habían asaltado la fortaleza por la entrada de la rue Pére-Lachaise, próxima a la place Gambetta. Anna se había encaramado al canalón paralelo a la puerta y, con Mathilde a la zaga, había saltado al otro lado entre las puntas de hierro que coronan la tapia. La bajada aún había sido más fácil: los cables eléctricos recorrían la otra cara de la pared longitudinalmente.

En esos momentos subían por la avenue des Combattants-Étrangers. Bajo la luna, las tumbas y sus epitafios se dibujaban con nitidez. Un bunker recordaba a los muertos checoslovacos de la guerra del 14; un monolito blanco honraba la memoria de los soldados belgas; una espiga colosal multiplicaba sus aristas, al estilo Vasarely, en homenaje a los caídos armenios…

Al mirar hacia lo alto de la cuesta y ver un gran edificio acabado en dos chimeneas, Mathilde lo comprendió todo. «Un poco de polvo blanco entre el polvo gris». El columbario. Con un extraño cinismo, Anna la traficante había escondido su alijo de heroína entre las urnas cinerarias.

Recortada contra el cielo nocturno, la construcción recordaba una mezquita crema y oro coronada por una gran cúpula y flanqueada por los minaretes de sus chimeneas. Bloques alargados formaban un cuadrilátero a su alrededor.

Las dos mujeres penetraron en el recinto y avanzaron entre los macizos de un jardín flanqueado de espesos setos. Tras ellos, Mathilde distinguía las hileras de nichos, salpicadas de flores, como páginas de mármol cubiertas de escritura y manchas multicolores.

Todo estaba desierto.

Ningún guarda a la vista.

Anna siguió hasta el fondo del parque y se detuvo ante la escalera de una cripta, oculta tras unos arbustos. Abajo había una puerta de hierro negro cerrada con candado. Durante unos segundos, buscaron otra vía de entrada. A modo de inspiración, un batir de alas les hizo levantar la vista: a dos metros de altura, dos palomas se arrullaban acurrucadas en una lucerna enrejada.

Anna retrocedió para apreciar las dimensiones del vano. Luego apoyó los pies en los adornos metálicos de la puerta y trepó a él. Al cabo de unos segundos, Mathilde la oyó arrancar la reja y romper el cristal.

Sin pensárselo dos veces, tomó el mismo camino.

Una vez arriba, se coló por la abertura y saltó al otro lado. Cayó al suelo al tiempo que Anna daba la luz.

Era un santuario inmenso. Dispuestas en torno a un pozo cuadrado, sus rectilíneas galerías, excavadas en el granito, se perdían en la oscuridad. Las lámparas, colocadas a intervalos regulares, daban al lugar una claridad difusa.

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