– Solo quería hacerte una pregunta. ¿Conoces el Instituto Henri-Becquerel?
Mathilde creyó percibir una leve vacilación.
– Sí, lo conozco. Es un hospital militar.
– ¿En qué trabajan?
– Al principio se dedicaban a la medicina atómica.
– ¿Y ahora?
Nueva vacilación. Ya no le cabía duda: estaba metiéndose en camisa de once varas.
– No lo sé con exactitud -respondió Le Garrec-. Tratan ciertos traumas.
– ¿Traumas de guerra?
– Eso creo. Tendría que informarme.
Mathilde había trabajado tres años a sus órdenes. Le Garrec no había mencionado aquel instituto jamás. Como para disimular la torpeza de su mentira, el militar pasó al ataque:
– ¿Por qué lo quieres saber?
Mathilde no intentó eludir la pregunta.
– Tengo una paciente a la que le han hecho unas pruebas allí.
– ¿Qué tipo de pruebas?
– Tomografías.
– No sabía que tuvieran un Petscan.
– Las pruebas las realizó Ackermann.
– ¿El cartógrafo?
Eric Ackermann había escrito un libro sobre las técnicas de exploración del cerebro que sintetizaba los trabajos de diferentes equipos de todo el mundo. La obra se había convertido en referencia obligada. Desde su publicación, el neurólogo era considerado uno de los mayores topógrafos del cerebro humano. Un viajero que exploraba aquella región anatómica como si se tratara del sexto continente.
Mathilde se lo confirmó.
– Es extraño que trabaje con «nosotros» -murmuró Le Garrec.
El «nosotros» la hizo sonreír. El ejército era algo más que un cuerpo: era una familia.
– Tú lo has dicho -respondió Mathilde-. Conocí a Ackermann en la facultad. Era un auténtico rebelde. Objetor de conciencia y drogata militante. No me lo imaginaba trabajando con los militares. Creo que incluso lo condenaron por «fabricación ilegal de estupefacientes».
Le Garrec soltó la carcajada.
– Al contrario. Puede que esa sea la explicación. ¿Quieres que contacte con ellos?
– No, gracias. Solo quería saber si habías oído hablar de esos trabajos.
– ¿Cómo se llama tu paciente?
Mathilde comprendió que se había arriesgado demasiado. Puede que Le Garrec iniciara su propia investigación o, peor aún, informara a sus superiores. De pronto, el mundo de Valérie Rannan le pareció posible. Un universo de experimentos secretos, herméticos, llevados a cabo en nombre de una razón superior.
– No te preocupes -dijo en un intento de quitar importancia al asunto-. Era simple curiosidad.
– ¿Cómo se llama? -insistió el militar.
Mathilde sintió que el frío volvía a apoderarse de su cuerpo.
– Gracias -murmuró-. Llamaré… Llamaré directamente a Ackermann.
– Como quieras.
Le Garrec desistió, y ambos adoptaron sus papeles de costumbre, su tono desenfadado. Pero los dos lo sabían: durante unos instantes, durante aquel breve intercambio de frases, habían atravesado el mismo campo de minas. Mathilde colgó tras prometerle que lo llamaría para comer.
Ahora era una certeza: el Instituto Henri-Becquerel albergaba un secreto. Y la participación de Eric Ackermann en aquel asunto no hacía más que ahondar la profundidad del misterio. Los «delirios» de Anna Heymes cada vez le parecían menos psicóticos…
Mathilde pasó a la zona privada de su piso. Andaba de un modo muy particular: con los hombros levantados, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, los puños levantados y, sobre todo, con las caderas ligeramente ladeadas. De joven, había dedicado mucho tiempo a perfeccionar aquellos andares oblicuos, que en su opinión realzaban su figura. Con el tiempo, se habían convertido en su segunda naturaleza.
Una vez en el dormitorio, abrió un secreter barnizado y adornado con patinas y haces de juncos. Meissonnier, 1740. Sacó una llave diminuta, que siempre llevaba encima, y abrió un cajón.
En su interior había un cofrecillo de bambú trenzado con incrustaciones de nácar y, en el fondo del cofrecillo, una piel de gamuza, que separó con el índice y el pulgar para dejar al descubierto el objeto prohibido, reluciente sobre el forro dorado.
Una pistola automática Glock de 9 milímetros.
Un arma extremadamente ligera, de bloqueo mecánico, provista de un seguro Safe-Action. En otra época, aquella pistola había sido un instrumento de tiro deportivo, autorizado mediante licencia del Estado. Pero el arma, cargada con dieciséis balas blindadas, ya no contaba con ninguna autorización. Se había convertido en puro instrumento de muerte olvidado en los laberintos de la administración francesa.
Mathilde sopesó el arma en la palma de la mano y pensó en su propia situación. Psiquiatra divorciada, ayuna de pene y con una pistola automática escondida en el secreter. «Verde y con asas», murmuró con una sonrisa.
De vuelta en la consulta, hizo otra llamada y volvió a acercarse al sofá. Tuvo que menear a Anna unas cuantas veces antes de que diera muestras de espabilarse.
Al fin, la joven se incorporó con parsimonia y miró a su anfitriona con la cabeza ligeramente ladeada y sin el menor asombro.
– ¿Le has dicho a alguien que vendrías a verme? -le preguntó Mathilde en voz baja.
Anna negó con la cabeza.
– ¿Sabe alguien que nos conocemos?
Idéntica respuesta. Mathilde se dijo que tal vez la hubieran seguido. Era todo o nada.
Anna se frotó los ojos con las yemas de los dedos, lo que no hizo mas que acentuar su extraña mirada: aquella pereza de los párpados, aquella languidez que se prolongaba hacia las sienes, por encima de los pómulos. La manta le había dejado una marca en la mejilla. Mathilde pensó en su hija, que se había marchado de casa con un ideograma chino tatuado en el hombro: «La Verdad».
– Ven -murmuró-. Nos vamos.
– ¿Qué me han hecho?
El coche circulaba a toda velocidad por el boulevard Saint-Germain, en dirección al Sena. La lluvia había cesado, pero sus huellas se veían por todas partes: visos, lentejuelas, manchas azules en el vibrato de la tarde.
– Un tratamiento -afirmó Mathilde adoptando su tono de profesora para enmascarar sus dudas.
– ¿Qué tratamiento?
– Sin duda, uno totalmente nuevo, que les ha permitido manipular una parte de tu memoria.
– ¿Es eso posible?
– En principio no. Pero Ackermann debe de haber inventado algo… revolucionario. Una técnica relacionada con la tomografía y las localizaciones cerebrales. -Mientras conducía, Mathilde lanzaba constantes miradas a Anna, hundida en el asiento del acompañante, con la mirada fija en el parabrisas y las manos apretadas entre los muslos-. Un shock puede provocar una amnesia parcial -siguió diciendo la psiquiatra-. Hace algún tiempo traté a un jugador de fútbol que había sufrido una conmoción durante un partido. Recordaba una parte de su vida, pero había olvidado la otra por completo. Puede que Ackermann haya descubierto el modo de provocar el mismo fenómeno mediante una sustancia química, una irradiación o cualquier otra cosa. Una especie de pantalla colocada en tu memoria.
– Pero ¿por qué me han hecho algo así?
– En mi opinión, la clave hay que buscarla en la profesión de tu marido. Has visto algo que no debías ver, o tienes información relacionada con sus actividades, o puede que simplemente te hayan utilizado como cobaya. Todo es posible. Esto es cosa de unos locos.
Al final del boulevard Saint-Germain, a la derecha, apareció el Instituto del Mundo Árabe. Las nubes viajaban por sus paredes de cristal.
Mathilde estaba asombrada de su propia calma. Circulaba a cien kilómetros por hora, con una pistola automática en el bolso y aquella muñeca de porcelana sentada al lado; pero, lejos de tener miedo, sentía una curiosidad distanciada, mezclada con cierta excitación infantil.
– ¿Podría ser que recuperara la memoria?
La voz de Anna estaba teñida de obstinación. Mathilde conocía aquella inflexión, que había oído cientos de veces en su consulta del hospital de Sainte-Anne. Era la voz de la obsesión. La voz de la demencia. Solo que, en aquel caso, el delirio coincidía con la verdad.
– No puedo contestarte sin saber el método que han utilizado -respondió la psiquiatra eligiendo las palabras cuidadosamente-. Si se trata de sustancias químicas, puede que exista un antídoto. Si te han sometido a una intervención quirúrgica, yo sería más… pesimista.
El pequeño Mercedes pasó junto a la verja del zoo del jardín Botánico. El descanso de los animales y la quietud del parque parecían aliarse con la oscuridad para abrir abismos de silencio.
Mathilde advirtió que Anna estaba llorando; sus sollozos eran como los de una niña pequeña, agudos y sostenidos.
– Pero ¿por qué me han alterado el rostro? -preguntó al cabo de unos instantes con voz llorosa.
– Es incomprensible. Puedo entender que estuvieras en el sitio equivocado en el momento equivocado. Pero no se me ocurre ninguna razón para modificarte el rostro. O puede que la historia sea aún más retorcida: puede que te hayan modificado la identidad.
– ¿Quieres decir que podría haber sido alguien completamente distinto antes de todo esto?
– La operación de cirugía estética podría inducir a pensarlo.
– Entonces… ¿no sería la mujer de Laurent Heymes? -Mathilde no respondió. Anna explotó-. Pero… ¿y mis sentimientos? ¿Mi intimidad con él? -La cólera se apoderó de Mathilde. En medio de aquella pesadilla, Anna seguía pensando en su historia de amor. No tenían remedio: en caso de naufragio, para ellas el deseo y los sentimientos siempre eran lo primero-. Todos mis recuerdos con él… puedo habérmelos inventado!
Mathilde se encogió de hombros como para atenuar la gravedad de lo que iba a decir:
– Es muy posible que te hayan implantado esos recuerdos. Tú misma me dijiste que se estaban desintegrando, que no tenían ninguna realidad… Sobre el papel, algo así es imposible. Pero la personalidad de Ackermann se presta a todas las suposiciones. Y los policías le proporcionarían medios ilimitados…
– ¿Los policías?
– Despierta, Anna. El Instituto Henri-Becquerel. Los soldados. La profesión de Laurent. Aparte de la Casa del Chocolate, en tu mundo no había más que policías y uniformes. Ellos son quienes te han hecho esto. Y ellos son quienes te buscan.
Se acercaban a la estación de Austerlitz, en plena remodelación. Una de las fachadas se alzaba en medio del vacío, como un decorado de cine. Las ventanas, recortadas contra el cielo, hacían pensar en las ruinas de un bombardeo. A la izquierda, en segundo plano, el Sena fluía plácidamente. Una parsimoniosa corriente de oscuro légamo.