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No. Se había guardado el as.

No le había revelado el hecho fundamental.

Saltó al interior del taxi y dio la dirección del Quai des Orfévres.

Ahora sabía quién era la Presa y por qué la buscaban los Lobos Grises.

Por lo mismo que él, que llevaba diez meses siguiéndole la pista.

48

Una caja rectangular de madera blanca, de setenta centímetros de largo y treinta de fondo, sellada con el cuño de cera roja de la República. Schiffer sopló sobre el polvo de la tapa con la certeza de que ahora las únicas pruebas de la existencia de Sema Gokalp estaban en el interior de aquel ataúd de recién nacido.

Sacó la navaja suiza, introdujo la hoja más fina bajo el sello, hizo saltar la costra roja y levantó la tapa. Lo envolvió una vaharada a moho. Apenas vio las prendas, se le hizo un nudo en la garganta: allí dentro había algo para él.

Instintivamente, lanzó una mirada por encima del hombro. Estaba en el sótano del palacio de Justicia, en la cabina protegida por una sucia cortinilla en la que los detenidos recién liberados comprueban que se les devuelven todos sus efectos personales.

El lugar ideal para exhumar un cadáver.

Lo primero que encontró fue una bata blanca y un gorrito de papel plisado: el uniforme reglamentario de las obreras de Gurdilek. Luego, la ropa de calle: una falda larga de color verde claro, una rebeca frambuesa de punto y una blusa de cuello redondo. Artículos de saldo, directamente salidos de los almacenes TATI.

Eran prendas occidentales, pero sus líneas, sus colores y sobre todo su combinación traían a la mente el atuendo de las campesinas turcas, que siguen llevando pantalones bombachos de color malva y blusas de color pistacho o amarillo limón. Schiffer se sintió invadido por un deseo siniestro, atizado por la idea de desnudez, de humillación, de pobreza explotada. El pálido cuerpo que imaginaba bajo aquellas prendas le crispaba los nervios.

Pasó a la ropa interior. Un sujetador color carne de talla pequeña; unas bragas negras, rozadas, deshilachadas, con visos que eran resultado del uso. Aquella lencería sugería medidas de adolescente. Schiffer pensó en los tres cadáveres: caderas anchas, pechos generosos. Aquella mujer no se había conformado con cambiar de rostro: se había esculpido un cuerpo de sílfide.

Continuó la inspección. Zapatos apergaminados, panties raídos, abrigo de borreguillo ralo. Los bolsillos estaban vacíos. Buscó en el fondo de la caja con la esperanza de que hubieran conservado aparte su contenido. Una bolsa de plástico transparente confirmó sus esperanzas. Un manojo de llaves, una tarjeta de metro, cosméticos importados de Estambul…

Examinó el llavero. Las llaves eran su pasión. Se conocía todos los tipos: llaves planas, llaves diamante, llaves de bombilla, de dientes activos… También era un hacha para las cerraduras, mecanismos que le recordaban los engranajes humanos, los que le gustaba violar, torcer, controlar.

Observó las dos llaves de la anilla. Una abría una cerradura de garganta, sin duda la de un hogar, una habitación de hotel o una vivienda miserable ocupada desde hacía tiempo por otros turcos. La segunda, plana, correspondía a un pestillo superior de la misma puerta. Nada de interés.

Schiffer ahogó una maldición: su botín era nulo. Aquellos objetos, aquellas prendas dibujaban el perfil de una obrera anónima. Casi demasiado anónima. Aquello apestaba a montaje, a caricatura.

Estaba seguro de que Sema Gokalp tenía un escondite. Alguien capaz de cambiar de rostro, de perder veinte kilos, de adoptar voluntariamente la existencia subterránea de una esclava, sabe guardarse las espaldas.

Schiffer recordó las palabras de Beauvanier: «Encontramos su pasaporte cosido a su falda». Palpó hasta la última prenda, dejando el forro del abrigo para el final. Al pasar los dedos a lo largo del dobladillo, notó un bulto. Un objeto duro, alargado, con dientes.

Desgarró la tela y meneó el abrigo.

Una llave aterrizó en la palma de su mano.

Una llave con la tija perforada y un numero grabado: 4C 32.

Cien contra uno a que es una consigna, pensó.

49

– No. Una consigna, no. Ahora se utilizan códigos.

Cyril Brouillard era un cerrajero genial. Jean-Louis Schiffer había descubierto su cartera en el escenario de un robo en el que habían abierto una caja fuerte considerada inviolable con virtuosismo. Personado en el domicilio del titular de la documentación, se encontró ante un joven de hirsuto pelo rubio y miope. «Con un nombre así, deberías concentrarte más», le había advertido devolviéndole la cartera. Schiffer hizo la vista gorda a cambio ele una litografía original de Bellmer.

– ¿Entonces, qué?

– Un self-stockage .

– ¿Cómo?

– Un guardamuebles.

Desde aquella noche, Brouillard no le negaba nada. Apertura de puertas para registros sin orden judicial; forzado de cerraduras para flagrantes delitos nocturnos; efracción de cajas fuertes para obtener documentos comprometedores… El chaval era una alternativa perfecta a las autorizaciones legales.

Vivía encima de su establecimiento, situado en la rue de Lancry, el taller de cerrajero que había montado con el producto de sus excursiones nocturnas.

– ¿Puedes decirme algo más?

Brouillard inclinó la llave bajo la lámpara direccional. Era un revientacajas fuera de serie: se acercaba a la cerradura, y se producía el milagro. Una vibración, un tacto. Un misterio entraba en acción. Schiffer no se cansaba nunca de observarlo manos a la obra. Tenía la sensación de sorprender una faceta oculta de la naturaleza. La esencia misma de un don inexplicable.

– Surger -murmuró el ganzúa-. Se ven las letras en filigrana, aquí, en el canto.

– ¿Lo conoces?

– Ya lo creo. Tengo cosas allí. Accesible día y noche.

– ¿Dónde está?

– Château-Laudon. Rue Girard.

Schiffer tragó saliva. La tenía en ebullición.

– ¿Se necesita código para entrar?

– AB 756. Tu llave lleva el número 4C 32. Cuarto nivel. La planta de los miniboxes. -Cyril Brouillard alzó los ojos y se tocó la montura de las gafas-. La planta de los pequeños tesoros dijo con voz cantarina.

50

El edificio dominaba las vías de la estación del Este, imponente y solitaria como un carguero entrando en puerto. El inmueble de cuatro pisos tenía aspecto de reformado y recién pintado. Una isla de pulcritud llena de bienes en tránsito.

Schiffer franqueó la primera barrera y cruzó el aparcamiento.

A las dos de la mañana, esperaba ver surgir a un vigilante en mono negro con las siglas SURGER, blandiendo una porra eléctrica y sujetando un agresivo perrazo.

Pero no apareció nadie.

Marcó el código y abrió la puerta acristalada. Al fondo del vestíbulo, sumido en una extraña penumbra roja, había un pasillo con suelo de cemento flanqueado de persianas metálicas. Cada veinte metros, pasillos perpendiculares cruzaban el principal y sugerían un laberinto de compartimientos.

Avanzó en línea recta bajo las luces de emergencia hasta llegar al fondo, ante una escalera de estructura vista. Sus pasos producían ruidos sordos, casi inaudibles, sobre el cemento gris perla. Schiffer saboteó aquel silencio, aquella soledad, aquella tensión mezclada con el poder del intruso.

Al llegar al cuarto piso se detuvo. Ante él se abría otro pasillo con Puertas menos separadas. «La planta de los pequeños tesoros.» Schiffer buscó en el interior de un bolsillo y sacó la llave. Leyó los números de las puertas, se perdió y acabó encontrando la 4C 32.

Iba a abrir la cerradura, pero se quedó inmóvil. Casi podía sentir la presencia de la Otra, de la mujer que aún no tenía nombre, tras la hoja de la puerta.

Se arrodilló, hizo girar la llave en la cerradura y, de un tirón seco levantó la persiana metálica.

En la penumbra, apareció un cubículo de un metro de ancho por un metro de fondo. Vacío. No se desanimó. No esperaba encontrar un cuarto atestado de muebles y electrodomésticos.

Se sacó del bolsillo la linterna que le había cogido prestada a Brouillard. Acuclillado en el umbral, barrió lentamente el cubo de cemento iluminando cada rincón y cada pared, hasta descubrir una caja de cartón en la del fondo.

La Otra, cada vez más cerca.

Penetró en la oscuridad y se detuvo junto a la caja. Sujetó la linterna entre los dientes y empezó la inspección.

Vestidos, invariablemente oscuros, firmados por grandes modistos. Issey Miyake. Helmut Lang. Fendi. Prada… Sus dedos se enredaron en la ropa interior. Una claridad negra: eso fue lo que pensó. Los tejidos eran de una suavidad, de una sensualidad casi indecentes. Los visos parecían retener sus propios reflejos. Los encajes, estremecerse al contacto de sus dedos… Esta vez, no hubo deseo, ni erección: la pretensión de aquellas prendas, el orgullo socarrón que podía leer en ellas le cortaban la excitación.

Siguió buscando y encontró una llave envuelta en un pañuelo de seda.

Una llave extraña, tosca, de tija plana.

Más trabajo para el señor Brouillard.

Le faltaba la última certeza.

Siguió palpando, levantando, revolviendo…

De pronto, un broche de oro que representaba una amapola atrajo el haz de la linterna como un escarabajo mágico. Soltó la linterna cubierta de saliva, escupió y murmuró en la penumbra:

– Allaha sükür! [1] Has vuelto.

NUEVE

51

Mathilde Wilcrau nunca había estado tan cerca de una cámara de positrones.

Por fuera, la máquina se parecía a un escáner convencional; un gran cilindro blanco en cuyo interior penetraba una camilla de acero inoxidable provista de instrumentos de análisis y medición; un soporte colocado al lado sostenía un gotero; sobre una mesita con ruedas se alineaban las jeringuillas envasadas al vacío y los tarros de plástico. En la penumbra de la sala, el conjunto dibujaba una estructura extraña, un grandioso jeroglífico.

Para encontrar un aparato como aquel, los fugitivos habían tenido que trasladarse al Hospital Universitario de Reims, a cien kilómetros de París. Eric Ackermann conocía al director del servicio de radiología. Lo localizaron en su domicilio; el médico había acudido de inmediato y recibió al neurólogo con efusividad, como un oficial de puesto fronterizo hubiera recibido la inesperada visita de un general de leyenda.

Ackermann llevaba seis horas atareado en torno a la máquina. Mathilde Wilcrau lo observaba trabajar desde la cabina de control. Inclinado sobre Anna, que estaba tumbada con la cabeza en el interior del aparato, ponía inyecciones, regulaba la perfusión, proyectaba imágenes sobre un espejo oblicuo situado en el interior del arco superior del cilindro y, sobre todo, hablaba.

[1] «Dios sea loado»


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